CAPÍTULO UNO (VOLVIENDO A LA REALIDAD)
Volver a Estados Unidos después de años fuera siempre se sintió como aterrizar en un lugar que jamás había terminado de pertenecerme. Mientras el avión descendía, con las luces de la ciudad titilando bajo las nubes, me aferré al respaldo del asiento, tratando de ordenar en mi mente el torbellino de emociones que me inundaba. Había terminado la carrera de medicina en Europa, lejos de la sombra asfixiante de mi padre y la locura silenciosa de mi madre, pero ahora todo eso estaba a punto de alcanzarme.
Había dejado atrás no solo un país, sino también una versión de mí misma que, aunque malcriada y caprichosa, había aprendido a manejar, a moldear. Mi infancia fue una jaula dorada, un lugar donde mis caprichos eran órdenes y mis deseos, ley. Pero el tiempo y la enfermedad de mi madre me habían obligado a crecer. Internada en un hospital psiquiátrico, ella había sido la grieta por la que se coló mi necesidad de escapar, de forjar mi propio camino. Medicina no solo fue una elección; fue mi refugio, mi acto de rebelión.
Ahora, en aquel vuelo hacia casa, la realidad comenzaba a filtrarse con una fuerza que no esperaba. El revalidar mi título, el volver a pisar el suelo que me vio crecer, pero que también me vio alejarme, parecía solo el primer paso de una serie de cadenas que desconocía.
Al día siguiente, entré al hospital con un uniforme que no terminaba de sentir mío. Practicante, me decían. Un título que sabía que debía merecer, pero que me hacía sentir como una extraña entre pacientes y doctores que veían en mí solo la hija del millonario. Trataba de concentrarme en cada diagnóstico, en cada palabra que aprendía a repetir con convicción, pero mi mente se dispersaba, pensando en la llamada que sabía que tarde o temprano recibiría.
Y no tardó.
Cuando el reloj marcó las siete de la tarde, el mensaje de mi padre apareció en mi teléfono con una sencillez que heló mi sangre: “Ven a mi oficina.”
Salir del hospital fue como despertar de un sueño inquietante. Subí al auto que él mismo había enviado por mí, un silencio pesado llenaba el aire, como si ni siquiera el vehículo quisiera romper la distancia que nos separaba. Llegar a su despacho fue como entrar en una jaula invisible, fría y calculadora.
Él no perdió tiempo. Con la mirada firme, sin un atisbo de duda, me informó que había decidido mi futuro por mí: un matrimonio arreglado, un nombre más que añadir a la lista, una vida que debía continuar bajo su control. No hubo lugar para discusiones, para protestas. Solo la obligación.
Me quedé allí, en esa oficina oscura y silenciosa, sintiendo cómo se desmoronaban las piezas de mi independencia recién conquistada. Porque, al final, por mucho que hubiera luchado para ser quien era, seguía siendo Corinne Ravencourt, la hija del hombre que nunca supo amar, pero sí dominar.
Mientras todavía intentaba recomponerme de la noticia, un suave toque en la puerta me sacó de mi trance. La puerta se abrió con una precisión casi calculada, y apareció un hombre alto, imponente, de casi un metro noventa, con una complexión atlética que parecía esculpida para un anuncio de Hugo Boss. Su traje entallado marcaba cada línea perfecta de su cuerpo; no una hebra fuera de lugar en su cabello rubio oscuro, cuidadosamente peinado hacia atrás, y una sonrisa que parecía más un premio que una simple expresión de cortesía.
Me miró con unos ojos grises intensos, tan fríos como penetrantes, y esa sonrisa suya, la de alguien que acaba de hacerse con un tesoro exquisito, me recorrió de pies a cabeza.
—Corinne Ravencourt —dijo, su voz profunda y segura, como si pronunciara un nombre que ya había dominado antes de conocerlo—. Que gusto verte.
No pude evitar sentir un escalofrío, mezcla de intriga y desafío, mientras él cruzaba la habitación con pasos medidos, seguros, como si cada movimiento estuviera coreografiado para causar impacto.
Me quedé en silencio, con el corazón latiendo a un ritmo que no lograba controlar, mientras él se detenía frente a mí, tan cerca que podía percibir la esencia de su colonia, una mezcla de maderas oscuras y especias, y esa aura que parecía envolverlo en un misterio irresistible.
—Me alegra que hayas vuelto, he escuchado mucho de ti —continuó, sin apartar la mirada—. De tus logros, de tus decisiones. Parece que, al final, no solo eres la hija del hombre que todos temen, sino alguien con quien vale la pena contar.
Su sonrisa se amplió apenas, y yo, por primera vez desde que llegué, sentí que este encuentro no iba a ser solo un episodio más en la trama que me habían impuesto.
Mi padre no se molestó en levantarse de su silla. Permanecía allí, detrás de su escritorio de madera oscura, como un emperador que observa desde su trono. Solo alzó la mano en un gesto sutil, casi perezoso, señalando al hombre que acababa de entrar.
—Corinne, te presento a Rael Kingswell —dijo, con una calma que solo él sabía convertir en amenaza.
—Tu futuro esposo.
Me tomó unos segundos comprender lo que acababa de decir. El aire pareció espesarse. Mis oídos zumbaban y todo mi cuerpo se tensó como una cuerda a punto de romperse.
—¿Perdón? —pregunté, aunque lo había escuchado perfectamente.
Rael permanecía de pie, sereno, con las manos en los bolsillos del pantalón. Seguía sonriendo, pero ya no como un hombre encantador: ahora era la sonrisa de alguien que sabe que no necesita ganarse nada. Ya lo tiene.
—¿Esto es una broma? —volví a decir, esta vez mirando a mi padre. No obtuve respuesta. Me giré hacia Rael—. ¿Y tú estás de acuerdo con esto?
—Por supuesto —respondió él, como si le hubieran ofrecido una copa de vino muy caro. Su tono era suave, casi elegante, pero con una firmeza que me revolvió el estómago—. Tu padre y yo tenemos un acuerdo. Es lo más conveniente para ambas partes.
—¿Conveniente? —sentí la rabia treparme por el cuello—. Yo no soy una acción que puedan intercambiar en una mesa de negociación.
—No seas dramática, Corinne —interrumpió mi padre, con ese tono bajo y seco que siempre utilizaba cuando iba a dar la estocada—. Esto es lo que se espera de ti. No estás aquí para jugar a ser médica y vivir en algún apartamento diminuto de residentes. Ya es hora de que cumplas con tu lugar en esta familia.
—No —dije. Firme. Alta. Por primera vez en mucho tiempo, le devolví la mirada sin temblar—. No pienso casarme con nadie que tú elijas. Ni por negocios. Ni por apariencias. Ni por nada.
Entonces vi cómo cambiaba su expresión. No se enfureció, no gritó. Solo dejó que el silencio se estirara como una amenaza invisible. Y cuando habló, su voz fue tan baja que tuve que contener el impulso de retroceder.
—¿Y qué pasaría si, por ejemplo, retirara la manutención del hospital donde está tu madre? —dijo, mirándome a los ojos, tranquilo, como si hablara del clima—. ¿Crees que con tu salario de interna podrás pagar el tratamiento, los medicamentos, las terapias?
El golpe fue limpio. Preciso. Cortante.
Sentí que el piso se inclinaba bajo mis pies. Un segundo antes era fuego, y ahora era hielo. Mi respiración se volvió irregular, pero me negué a mostrarle cuánto dolía. No podía. No frente a Rael. No frente a él.
—Eso no harías… —murmuré, pero ya sabía la respuesta. Claro que lo haría. Ya lo había hecho antes con otras cosas. Esta vez, solo me estaba recordando el tipo de hombre que era.
Rael se mantuvo en silencio, observándome. No con crueldad, sino con una paciencia inquietante. Como si supiera que yo iba a ceder. Como si ya me hubiera visto rendirme antes incluso de entrar a la habitación.
Y tal vez tenía razón.
Porque por mucho que quisiera gritar, pelear, huir… sabía una cosa con absoluta certeza:
Mi madre no sobreviviría sin ese cuidado.
Y él lo sabía.
Mi garganta ardía, pero no por rabia. Era ese ardor espeso que te provoca el llanto contenido, la impotencia mordiéndote el pecho por dentro. Cerré las manos en puños, uñas clavadas en las palmas, el cuerpo entero temblando de una decisión que ya no parecía mía.
—No puedes usarla así —susurré, apenas audible.
—Puedo y lo haré —respondió mi padre sin pestañear—. Esto no es castigo, Corinne. Es consecuencia.
Miré a Rael. A ese hombre perfectamente vestido, perfectamente peinado, perfectamente dispuesto a casarse conmigo como si fuera un trámite financiero. No parecía cruel, ni siquiera arrogante. Lo suyo era peor: estaba cómodo. Cómodo en medio de esa conversación, como si no hubiera nada inhumano en todo esto.
—¿Y tú qué? —le pregunté con voz tensa—. ¿Qué ganas tú con esto?
Rael me sostuvo la mirada con una calma peligrosa. Dio un paso hacia mí, no invasivo, pero lo suficiente como para hacerme sentir que su presencia estaba diseñada para rodearme.
—Mi parte del trato —respondió.
No explicó más. No necesitó hacerlo. Sabía que mi padre no hacía acuerdos con hombres frágiles, y Rael Kingswell no tenía pinta de haber sido débil nunca.
—No soy una mujer fácil de domesticar, por si no te lo dijeron —espeté.
Su sonrisa se inclinó apenas, una sombra divertida danzando en sus labios.
—¿Y quién te dijo que quiero domarte?
Tragué saliva. Me sentía atrapada en una jaula de terciopelo, rodeada por hombres que no alzaban la voz, porque no lo necesitaban. Ellos hablaban con presión, con poder, con amenazas disfrazadas de elecciones.
Volví a mirar a mi padre. Él simplemente entrelazó los dedos sobre el escritorio y dejó caer el peso de su autoridad sobre mí como una maldición.
—Tienes una semana para prepararte. La boda será rápida. Íntima. Discreta. Quiero esto resuelto antes de fin de mes.
—¿Y si me voy? —pregunté. No sabía de dónde saqué el coraje, pero allí estaba.
—Entonces tu madre saldrá del centro. Y cuando recaiga, porque lo hará, no digas que no te advertí.
Silencio.
Un silencio denso, como un cuarto sin ventanas, sin oxígeno.
No lloré. No supliqué. Me limité a asentir muy despacio, mientras sentía cómo la parte de mí que había luchado por ser libre, empezaba a cerrarse como una flor envenenada.
Rael bajó la mirada por un momento, como si algo en mí le hubiera tocado un rincón oculto, uno que no mostraba. Pero cuando volvió a mirarme, su expresión era la misma: segura, firme, serena.
—Nos veremos pronto, Corinne —dijo.
Y salió, como si acabara de cerrar una gran compra.
Me quedé de pie en esa oficina helada, frente a un padre que acababa de venderme, y un futuro que no había elegido.
Y aun así, lo más duro era saber que… por mi madre, lo haría.
Lo haría todo.