+CLAIRE+
Salí del auto hecha una furia. ¿Qué clase de hombre era ese? Tan ordinario que ni su maldito traje de diseñador lograba disimular lo imbécil y estúpido que era. Me hervía la sangre, sentía cómo me ardía la cara de la rabia y la humillación. ¿Cómo había podido bajarme de ese auto? Maldita sea, ese hombre me provocaba un dolor que no era solo físico, sino algo más profundo, una mezcla de desprecio y deseo reprimido que no quería reconocer ni para mí misma.
Mierda. ¿Dónde estaba? Miré alrededor. Sentí que me temblaban las piernas. Mi cartera… ¡mi cartera seguía en el auto! Solo tenía mi celular en las manos. ¿Qué iba a hacer? No podía simplemente quedarme ahí, parada, vulnerable, a la espera de qué? ¿De que ese idiota volviera por mí?
Con manos temblorosas, marqué el número de mi asistente. “Mujer, no sé dónde estoy, no sé qué hacer, me chocaron, un desconocido se ofreció a llevarme, pero no resultó bien y ahora… estoy sola”.
Ella no dudó ni un segundo.
—Jefa, hagamos algo rápido. Detenga un taxi, alguien estará en la entrada de la empresa y pagará el viaje.
Asentí con rapidez, aunque estaba sola y nadie me veía. Corté la llamada justo cuando ella comenzaba a dar órdenes. Tenía que mantener la reunión, no podía dejar que se fuera al diablo.
Miré la calle. El viento frío me azotaba la cara, y sentí cómo la falda me apretaba incómoda. Mi mente estaba en caos. ¿Cómo se detiene un taxi? Espera… En las películas siempre levantan la pierna y se suben la falda para llamar la atención. Pero no, yo no soy ninguna chica de la vida alegre para hacer eso.
Agité la mano, pero no era suficiente. Grité como si fuera una vendedora ambulante. Por un instante, me sentí ridícula. La desesperación me empujó a hacer lo impensable.
Finalmente, después de varios intentos y con ganas de llorar, un taxi frenó frente a mí.
Subí sin mirar atrás. Aún esperaba que todo aquel infierno terminara pronto.
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El taxímetro corrió, y después de quince minutos, el auto se detuvo frente a la entrada de la empresa. Respiré hondo, intentando recomponerme. La recepcionista apareció casi de inmediato, con esa eficiencia que solo tienen las mujeres que viven entre papeles y llamadas interminables.
Le pagó al taxista sin que yo tuviera que mover un dedo.
Salí del auto y le di las gracias con una sonrisa forzada.
—No se preocupe, jefa —me dijo con un tono que intentaba ser tranquilizador.
—Es que me chocaron y tengo una junta importante —le respondí, aún con la voz temblorosa.
Ella asintió y me dio la noticia que necesitaba escuchar para apurar el paso.
—Su asistente me dijo que ya llegó el último inversionista. Tiene que apresurarse.
Apreté los labios. No podía fallar ahora, ni siquiera después de ese desastre mañanero.
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Salgo del ascensor intentando que nadie note cómo me tiembla la pierna derecha. Me detengo un segundo para alisar mi falda con ambas manos, inspiro hondo y camino directo a la sala de juntas. Nada de lo que pasó esta mañana puede reflejarse en mi rostro. La empresaria poderosa, segura de sí misma, la que no necesita a nadie, vuelve a escena.
Me detengo frente a la puerta. Respiro.
Sonrisa.
Entro.
—Buenos días a todos —digo con la mejor voz que tengo, esa que suena clara, firme y cálida a la vez.
Todos los inversionistas estaban conversando entre sí. Algunos levantan la vista cuando me escuchan, otros ya sabían que algo había pasado. A veces creo que Elodie tiene línea directa con el más allá.
—Les pido disculpas por el retraso —continúo, con esa sonrisa educada que he perfeccionado con los años—. Tuve un accidente automovilístico. Estoy bien, solo fue un susto. Mi auto tuvo problemas y, bueno, terminé subi… —hago una pausa— … tomándome un taxi. Como en los viejos tiempos.
Ríen suavemente. Yo también lo hago, aunque por dentro sigo recordando la escena patética en la calle gritando como una vendedora ambulante. Respiro. Ya estoy aquí. La sala está llena de trajes de diseñador, relojes suizos y egos del tamaño del Empire State. A eso me enfrento todos los días, y lo domino. Este es mi mundo.
—Ya que estoy aquí… —bromeo, alzando la ceja—. ¿Empezamos?
Justo entonces, como un espectro perfectamente programado, aparece Elodie a mi espalda. La siento, antes de verla. Como siempre. Alta, impecable, labios rojos perfectos, su perfume sutil, pero firme, como ella. Me entrega la tableta sin decir una palabra al inicio, pero su mirada me lo dice todo: pasó algo.
—Gracias, Elodie —murmuro bajito.
—Antes que empiece —susurra con voz dulce y profesional—, debe presentar al nuevo inversionista. Si desea que invierta, debe tratarlo bien. El dinero que él coloque será una ayuda significativa para las empresas… y para la línea que viene.
—Dime, siii, ha eso hemos venido, convencer al inversionista para que forme parte de nuestro equipo —pregunto entre dientes, sin borrar la sonrisa de mi rostro. Me inclino hacia ella—. ¿De quién estás hablando?
Ella se gira un poco, me mira y dice con esa voz angelical que me da ganas de gritar:
—Señora Claire… le presento al señor Alexander Moreau.
Silencio.
Silencio interno. El tipo de silencio que se siente en los terremotos justo antes de que todo se desmorone. Me doy la vuelta lentamente. Mis piernas se sienten como dos ramas secas. Y entonces lo veo.
Él se está levantando.
Lento. Como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Como si supiera que me va a descomponer.
Maldita sea.
Es él.
El idiota del auto.
El imbécil. El cerdo. El grosero, el deslenguado, el malnacido que me llamó menopáusica y me dejó varada como si fuera un perro callejero. No puede ser. No puede ser, no puede ser. ¡¡¡No puede ser!!!
Trágame tierra.
El corazón me late en la garganta. Siento que me falta el aire. El mundo gira.
Alexander. Moreau. El inversionista que necesitamos. El que representa una millonada. La nueva expansión depende en parte de él. Y yo lo insulté. Lo escupí verbalmente. Lo abofeteé.
Estoy acabada.
Trago grueso. Literalmente. Se me fue hasta el alma.
Casi me caigo. Me sostengo del respaldo de una silla mientras él camina hacia mí. Por supuesto que camina como si fuera el dueño del universo. Y en parte, lo es. Tiene esa sonrisa cínica que me revuelve el estómago, y su traje claro, ese que debería hacerlo parecer un caballero, ahora me parece una provocación. Como si me dijera: sí, soy todo lo que dijiste… y aún así estás jodida.
Llega frente a mí y me tiende la mano.
Yo no me muevo.
Ni respiro.
Ni pestañeo.
—Un placer, señora Claire —dice, con voz grave, arrastrando un tono burlón que solo yo percibo.
Lo odio.
Lo odio con todo lo que soy.
Le estrecho la mano. Mi sonrisa es de piedra. Su mano es cálida y firme. ¡Maldito seas!
Los demás inversionistas aplauden. Como si todo fuera perfecto. Como si fuéramos socios felices que comparten valores y café orgánico.
Yo quiero arrancarme los tacones y correr. Pero no. Me siento. Elodie, muy oportuna, se agacha a mi lado y me susurra:
—Vaya, jefa. Tiene que empezar con la reunión.
¿¡QUÉ!?
¿¿Yo?? ¿¿Ahora?? ¿Después de esto?? ¿Después de quedar como una estúpida frente a todos, y especialmente frente a ÉL?
Estoy muda. Ni voz tengo. Nada. Vacía.
Miro la pantalla de la tableta. No entiendo nada. ¿Qué es esto? ¿Un gráfico? ¿Un Excel? ¿Una obra de Picasso?
Estoy acabada.
Pero sonrío. Siempre sonrío. Porque soy Claire. Y las Claire no lloran. Las Claire respiran hondo, se acomodan el cabello y hablan con voz firme aunque tengan el alma hecha pedazos.
Trago otra vez. Me obligo a levantar la vista.
Alexander ya está sentado. Sonríe. Bastardo. Me lanza una mirada como si me dijera: ¿Y ahora qué, reina del hielo? ¿Todavía puedes fingir que no quieres correr?
Toco la mesa con los dedos. Me aclaro la garganta. Pongo mi voz más profesional, esa que entrené en años de presentaciones con tiburones.
—Como decía… estamos aquí para presentarles la nueva fase del proyecto, una línea de cosmética enfocada en la elegancia, la innovación y la sostenibilidad. Nuestro objetivo…
Pero mi cabeza no puede seguir.
Lo escucho todo como si yo misma estuviera en otro cuerpo.
Sigo hablando. No sé cómo. Tal vez Elodie tomó el control del prompter mental y me está guiando sin que lo sepa. Tal vez mi cuerpo va solo. Pero mi mente está atrapada en ese nombre: Alexander Moreau.
Una parte de mí grita que lo mate con la mirada. Otra parte quiere que me vuelva a insultar… porque eso es más fácil que verle sonreír así.
Una parte quiere salir corriendo.
Otra parte…
… no quiere.
Y esa parte me asusta más que cualquier otra cosa.