Con un suave y lento suspiro, acompañado de un tenue ronroneo, me doy vuelta sobre la cama y tanteo el lado vacío del colchón. Abro los ojos y miro; Hunter ya no está. Al igual que en nuestra primera noche, se ha marchado sin decir adiós o sin decir más nada. Por un momento me parece que solamente ha sido un sueño caliente que he tenido con él, pero, la pegajosidad entre mis muslos, el ardor sobre mi piel por la fricción que sus dientes, sus rasposas manos y su pecadora boca dejaron en ella con cada chupón, con cada mordida, con cada amasada y con cada apretón, me dice que de sueño, lo que hemos hecho toda la noche, tiene lo mismo que yo tengo de santa. Hasta hace no mucho tiempo, Hunter McKnight estuvo en esta habitación, haciéndome cosas que uno nunca podría confesarle a un cura dentro

