Palabras que Florecen en Invierno
Los corredores de la mansión Ashcombe eran largos y silenciosos por la tarde, como si el eco del día se escondiera entre los tapices y los muebles antiguos para dormir. Las sombras del atardecer entraban por los vitrales, tiñendo el suelo de rojo, azul y oro. Isabella caminaba sola, con las manos entrelazadas al frente, los dedos jugueteando con el cordón de encaje que caía de su manga. Había terminado una clase con Lady Honoria sobre la historia de las familias nobles del condado - una lección más de las muchas que componían su nuevo “entrenamiento”- y su cabeza aún palpitaba con nombres, fechas y normas no escritas.
Estaba cansada, pero no del cuerpo. Era un cansancio más profundo. Como si su alma estuviera aprendiendo a ocupar un lugar que no le pertenecía del todo.
A la altura del segundo ventanal, donde las glicinas trepaban por la piedra del muro exterior, lo sintió.
Rowan.
No lo oyó venir. Su esposo nunca hacía ruido cuando caminaba, como si el suelo respetara sus pasos. Y, sin embargo, su presencia era inconfundible: una mezcla de perfume suave, calor corporal y ese magnetismo que parecía emanar de su piel, como un conjuro.
- Isabella.
Su voz fue baja, apenas un murmullo. La joven se giró y lo encontró allí, a menos de un metro, con el rostro iluminado por los colores del vitral. Su cabello oscuro caía sobre la frente y en sus ojos, verdes como la turba húmeda del bosque, brillaba algo extraño. No burla. No indiferencia. Algo más... contenido. ¿Inquietud?
- ¿Te asusté? - preguntó, acercándose un paso más.
Isabella negó con la cabeza, aunque su corazón dio un brinco contra las costillas. El conde no solía buscarla en los pasillos. Siempre había un pretexto: una carta, una cena, una aparición cuidadosamente orquestada. Pero esa vez parecía distinto.
Rowan la observó con detenimiento. Su mirada recorrió su rostro, sus hombros cubiertos por una capa ligera de encaje, el cuello expuesto por un peinado trenzado que Lady Honoria había ordenado que llevara ese día. Isabella tragó saliva, sintiéndose de pronto demasiado visible.
- Te ves hermosa. - dijo y no hubo ironía en su voz.
La joven bajó la mirada, un rubor surgiendo como una flor inesperada en sus mejillas.
- Gracias… no esperaba verte a esta hora.
- Yo tampoco. Pero a veces... los impulsos ganan.
La frase era ambigua, como muchas de las que él decía. Pero algo en su tono la congeló. Rowan avanzó otro paso. Sus dedos rozaron la tela de la manga de ella, apenas un contacto. Como si pidiera permiso.
- Hay algo que necesito decirte. - añadió y ahora su voz era más grave, más lenta.
Isabella lo miró con cautela, la advertencia de la abuela aún viva en su mente.
No esperes ternura donde hay cálculo, le había dicho Lady Honoria.
Pero… ¿Y si no era cálculo? ¿Y si había algo más?
Rowan tomó su mano con suavidad, como si la sostuviera por primera vez. Y en ese gesto no hubo deseo, ni arrogancia. Solo una ternura desarmante. Como si ella fuera de cristal.
- Hay algo que he querido decirte desde hace algún tiempo...
- ¿A mi?
El joven sonrió y le acarició la mejilla con el dorso de la mano, suave, delicado.
- Te amo.
Isabella parpadeó. El mundo pareció inclinarse hacia un costado. Las palabras flotaron entre ellos como pétalos, suspendidos en el aire. Le habían dicho cosas bonitas antes. Incluso Rowan lo había hecho: cumplidos, promesas veladas, caricias insinuadas.
Pero eso… nunca.
- ¿Qué…? - alcanzó a decir, apenas un susurro.
- Te amo, Isabella. Lo descubrí… hace días. Tal vez desde antes. Me he resistido a sentirlo, por orgullo, por miedo. Pero no puedo seguir callándolo.
Sus ojos no se apartaron de los de ella. No había rastro de mentira visible. Ni una sonrisa, ni una mirada esquiva. Solo una intensidad que la dejó inmóvil. Ella sintió que su pecho se apretaba.
¿Era posible? ¿Y si todo lo que Lady Honoria decía era solo su visión cínica del amor? ¿Y si Rowan estaba cambiando? ¿Y si, en medio de todo, él… realmente sentía algo?
- Rowan, yo…
No pudo terminar. Él se inclinó y la besó. No como lo hacía en la intimidad de las noches, no con urgencia ni hambre. Ese beso fue otra cosa. Un roce lento, contenido, como si sus labios apenas la tocaran, como si temiera que se rompiera. Fue un beso de seda y fuego controlado, de ternura retenida. Un beso que dolía por lo suave.
Cuando se separó, la miró como si acabara de revelar un secreto antiguo.
- No quiero que dudes de mí. No más. Sé que he cometido errores, que no he sido... el hombre que mereces. Pero te prometo, Isabella, que intentaré serlo. Por ti.
Ella lo miró, sintiendo como algo dentro de sí se derretía. Como si la coraza tejida por las lecciones de la abuela, por la prudencia, por la necesidad de no confiar, se agrietara.
Asintió en silencio.
Rowan le acarició la mejilla con el dorso de los dedos de nuevo como si cerrara la confesión y luego se alejó sin decir más. Caminó por el pasillo con paso tranquilo, seguro. No volvió la vista atrás.
Y ella, sola en el corredor teñido de colores, sintió que el corazón le latía distinto. Como si algo hubiera cambiado de forma en su interior.
Lo que no sabía - lo que no podía ver - era la ligera curva en los labios de Rowan mientras se alejaba. Una curva fría. Calculada.
Sabía que ella lo había creído.
Y ese era el primer paso para lo que vendría después.
Una Prisión de Seda
Los días siguientes al “te amo” fueron distintos. No cambiaron de golpe - nada en esa casa lo hacía, pero se sintió un deslizamiento suave, como si las losas frías del suelo hubiesen empezado a calentarse bajo sus pies.
Rowan no volvió a besarla en público. No insistió, no presionó, no cruzó líneas peligrosas. Pero estaba. Con una constancia peligrosa. Desayunaba con ella cuando podía, dejaba flores frescas en su tocador - no rosas, sino peonías, lirios blancos y lavanda y la miraba como si fuera la única figura que mereciera atención en un cuadro lleno de formas.
Isabella comenzó a esperarlo.
Comenzó a vivir para esos pequeños gestos.
- Lo estás enamorando, niña. - le había dicho Lady Honoria dos días antes, cuando la sorprendió tarareando mientras escogía un broche para su vestido - Y si es así, haz que se esfuerce más. Los hombres que dan mucho rápido suelen quitarlo igual de deprisa.
Isabella no había respondido. Pero dentro de sí algo había vibrado. ¿Y si no era solo interés? ¿Y si Rowan sí la amaba, como había dicho?
La tarde del martes llegó con sol tenue. Isabella caminaba por los jardines del ala oeste, envuelta en un chal color marfil, los dedos jugando con los flecos mientras sus pensamientos la arrastraban. Había comenzado a escribir un diario. Pequeñas frases, pensamientos sueltos, como si necesitara comprobar que lo que vivía era real.
En una banca de piedra bajo el roble centenario, la esperaba un sobre blanco, con su nombre escrito a mano en tinta sepia.
"Para ti, Isa. Siempre."
Lo abrió con cuidado.
“A veces, creo que los jardines florecen más cuando tú los cruzas.
Ojalá pudiera atrapar tus pasos en las hojas, para oírlos cada vez que estoy lejos.
Te espero esta noche.
- R.”
Isabella presionó el papel contra su pecho. Le temblaban las manos. Era como vivir en una novela. Como si todas las palabras románticas que había leído cobraran forma, una por una, en la figura de aquel hombre que antes le parecía frío y lejano.
Esa noche, cuando descendió al salón principal, lo encontró allí. Rowan se volvió apenas la vio y sus ojos brillaron como si el mundo se iluminara solo por su presencia.
- Estás preciosa. - dijo él, acercándose con una copa de vino en la mano - ¿Puedo tener el honor?
La llevó al invernadero, transformado para la ocasión. No había nada grandioso, pero sí cuidadosamente pensado: luces tenues colgaban como luciérnagas entre las ramas, una pequeña mesa para dos con porcelana de hilo dorado y música suave filtrándose desde un gramófono antiguo.
Isabella se sentó en silencio, sobrecogida.
- ¿Tú… hiciste esto? - preguntó, sin aliento.
- Con ayuda. Pero cada elección fue mía.
Rowan se sentó frente a ella, cruzando las piernas con elegancia. Sirvió vino, pan, queso, frutas. Ningún banquete. Solo cosas simples, hermosas. Íntimas.
Durante la cena, no hablaron de obligaciones ni de familia. Él le preguntó por su infancia, por su madre, por su primer libro favorito. Escuchaba de verdad, sin interrumpirla y cada tanto, dejaba caer un elogio disfrazado de observación.
- Cuando ríes, mueves la cabeza igual que en los retratos de tu madre joven. Lo noté la primera vez que te vi.
Ella se enrojecía con cada frase. Y a la vez, algo en su interior comenzaba a aflojarse. Como un nudo demasiado tenso, como un músculo agotado que por fin encontraba reposo.
No era solo ilusión. Era algo más profundo.
Era fe.
Al terminar, él no intentó besarla. Solo le ofreció el brazo, caminó con ella hasta la entrada de su habitación y antes de dejarla ir, le susurró:
- Gracias por confiar en mí, Isa.
Y se fue.
La joven cerró la puerta, apoyó la espalda contra la madera y deslizó las manos por su pecho. Lloró en silencio. Lágrimas dulces, lágrimas de entrega. Por primera vez, creyó que podía amarlo sin miedo.
Lo que no sabía era que, al otro lado del ala, Rowan entraba a su despacho con el rostro tenso.
Cerró la puerta, caminó en círculos y al final se sirvió una copa fuerte.
Sabía lo que estaba haciendo.
Sabía que cada palabra, cada gesto, era parte del lazo que necesitaba tejer antes de que la abuela de Isabella sospechara demasiado. Lady Honoria no era tonta. Había visto el modo en que lo observaba durante las cenas, cómo medía sus silencios, cómo captaba los gestos entre él e Isabella como si leyera partituras en su cabeza.
Si no la enamoraba antes de que Honoria tomara el control total… perdería su única ventaja.
Pero había algo que no había calculado.
El nudo en su pecho tras verla llorar de felicidad.
El modo en que su voz le tembló al leer la carta.
Eso… eso no era parte del plan.
Rowan cerró los ojos, exhaló lento y murmuró al vacío:
- No te encariñes.
Pero en el fondo de su conciencia, una parte más honesta de sí mismo susurró que ya era tarde.
Y al día siguiente, le envió un pequeño cuaderno encuadernado en piel con sus iniciales, con una nota sencilla:
“Para que escribas cada cosa hermosa que te haga feliz. Yo quiero ser muchas de ellas.”