La Anfitriona de Muchas Más
Los candelabros del salón de música lanzaban destellos dorados sobre las paredes enteladas, haciendo que cada objeto pareciera más antiguo y valioso de lo que realmente era. El perfume tenue de los lirios blancos se mezclaba con el de las maderas enceradas y el humo del incienso que una criada encendía cada mañana, por costumbre más que por devoción.
Isabella estaba sentada en el diván, con el corsé ajustado y la espalda erguida hasta que los omóplatos dolían. Frente a ella, como una estatua coronada de encaje y poder, Lady Honoria Ashcombe la observaba con la severidad de un general frente a un soldado novato.
- Tome el abanico. - ordenó la anciana sin alzar la voz.
Isabella lo obedeció. Tenía las manos frías, pero la piel de los dedos le sudaba. Abrió el abanico de sándalo con un leve crujido, como si el objeto respirara. Era blanco, con detalles en hilo de plata. Demasiado elegante para una simple prueba.
- Ahora agítelo tres veces con gracia. Ni muy lento ni muy rápido. Lo suficiente para que un caballero en la distancia lo vea, pero no para que crea que lo invita a acercarse. Solo lo mantiene interesado.
Isabella lo intentó. La muñeca le temblaba. El abanico parecía un ala rota.
- De nuevo.
Suspiró, más por frustración que por cansancio. Lo hizo otra vez.
- Mejor. No del todo, pero mejor.
Lady Honoria no era cruel. No lo necesitaba. Su compostura era suficiente para hacer que Isabella se sintiera como una colegiala torpe. Sin embargo, en medio de aquella exigencia implacable, había algo más: una intención cuidadosa, como si cada corrección fuera una semilla lanzada con cálculo.
- ¿Sabe por qué necesita dominar esto, señora de Ashcombe?
Isabella dudó. Aún no se acostumbraba a que la llamaran así. Señora de Ashcombe. Un título que sonaba más a jaula que a corona.
- Porque soy la anfitriona de esta casa.
- No. Porque lo será de muchas más.
Isabella alzó los ojos. La anciana no le devolvió la mirada. Observaba la ventana con expresión distante, como si viera a través de los muros del presente y vislumbrara un futuro que aún no existía.
- Usted no se casó con un hombre común, ni con un título cualquiera. Rowan puede parecerle un libertino calculador. - y aquí sus labios se curvaron en una media sonrisa helada, pero también es el heredero de una de las casas con más peso en esta parte del Reino. Y si bien el apellido Ashcombe ya no resuena como en los días de mi juventud, aún hay oídos que se giran cuando lo escuchan.
La pausa no fue para respirar. Fue para que Isabella comprendiera el peso de lo que acababa de decir.
- La sociedad puede tolerar a un conde escandaloso. Pero jamás a una condesa vulgar, torpe o ingenua. Usted tiene gracia, modales, y una educación aceptable. Pero eso no basta. El arte de gobernar una casa noble está en los detalles invisibles: en una mirada que retiene a un invitado que está por decir algo indebido, en la elección de una melodía en el momento justo para apagar una conversación peligrosa. En una sonrisa a destiempo que puede sellar o romper un acuerdo.
Isabella tragó saliva. Se sentía como si estuviera rindiendo un examen cada vez que abría la boca.
- ¿Y si me equivoco?
- Se equivocará. Y cada error será un rumor. Pero si los cubre con gracia, se transformarán en anécdotas encantadoras. A nadie le gusta una mujer perfecta, querida. La perfección provoca envidia. Usted debe ser admirable... pero humana.
La joven bajó la vista. El abanico descansaba sobre su falda como un trofeo ganado a medias. ¿Era esto lo que significaba ser esposa? ¿Un aprendizaje constante de normas tácitas, de silencios útiles, de estrategias sociales? Rowan no le había advertido de nada de esto. Su esposo había sido encantador al principio, atento, incluso dulce.
Y ahora, su abuela tomaba el mando.
- ¿Por qué me ayuda? - preguntó en voz baja, incapaz de reprimir la duda que le arañaba el corazón desde que había comenzado aquel “entrenamiento”.
Lady Honoria la observó con expresión inmutable. Se tomó un momento antes de responder. Luego, se inclinó apenas hacia ella.
- Porque, aunque no lo sepa aún, está en guerra. Y no hay guerra más despiadada que la de las familias nobles.
Isabella se estremeció.
- ¿Con quién?
- Con quienes desean su caída. Y créame, son más de los que imagina. Mujeres que envidian su lugar. Hombres que cuestionan su procedencia. Familiares que ansían su fracaso para elevar sus propios nombres. Y... - hizo una pausa más larga - …con el hombre con el que se ha casado.
Isabella sintió un vacío en el estómago.
- ¿Cree que Rowan...?
- Creo que Rowan hace lo que cree conveniente para sí mismo. Como todos los Ashcombe. No espere ternura donde hay cálculo. Pero eso no significa que no pueda usar sus reglas para protegerse. Yo lo hice. Mi esposo tenía tres amantes y una cuenta secreta en Francia. Nunca le faltó un beso en la mejilla ni un lugar en mi mesa. Y, sin embargo, fue mi nombre el que sostuvo esta casa cuando todo se tambaleaba.
La anciana se puso de pie. Isabella también. El vestido de satén azul de la joven cayó como agua sobre sus caderas.
- Usted tiene más poder del que imagina, querida. Y más ojos sobre usted de los que puede ver. Así que aprenda. Escuche. Calle. Y cuando tenga que hablar… que su voz valga más que el susurro de cien doncellas.
La dejó allí, con el abanico entre los dedos y el eco de sus palabras clavado en el pecho. Isabella no supo si temblaba de miedo o de anticipación.
- Aprenderé, Lady Ashcombe. - le dijo levantando la cabeza con seguridad. - Quiero Rowan se sienta orgulloso de mi.
- No lo hagas por él, querida. Hazlo por ti. El amor pasa transformando los corazones. No todos son de flores.
La joven asintió en silencio.
Las palabras de la mujer mayor hicieron mella en su alma.
Porque por primera vez desde que había llegado a esa casa, comenzó a comprender que no era solo una esposa…
Era una pieza. Y ahora, gracias a la abuela de Rowan, tal vez aprendería a ser jugadora en vez de espectadora.