Antes del sueño… el susurro falso del afecto
Perspectiva de Isabella
La chimenea ardía suave, lanzando sombras danzantes sobre los muros de la habitación nupcial. Isabella se sentó al borde de la cama, cepillando su cabello con movimientos lentos. El silencio era espeso, como si algo flotara en el aire. Desde su llegada a Ashcombe Hall, cada noche había sido una incógnita: a veces Rowan no aparecía, otras veces su presencia era física pero su mente parecía distante, como si lo devorara otra vida más allá de esas paredes.
Pero esa noche… esa noche algo era distinto.
Cuando él entró, no llevaba el ceño fruncido ni la camisa aún abierta de prisas mal disimuladas. No. Entró despacio, con pasos silenciosos, el abrigo de terciopelo en una mano y el otro brazo libre, sin tensión. Su expresión era suave, neutral… contenida.
Isabella dejó el cepillo a un lado y se cubrió los hombros con la bata. No dijo nada, esperando.
Rowan caminó hasta la cama y se detuvo frente a ella. La miró en silencio, con una expresión que no supo interpretar. Por un momento, pareció que iba a hablar. Pero no lo hizo.
En lugar de eso, levantó la mano lentamente y, con una delicadeza casi desconcertante, retiró un mechón suelto de su rostro. Sus dedos rozaron apenas su mejilla. Fue un contacto mínimo… pero intenso.
Ella parpadeó, confundida. Su respiración se detuvo un instante.
- Estás hermosa con el cabello suelto. - dijo en voz baja.
Isabella frunció los labios con una mezcla de pudor y sorpresa. Aquella no era la voz fría ni el tono impersonal al que comenzaba a acostumbrarse. Era algo más… algo que rozaba el afecto. ¿Estaba fingiendo? ¿O… había cambiado?
- Gracias… milord. - musitó.
El joven sonrió levemente y eso fue aún más desconcertante. ¿Desde cuándo sonreía así? ¿Desde cuándo la miraba como si le importara algo más que su propio cuerpo?
- Puedes llamarme Rowan. - dijo - Ya no hace falta la formalidad… no aquí.
Se sentó junto a ella. Por instinto, Isabella se hizo ligeramente hacia un lado, como esperando la brusquedad que ya conocía. Pero esta vez, no hubo presión. No hubo manos posesivas ni gestos de reclamo.
Rowan tomó su mano con lentitud, entrelazando los dedos.
- Sé que estas semanas no han sido fáciles. - murmuró, sin mirarla directamente - Para ti… menos que para mí.
Las palabras le revolvieron algo en el pecho. No porque sonaran sinceras, sino porque no sabía si debía creerlas.
- No entiendo… a veces pareces alguien diferente. - susurró, sin poder evitarlo.
Rowan giró el rostro hacia ella y por un momento, sus ojos parecieron vacilar. Luego volvió a su papel con perfección.
- Estoy aprendiendo, Isabella. - dijo, con voz suave - Tal vez no fui el esposo que merecías… pero quiero serlo.
Y antes de que pudiera responder, Rowan se inclinó y besó su frente. Un beso leve, casto, que no buscaba nada a cambio. Un gesto que la dejó completamente inmóvil.
Se incorporó sin decir más, caminó hacia el lado derecho de la cama, y se recostó en silencio.
Isabella se quedó sentada, el corazón palpitando con fuerza bajo la tela de su bata. No por amor, ni deseo. Sino por desconcierto. Por una nueva inquietud.
Ese beso no dolía como sus otras caricias.
Dolía más.
Porque por un instante, casi deseó que fuera real.
Y sabía, con una punzada en el alma, que, si seguía mostrando esa ternura, podría comenzar a confundirla. Podría empezar a creer. Y entonces… ¿Qué sería de ella cuando descubriera que solo era parte de una gran mentira?
Isabella apagó la vela con manos temblorosas. Y se recostó al borde de la cama, sin atreverse a acercarse.
Rowan ya dormía. O fingía dormir.
El umbral de los sueños
La niebla se enroscaba suavemente en los jardines de Ashcombe Hall cuando el carruaje cruzó los portones de hierro forjado. Isabella, sentada con la espalda recta y las manos enlazadas sobre su regazo, contuvo el aliento. La mansión emergía entre la bruma como un castillo encantado: sus torres de piedra gris, sus ventanales altos, el tejado cubierto de musgo. Todo parecía sacado de las novelas románticas que solía leer a escondidas. Aún no se acostumbraba a verla.
Rowan, sentado a su lado, le dirigió una mirada de soslayo. No dijo nada, pero la forma en que cubrió su mano con la suya - grande, cálida y firme - fue suficiente para que un leve temblor le recorriera el pecho.
- Ashcombe es tu hogar ahora, cariño. Te sorprendes cada vez que regresamos a casa. - dijo él al fin - Todo cuanto ves te pertenece, mi señora.
Isabella giró el rostro hacia él, incapaz de evitar el rubor que ascendía por su cuello. Mi señora. La forma en que lo decía, como si esas palabras tuvieran un peso antiguo, sagrado, despertaba en ella algo más que orgullo: esperanza.
Al bajar del carruaje, un grupo de criados perfectamente alineados aguardaba. La ama de llaves, el mayordomo, la doncella personal asignada.
Pero Rowan, elegante y sobrio, mantuvo su mano sobre la cintura de Isabella en todo momento. Su cercanía parecía un escudo. Cuando entraron al gran vestíbulo, decorado con retratos de antiguos condes y damas de rostro severo, Rowan se volvió hacia ella con una expresión amable, casi suave.
- La casa espera tu toque. - murmuró - Los salones son fríos sin el calor de una anfitriona.
Y así fue como comenzaron las expectativas.
Durante la primera semana, Isabella fue instruida sobre cada rincón de la casa, las tareas del personal, la disposición de las comidas, el protocolo de las visitas. Tenía que revisar menús, decidir flores, recibir a las damas vecinas. El ama de llaves la corregía con cortesía, pero con firmeza. La tía Evangeline le recordaba, con una sonrisa que no alcanzaba los ojos, que la condesa siempre da el tono social del hogar.
Y sin embargo… no se sentía sola.
Rowan la sorprendía cada noche con un gesto inesperado: un paseo por los invernaderos, un libro de poesía sobre la mesita, una mirada sostenida cuando nadie más miraba. Sus palabras eran medidas, pero su atención era constante. Cada gesto parecía decir: me importas.
Una tarde, al encontrarla en la biblioteca, Rowan la observó desde el umbral. Isabella estaba sentada junto al ventanal, hojeando un libro de arte, con un mechón de cabello suelto sobre la mejilla.
- No sabía que te gustaban los grabados renacentistas. - comentó él, acercándose.
La joven levantó la vista, sorprendida.
- Sí… los colores, la expresividad. Me hacen imaginar historias.
Rowan sonrió, esa sonrisa rara que parecía quebrar levemente su fachada de conde calculador.
- Tal vez algún día tú y yo tengamos una historia que merezca ser pintada.
Isabella no supo qué responder. El corazón le latía con fuerza. Era fácil creer que él hablaba en serio, que debajo de su reserva había un hombre que la observaba, que la elegía.
Esa noche, mientras se despojaba de sus joyas frente al espejo, recordó sus sueños de infancia: casarse por amor, ser deseada, compartir secretos con su esposo…
¿Y si Rowan de verdad la miraba así? ¿Y si el amor podía nacer después?
La ilusión empezó a enraizarse.
Las expectativas se convirtieron en deseo.
Y el deseo, en una promesa silenciosa.
Porque cuando él le tomaba la mano en los eventos, cuando apartaba una silla para ella, cuando le susurraba una broma al oído provocando su risa tímida… Isabella empezaba a creer que el amor no era un cuento de niñas.
Era algo que podía florecer en medio de una galería de retratos antiguos, entre los candelabros encendidos, bajo las manos de un esposo que parecía empezar a verla de verdad.