El fuego y la flor
Primera noche, intimidad
La habitación había quedado en penumbra. Solo la chimenea lanzaba sombras anaranjadas sobre las paredes enteladas, danzando sobre los marcos dorados y el dosel del lecho nupcial.
Isabella permanecía de pie junto al lecho, aún envuelta en la bata de encaje, sus dedos entrelazados con nerviosismo. Su corazón palpitaba como si fuera un ave enjaulada. Lo escuchó acercarse antes de verlo, el leve crujido de la alfombra al pisarla con lentitud. Rowan se detuvo frente a ella y por un instante no dijo nada. Solo la miró.
- Eres hermosa. - dijo al fin, con voz baja, más grave de lo usual.
La joven bajó la mirada. Nunca se había sentido tan observada, ni tan consciente de su propia piel. De su fragilidad. Rowan alzó una mano y le apartó un mechón de cabello que le caía sobre la sien. Sus dedos fueron suaves, pero la forma en que la tocó, con una firmeza sin titubeos, hizo que algo en su interior se tensara.
- ¿Puedo? - preguntó, sus ojos fijos en los de ella.
Isabella asintió con timidez. Rowan desató el lazo de la bata sin prisa, con una concentración tan serena que parecía ceremonial. La tela resbaló por sus hombros y cayó al suelo con un susurro. Ella se estremeció, cubriéndose con los brazos por puro instinto.
- No lo hagas. - murmuró él, tomando sus muñecas con delicadeza, separándolas despacio - No tienes de qué avergonzarte.
Su tono era dulce, pero el gesto - la forma en que controló sus brazos, sin pedirlo, sin vacilar - hizo que un estremecimiento le recorriera la espalda. No era brusco. Pero era... firme. Como si cada movimiento suyo llevara implícita una decisión ya tomada. Como si, sin violencia, impusiera su voluntad.
Rowan se acercó y su cuerpo, apenas cubierto por la camisa blanca abierta en el cuello, rozó el de ella. Su calor la envolvió. Sus labios descendieron hacia su cuello con lentitud y por primera vez, Isabella sintió cómo el mundo se estrechaba a ese contacto.
Rowan no se apresuró. Exploró cada gesto, cada suspiro, cada temblor de su cuerpo como si fuera un mapa que debía memorizar. Pero incluso en su dulzura, había algo que la hacía sentir... poseída. No en el sentido cruel, sino ancestral. Como si, al entregarse, una parte de ella ya no fuera del todo suya.
Cuando la llevó al lecho, lo hizo en silencio. La ayudó a acostarse, y luego, con paciencia calculada, se desvistió frente a ella. Isabella apartó la mirada con pudor, pero él no rio ni hizo comentario alguno. Subió a la cama y, de nuevo, la besó.
- Dime si algo no está bien. - susurró contra su oído.
La joven no sabía qué era “bien” aún. Solo que su cuerpo se encendía con cada roce y que el vértigo del deseo la hacía olvidar por momentos el miedo.
Pero cuando llegó el momento, cuando él la tomó, su cuerpo se tensó con dolor. El primer contacto fue más brusco de lo que esperaba. No fue intencionado, pero su cuerpo, aún cerrado al mundo, se resistió. Una punzada le cruzó el vientre y ahogó un leve gemido, apretando los labios.
Rowan se detuvo. Su respiración estaba agitada, pero sus ojos buscaron los de ella.
- ¿Te hice daño?
Isabella negó con la cabeza, aunque la incomodidad era evidente. Rowan acarició su mejilla con ternura y la besó de nuevo, como si quisiera calmarla con su aliento. Volvió a moverse, esta vez más despacio, más consciente de su fragilidad.
El dolor no desapareció del todo, pero algo en su manera de sostenerla, en la forma en que sus manos recorrieron su espalda, logró reconfortarla. Cuando terminó, no hubo palabras. Él se quedó sobre ella un momento, respirando con lentitud, el rostro hundido en su cuello. Luego se apartó con cuidado y la arropó con la manta.
Isabella no sabía qué sentir. El cuerpo le dolía, pero no era sólo físico. Era como si algo se hubiese roto dentro de ella. Una inocencia. Una puerta sellada que se había abierto para no volver a cerrarse.
Rowan se recostó a su lado y extendió el brazo para rodearla. Su calor la reconfortó, pero ella no se movió. Se quedó quieta, mirando las sombras en el techo. Sintió su mano acariciándole la espalda, lenta, casi ausente. Como si él también pensara en otra cosa.
Y por primera vez, Isabella comprendió que el matrimonio no era como en los cuentos. Había ternura, sí. Pero también algo más. Algo más oscuro. Más fuerte. Una promesa no dicha, que no estaba hecha de palabras, sino de gestos. De dominio. De fuego contenido.
Y esa noche, en el lecho de Ashcombe Hall, la niña dejó de existir.
El precio del silencio
La mañana siguiente
El sol apenas despuntaba entre los visillos de lino cuando Isabella abrió los ojos. El calor que la envolvía no era el del amanecer, sino el de un cuerpo apoyado sobre el suyo. Apenas tuvo tiempo de respirar antes de sentir las manos de Rowan sobre su cintura, firmes, urgentes, desprovistas de cualquier caricia.
- Rowan… - murmuró con voz somnolienta.
El conde no respondió. Su rostro estaba parcialmente oculto por su cabello desordenado y lo único que Isabella pudo distinguir fue la sombra de su mandíbula y la línea tensa de su boca. Había algo en su expresión que no reconocía. Algo distante, como si no estuviera realmente con ella, como si su mente vagara en un rincón al que ella no tenía acceso.
Su cuerpo se movió con brusquedad, sin palabras, sin cortesías. El peso de su deseo cayó sobre ella sin advertencia, sin ternura. Isabella contuvo un suspiro de dolor y sorpresa. Intentó buscar su mirada, pero Rowan mantenía los ojos cerrados, la respiración agitada, el ceño fruncido. Como si ella no fuera más que un instrumento de alivio. Como si la cercanía de sus cuerpos no implicara nada más que una necesidad que debía ser resuelta.
No hubo palabras dulces, ni promesas. Tampoco hubo pausa.
Y ella, aún adolorida de la noche anterior, sintió cómo cada gesto suyo, cada embestida contenida, no hacía más que desgarrarla un poco más por dentro. Su mente gritaba en silencio, pero su cuerpo seguía quieto, paralizado por la confusión, por la súbita pérdida de todo lo que había creído ver en él.
Cuando todo terminó, el joven se apartó con un suspiro seco, se sentó al borde del lecho y pasó una mano por su rostro, como quien sacude un mal sueño. Isabella, aún tumbada, apretó las sábanas con los puños. Las lágrimas no habían caído aún, pero ardían en su garganta.
- ¿Todo está bien? - preguntó con voz apagada.
Rowan se puso de pie y buscó una camisa sobre el respaldo de una silla. Al abotonarla, respondió sin mirarla:
- Te has casado con un hombre, no con un santo.
Las palabras, dichas con esa indiferencia tan cruel, la atravesaron como una lanza helada.
- Pero… fuiste diferente anoche. - musitó ella, aún temblando.
El conde se volvió entonces y por un instante, una chispa de molestia cruzó sus ojos.
- Anoche, hice lo que debía. Hoy, hago lo que necesito. - Se encogió de hombros - No esperaba que lo entendieras tan pronto.
Isabella lo observó en silencio, sintiendo cómo su corazón se apretaba. El vestido blanco que había colgado la doncella en el biombo parecía, de pronto, una burla. La boda, las miradas, las flores, todo le resultaba ajeno, lejano, como si hubiese sido una representación que había acabado en cuanto se cerraron las puertas de la alcoba.
Rowan caminó hacia la puerta, sin ofrecer disculpas, sin una última caricia. Antes de salir, se detuvo solo un segundo.
- Te mandaré algo de desayuno. Descansa.
Y se marchó.
Cuando Isabella quedó sola, el silencio fue ensordecedor. Se cubrió con la sábana, intentando acallar el temblor que la invadía. En su interior, algo se rompía con lentitud. No era solo el cuerpo lo que dolía. Era la conciencia súbita de que su esposo no era el hombre que había imaginado. Que esa noche dulce había sido una excepción… o quizá una mentira.
Y comprendió que, a partir de ahora, debía aprender a sobrevivir en un mundo de sombras y apariencias. En un matrimonio donde el deber, el deseo y el poder se entrelazaban con lazos invisibles, que la apretaban con fuerza.