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979 Words
A la Altura del Apellido Ashcombe El primer día que Lady Honoria pidió ver a Isabella en la mansión para continuar las lecciones, la doncella tartamudeó al llevar el mensaje. No porque la petición fuera inusual, sino por el tono. No había ni una gota de cortesía en la nota; era una orden. Isabella dejó el libro que apenas había comenzado y alisó su falda. Sabía que la abuela de su esposo era una presencia severa. Las criadas hablaban de ella como quien menciona una estatua que puede moverse si se la provoca. No gritaba, no se inmutaba, pero con una mirada podía desmantelar a cualquier invitado indeseado. Era la clase de nobleza antigua que no pedía respeto, lo exigía solo con existir. Cuando llegó al invernadero - un espacio inusualmente cálido en medio del marzo inglés, la encontró sentada, con un té servido frente a ella y un cuaderno de anotaciones abierto. - Tome asiento, Lady Ashcombe - dijo sin levantar la vista. Isabella tragó saliva. Lady Ashcombe. Aún le parecía ajeno. Como si se refirieran a una mujer que se parecía a ella, pero no lo era. - Gracias, mi señora. - No soy “mi señora”. Soy Honoria para mis iguales y “Lady Ashcombe” para quienes aún no lo son. Usted está en medio, así que llámeme “Lady Honoria”. Hasta que decida que ha alcanzado el título por derecho y no por matrimonio. Isabella no respondió. Sabía cuándo no debía intentar replicar. - Le daré algo que no ha pedido - continuó la anciana, cerrando el cuaderno - poder. Pero el poder, niña, es como una copa de cristal. Hermosa, frágil y peligrosamente afilada si se rompe. ¿Cree que puede sostenerla? Isabella la miró, y algo en su pecho, enterrado bajo las dudas, se encendió. - Lo intentaré. Lady Honoria entrecerró los ojos. Luego, asintió. - Eso es suficiente por ahora. Mañana empezaremos con la primera lección: cómo callar a un hombre sin decir una sola palabra. Las semanas siguientes fueron una danza constante entre lo explícito y lo no dicho. Lady Honoria la entrenó sin piedad, como si moldeara una piedra para convertirla en escultura. Cada gesto, cada inclinación de cabeza, cada palabra era pulida y analizada. - Nunca seas la más hermosa en la sala, Isabella. Sé la más interesante. - Se lo dijo mientras le enseñaba a usar el abanico, no como un adorno, sino como un arma social - Las mujeres llamativas entretienen. Las interesantes perduran. Isabella anotaba en un cuaderno todo lo que la anciana decía. No por obediencia, sino porque sentía que finalmente alguien la estaba preparando para algo real. Siempre había soñado con un amor romántico, con devoción y dulzura… pero esto era otra cosa. Esto era juego político. Y le gustaba. Le hacía sentir que podía sostenerse por sí misma, incluso si Rowan no estaba a su lado un día. Aprendió cómo caminar, cómo mirar, cómo desarmar a las otras damas sin insultarlas. Aprendió de heráldica, de alianzas antiguas, de deudas impagas entre casas nobles. Empezó a hablar con las esposas de ministros sin temer parecer ignorante. Cada evento era una nueva prueba. Y Rowan… Rowan miraba. Al principio, él lo tomó como una molestia menor. Después de todo, la abuela estaba aburrida. Era natural que se entretuviera con su joven y educada esposa. Pero a la tercera semana, algo cambió. Isabella ya no se sentaba en silencio en las cenas. No se limitaba a sonreír como una muñeca de porcelana. Ahora tomaba parte en las conversaciones, desafiaba con elegancia los comentarios de los hombres y sonreía con esa confianza afilada que antes solo conocía en mujeres mucho mayores. La escuchó hablar sobre tratados comerciales en una velada y un marqués la elogió frente a todos. - Ashcombe tiene una joya inesperada por esposa. Rowan apretó los dientes. No por celos. No aún. Era algo más profundo: pérdida de control. Esa noche, la observó mientras subía las escaleras, el vestido de terciopelo acariciando los escalones. Ella se giró solo una vez, para dedicarle una sonrisa. Y él sintió algo extraño. Como si estuviera viendo a una extraña… fascinante y peligrosa. Una tarde, entró al invernadero sin anunciarse. Isabella estaba sola, practicando el lenguaje del abanico. Al verlo, lo saludó sin sobresalto. - ¿Vienes a buscarme? El conde se acercó, con un vaso de brandy aún en la mano. No estaba ebrio, pero sí irritado. - Me dijeron que pasas cada mañana con mi abuela. - Así es. - respondió, cerrando el abanico - Pensé que lo recordabas. Te lo mencioné. - No creí que lo tomarías tan en serio. Isabella lo miró con una calma que antes no tenía. - No estoy fingiendo. Me está enseñando cómo sobrevivir. Aquí. Contigo. En este mundo. Para que te sientas orgulloso de mi. - Se acercó un paso, sin miedo - ¿Eso te molesta? Rowan la observó en silencio. Había arrogancia en sus palabras, pero también verdad. Y eso lo desconcertaba. ¿En qué momento había dejado de verla como una joven impresionable? ¿Y cuándo esa mujer frente a él había aprendido a responderle sin bajar la vista? - Me sorprendes. - dijo al fin, bajando el vaso - Has cambiado. Ella lo miró, pero no sonrió. - Tú también. El conde no supo qué responder. Esa noche, no la tocó al entrar en la habitación. Se limitó a sentarse junto a la chimenea y verla desvestirse en silencio. ¿Qué harás ahora, condesa Ashcombe?, pensó. Porque lo supiera o no, Isabella se había convertido en la pieza más valiosa del juego. Si tenía el favor de su abuela, el tendría acceso al dinero. Además, había bajado la guardia frente a sus atenciones, aunque fuera poco a poco. Y si quería ganar, tendría que conquistarla de verdad.
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