El Precio del Encanto
El cielo se despejaba lentamente mientras los últimos rayos del atardecer acariciaban los jardines de Ashcombe Hall. La recepción había sido un éxito y el rumor de aquella joven condesa de modales encantadores y sonrisa sincera comenzaba a esparcirse como una fragancia nueva entre las estancias nobles de la región. Las damas se despedían comentando entre sí el encanto de la anfitriona y lo inusual que era ver a Rowan Ashcombe sonreír sin una copa de brandy en la mano.
- No esperaba tanto refinamiento. La creí una niña rural. - comentó lady Hemsley mientras paseaban por el jardín - Pero hay algo en su voz… algo sereno, confiado.
- Y en sus ojos. No ha sido corrompida por nuestras máscaras. - dijo la marquesa de Belgrave, sosteniendo su sombrilla como si fuera un cetro - Es refrescante. Como lo era la madre de Rowan en sus tiempos, antes de que la tragedia la convirtiera en piedra.
Cerca de ellas, una de las baronesas asentía.
- La joven Isabella no solo sabe mantener conversación sin ser pedante. Ha domado a la bestia.
- ¿Bestia? - rio otra dama, echando una mirada a la distancia, donde Rowan se inclinaba hacia su esposa para susurrarle algo al oído - Querida, ese hombre parece más príncipe que lobo últimamente. Quizá el matrimonio le haya salvado.
Y con esa frase, una semilla se plantó en las mentes de quienes estaban presentes: si Isabella podía cambiar a Rowan Ashcombe, tal vez merecía más atención del que se otorga a una simple esposa decorativa.
Al día siguiente, en los pasillos enmoquetados de la Cámara de los Lores, los ecos del evento aún persistían. Entre discusiones sobre reformas agrarias, alianzas comerciales y el eterno debate sobre el control de puertos, se colaban comentarios menos formales, pero no por eso menos importantes.
- Dicen que el nuevo rostro de Ashcombe Hall es su esposa. - comentó lord Wexham a su colega mientras compartían un café en porcelana china - Sutil. Cordial. Carismática sin ser provocadora. Dicen que hasta la condesa viuda la ha tolerado, lo cual es casi un milagro.
- ¿Y Rowan? ¿Sigue evitando las apuestas? No lo he visto en el club desde hace semanas - añadió lord Blackmoor, uno de los más antiguos socios del círculo de caballeros de Whitehall - Me intriga. ¿Podrá mantener esa transformación o es solo teatro?
Fue entonces cuando un hombre más imponente se acercó a ellos. El marqués de Everleigh, conocido por su astucia política y su capacidad para olfatear oportunidades a kilómetros.
- ¿Teatro o no…? - dijo con su voz grave, ajustando sus guantes de piel - El efecto está funcionando.
Con un leve gesto de cabeza, señaló al fondo del salón, donde Rowan acababa de llegar, impecable con su levita oscura, el cabello recogido en la nuca y el porte arrogante que siempre había tenido, pero ahora moderado por una sonrisa diplomática.
- Ashcombe. - lo llamó el marqués -Un momento, si tienes tiempo.
Rowan se acercó, un poco desconfiado al principio. Everleigh no era de los que pedían favores o saludaban por cortesía. El hombre no hablaba a menos que hubiera algo que ganar.
- Milord. -saludó con un leve asentimiento.
- No me malinterpretes, joven conde. - empezó Everleigh, cruzándose de brazos - No suelo alabar lo que no me beneficia. Pero tu transformación ha causado una impresión… significativa.
Rowan alzó una ceja.
- ¿Transformación?
El marqués esbozó una sonrisa sin calidez.
- Desde que tomaste esposa, has dejado de vagar por los salones como un alma ebria y despeinada. Has dejado de apostar y beber como si el infierno estuviera en tus talones. Y ahora recibes con gracia a la nobleza femenina en tu casa. Parece que Ashcombe ha resucitado. Algunos incluso creen que puedes ser útil de nuevo.
La frase lo golpeó más de lo que pensó. “Útil de nuevo”. Como si antes solo hubiera sido un instrumento roto que todos daban por perdido.
- ¿Y qué implica esa utilidad, milord?
Everleigh bajó la voz, haciéndose ligeramente a un lado. La conversación ya no era para oídos ajenos.
- Estoy cerrando un acuerdo con los comerciantes de tabaco del sur. Quiero una figura de respaldo que represente integridad y renacimiento. Un apellido respetado, pero no reciente. Una fachada de nobleza que parezca haber aprendido de sus errores. Ashcombe tiene peso. Y ahora que ya no huele a escándalo… podría ser conveniente asociarlo con mi empresa.
Rowan frunció ligeramente el ceño.
- ¿Quieres que respalde tu nuevo negocio como si fuera una causa noble?
- No. Quiero que lo hagas parecer como una causa noble. Y tú sabes bien cómo funciona eso. Una sonrisa bien colocada. Una frase oportuna en una cena con ministros. Quizá una visita a las fábricas para las fotografías. Nada demasiado exigente. Te dejaré una participación generosa.
Rowan lo observó con detenimiento. Antes, ni siquiera lo habrían considerado para algo así. Era el hijo deshonrado, el libertino sin propósito. Pero ahora, con esa cinta azul en el cabello de su esposa, con esa inocencia que mostraba cuando lo miraba como si realmente creyera en él… todo había cambiado.
Su charada funcionaba. Y lo estaba elevando.
- Lo pensaré, milord. - respondió finalmente - Pero me halaga que crea que Ashcombe puede representar virtud ahora.
Everleigh sonrió y por primera vez en años, colocó una mano en su hombro.
- La virtud no es lo que uno es, conde. Es lo que los demás están dispuestos a ver.
Y con eso, se marchó, dejándolo solo en medio del pasillo tapizado, rodeado del murmullo distante de las decisiones del reino.
Rowan se quedó en silencio unos minutos, observando por la ventana la bruma que se extendía por los jardines del Parlamento. Por un momento pensó en la cinta azul. En Isabella inclinando la cabeza, recibiendo a las damas. En sus mejillas ruborizadas cuando la elogiaban. En sus manos temblorosas al servir el té, esforzándose por no fallar. Y, sobre todo, en sus ojos brillando cuando él le dijo: “Tú haces que brille.”
Qué fácil había sido.
Qué útil estaba resultando.
Y, sin embargo, en algún rincón de su mente, un eco sutil lo incomodaba. No por lo que fingía… sino por lo que quizás ya no era del todo una farsa. Esa mujer era inocente y se esforzaba por él.
¿Había sido la cinta un símbolo de control… o estaba empezando a convertirse en un lazo real?
Sacudió la cabeza, alejando esa idea. El negocio con Everleigh era real. La oportunidad, tangible. No podía permitirse distracciones emocionales. No ahora.
Y, sin embargo, esa noche, cuando volvió a casa y la encontró leyendo junto a la chimenea, aún con la cinta azul en el cabello, la voz que había callado antes susurró, baja y traicionera:
¿Y si ella sí cree en ti?
Un escalofrío lo recorrió. Ni siquiera su padre había confiado en el como sucesor. Siempre metido en problemas y regañado, Isabella, con su confianza ciega lo hacía sentir extrañamente seguro y poderoso.