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El Jardín Secreto El sol se asomaba entre nubes blancas, proyectando sombras suaves sobre los senderos de piedra. Era una mañana templada y la primavera se esparcía por la finca con una dulzura casi irreal. Desde temprano, Isabella había sentido una inquietud que no supo nombrar. Había una carta bajo su bandeja de desayuno, sencilla, con su nombre en la misma caligrafía elegante de días anteriores: “Ven al jardín detrás del invernadero. Pide a Martha que te muestre el camino. Hoy es solo para ti. - R.” Isabella sintió que el corazón le tropezaba en el pecho. Aún vestida con su bata de satén azul y los cabellos recién recogidos en un moño flojo, corrió a arreglarse. Escogió un vestido crema con mangas abullonadas, el corpiño bordado con hilos dorados y una falda ligera que se movía como brisa. Martha le ayudó a peinarse, sonriendo con complicidad sin hacer preguntas. - Está hermoso, señorita. - dijo con suavidad - Pareces... recién sacada de un poema. Isabella bajó por el ala este, siguiendo las indicaciones de Martha. Nunca había ido más allá del invernadero, pero ahora los arbustos estaban podados y los árboles formaban un pequeño túnel natural que conducía a una reja de hierro forjado. Al abrirla, contuvo el aliento. Era un jardín secreto. No de cuentos de hadas, sino de caprichos íntimos: bancas de mármol bajo pérgolas cubiertas de madreselvas, una fuente antigua con lirios flotantes y una mesa redonda para dos, decorada con encajes, frutas frescas, té caliente y pastelillos. Todo bajo la sombra de un sauce llorón que parecía inclinarse para cobijarla. Rowan ya la esperaba. De pie. Vestido de lino gris claro, camisa sin chaqueta, el cabello suelto cayendo sobre su frente. Cuando la vio, sonrió con una ternura que no necesitaba palabras. - No sabía si vendrías. - dijo él. - ¿Y cómo iba a resistirme? - preguntó ella, sin poder evitar sonreír también. El conde se acercó despacio, como si ella fuera un ciervo asustado en mitad del bosque. Tomó su mano y, sin decir nada más, besó sus nudillos. - Gracias por venir. Isabella se dejó guiar hasta la mesa. No preguntó por qué él había hecho todo eso. No cuestionó si era apropiado. Algo dentro de ella - la niña que había creído en las novelas románticas, la joven que había fantaseado con un amor así - le suplicaba que no rompiera la magia. Comieron en silencio al principio. Él la observaba de forma distinta, no como quien evalúa, sino como quien memoriza. Le preguntó si le gustaba la lavanda. Si prefería fresas o cerezas. Si de niña había tenido un jardín. - Mi madre amaba las dalias. - murmuró ella - Tenía macetas en la terraza y hablaba con ellas como si fueran personas. Yo creía que le respondían. Rowan sonrió. - Quizá sí lo hacían. - ¿Y tú? - preguntó ella, jugando con el borde de su taza - ¿Alguna vez... soñaste con todo esto? Rowan no respondió de inmediato. Bajó la mirada, con un gesto casi tímido. - He tenido muchas cosas en mi vida. - dijo al final - Pero nunca algo tan tranquilo. Ni tan hermoso. Isabella sintió que sus mejillas ardían. Después del té, caminaron por el jardín. El joven no soltó su mano. Hablaban de trivialidades: las formas de las nubes, la diferencia entre dos especies de mariposas, la forma en que una abeja se había posado sobre su vestido. Pero todo parecía tener otro peso. Una intimidad construida sobre pequeñas cosas. Llegaron a un rincón del jardín donde había un columpio de madera entre dos árboles. Rowan lo empujó suavemente para ella, como si regresara el tiempo. - ¿Hace cuánto no te columpias? - preguntó él, divertido. - Mucho. - Y rio. Un sonido claro, que no había usado en años. - Entonces, a volar. La empujó con delicadeza y ella cerró los ojos, sintiendo el viento alzarle el cabello, los pies despegándose apenas del suelo. Rio otra vez, sin miedo. Sin control. Cuando abrió los ojos, él la miraba como si no existiera nadie más. Algo se apretó en su estómago. Era demasiada belleza, demasiada atención. Pero no quiso protegerse. Rowan detuvo el columpio con ambas manos. Ella quedó frente a él, atrapada entre las cuerdas. - Isabella - susurró - ¿Sabes qué eres? Ella negó con la cabeza, apenas respirando. - Una promesa. Y un peligro. Y una cura. La joven bajó la vista, abrumada. Pero él levantó su barbilla con dos dedos y la obligó a mirarlo. - Y me estoy perdiendo. Feliz de hacerlo. No fue un beso arrebatado. Fue una caricia de aliento. Sus labios tocaron los de ella como si temiera romperla. Y cuando se separó, no dijo nada. Solo dejó que la brisa completara lo que su boca ya no podía expresar. Isabella tembló. No de miedo. Sino de entrega. Por primera vez, sintió que amar no era un riesgo, sino una salvación. Que este era su lugar. Que Rowan… era verdad. Esa noche, escribió en su diario: “Me mira como si me entendiera antes de que yo misma me entienda. Hoy me columpié entre los árboles y reí como una niña. Me besó como si yo fuera algo sagrado. Y creo… que me estoy enamorando.” Y con un suspiro guardó el diario en su escritorio. La Música Entre los Susurros El reloj en la torre marcaba las nueve cuando Martha llamó suavemente a la puerta de Isabella. - El señor Rowan la espera en el salón del ala oeste, señorita. Isabella parpadeó, dejando el libro que leía sobre la mesilla. Había algo distinto en el tono de la criada. No urgencia, sino reverencia. Como si supiera que esa noche no sería una más. - ¿Me espera ahora? ¿A esta hora? - Pidió que llevara una sola vela para guiarla. - Martha le sonrió y añadió en voz baja - Está tocando el piano. El corazón de Isabella se alzó de inmediato. Hacía días que no lo escuchaba tocar y desde el almuerzo en el jardín, sus pensamientos danzaban alrededor de él como mariposas hipnotizadas por la luz. Eligió un vestido de muselina celeste, sin corsé, con mangas sueltas y una falda vaporosa que acariciaba el suelo. Trenzó parte de su cabello y dejó caer el resto sobre sus hombros. No usó perfume. No quiso fingir nada. La vela iluminaba poco. El pasillo estaba envuelto en sombras doradas y el eco lejano de las teclas. No reconoció la melodía. Era lenta, profunda, melancólica. Cada nota parecía una palabra no dicha. Al llegar al salón, la encontró a oscuras salvo por las velas dispuestas sobre el piano y el fuego tenue de la chimenea. Rowan estaba allí, de espaldas, sumido en la música. Llevaba camisa blanca remangada, chaleco n***o, sin chaqueta. El cabello recogido en una media coleta baja. Sus dedos danzaban con maestría sobre el teclado, como si buscaran liberar algo que solo la música podía contener. Isabella se quedó en la entrada, embelesada. Cuando la pieza terminó, él no se volvió. Solo habló, suave: - Sabía que vendrías. Ella dio un paso. Luego otro. La madera crujió bajo sus pies. - ¿Qué era eso? - preguntó, sentándose en el sofá junto al piano. - Algo que compuse esta semana. - La miró por fin y su sonrisa fue lenta, íntima - Pensaba en ti. Ella rio, nerviosa. - No sabes tocar con modestia, ¿verdad? - No. - Se inclinó un poco - Pero tampoco sé sentir con ella. Hubo un silencio. Rowan se levantó y fue hasta una bandeja sobre la mesa. Sirvió una copa de vino dulce para ella y un té oscuro para sí mismo. - Sé que no sueles beber - dijo, ofreciéndole la copa - Pero esta noche… quería darte algo distinto. - ¿Por qué? Rowan no respondió enseguida. Se sentó en el suelo frente a ella, con la espalda apoyada en el sofá y la copa en la mano. - Porque estás haciendo algo en mí que no esperaba. - Hizo una pausa, buscando sus palabras - Me desconciertas. Me conmueves. Me obligas a… ralentizarme. - ¿Es eso tan terrible? - Es aterrador. Isabella bajó la mirada, tocando el borde de la copa con los dedos. - No tienes que fingir conmigo, Rowan. Sé que esto... es extraño. Él alzó la vista. Había vulnerabilidad en su expresión, como si el fuego le templara el alma. - No estoy fingiendo. - Y después de un momento, continuó - Nunca me sentí visto hasta que tú me miraste como si lo hicieras. El vino sabía a miel y promesas. Isabella tragó con dificultad. - ¿Y si lo que ves no es real? - preguntó ella. - Entonces estoy condenado… porque ya me lo creí. Se hizo el silencio. La canción del piano parecía persistir en las paredes, como un recuerdo reciente. Isabella bajó al suelo, sentándose junto a él, rodillas tocando rodillas. Sus vestidos se rozaron como dos pieles que se reconocían. Él no se movió. Solo la miraba, como si esa noche fuera su única verdad. La joven sintió el corazón latirle en el cuello. No sabía qué la había llevado a inclinarse. Solo sabía que necesitaba comprobar algo. Rowan cerró los ojos cuando ella apoyó la cabeza en su hombro. Y en ese instante, ella sintió que el mundo se detenía. No había guerras familiares. No había amenazas ocultas. No existía Henry ni las normas sociales, ni siquiera la presión de ser lo que no sabía si podía ser. Solo estaban ellos dos, en un salón apagado, tocados por la música, el fuego y la fragancia de una mentira perfecta. El conde la rodeó con un brazo, con suavidad. Sus dedos dibujaban círculos en su brazo desnudo, apenas un roce, apenas una nota más en la sinfonía de ese hechizo. - ¿Sabes por qué te pedí que vinieras esta noche? - murmuró él. - ¿Por qué? - Porque quiero que recuerdes esto. - susurró - Si algún día todo se desmorona, quiero que sepas que aquí… Aquí hubo verdad. Ella no supo qué responder. Porque estaba convencida de que sí, lo que sentía era real. Y si lo era para ella… …entonces, ya no importaba si él mentía.
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