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Secuestrando a la hija del CEO

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Blurb

Una comedia romántica tan ilegal como irresistible.

Harper es rica, rebelde y con curvas que podrían provocar una guerra. Harta de su vida de lujos, reglas y etiquetas, decide escaparse de casa… sin imaginar que terminaría "secuestrada" por los dos secuestradores más guapos —y más idiotas— del crimen organizado.

Luca es carismático, encantador, el alma del caos. Damien, en cambio, es un dios nórdico con cara de pocos amigos, letal, silencioso y tan sexy que debería ser ilegal. Ninguno estaba preparado para una víctima como Harper… que en realidad se subió a la combi por voluntad propia.

Entre viajes por carretera, tacos, ferias pueblerinas, juegos ridículos, alcohol, confesiones a la luz de la luna y momentos que derriten más que el sol en la playa, los tres descubrirán que a veces el verdadero secuestro es el del corazón.

¿Quién dijo que los cuentos de hadas no podían empezar con un “¡manos arriba!”?

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CAPITULO 1
Ser la hija del CEO más poderoso del país suena glamoroso. Y lo es… si te gusta vivir vigilada como si fueras el último panda en peligro de extinción. Me llamo Harper Lynn Anderson. Tengo 20 años, una colección de sudaderas con frases pasivo-agresivas, y más tiempo libre del que es sano para una mente como la mía. Soy gordita, adorable a ratos, sarcástica todo el tiempo y alérgica a las dietas que mi padre me intenta imponer por “imagen corporativa”. Sí, leyeron bien. Imagen. Corporativa. Mi padre no tiene idea de quién soy. Él ve números, inversiones, portadas de Forbes. Yo veo series de true crime y planeo mi gran escape mientras como papitas en calcetas de unicornio. Y hablando de escape… Todo comenzó la noche en que decidí que ya había tenido suficiente de la vida enjaulada. Usé una escalera hecha con sábanas, como en las películas malas, y salté el muro trasero de la mansión con la gracia de una cabra gorda escapando de un corral. ¿Plan? Ninguno. ¿Ropa? Sudadera, leggings, y una mochila con mi cepillo de dientes eléctrico, galletas y un libro de cómo desaparecer sin dejar rastro. Ironías de la vida. No había avanzado ni dos cuadras cuando una camioneta negra se detuvo junto a mí. Dos tipos se bajaron. Uno rubio, alto, serio, con cara de “te mataré si respiras fuerte”. Y otro moreno, sonrisa brillante, hoyuelos que gritan “peligro” y una chaqueta de cuero que seguro usó solo para verse más guapo. —¿Harper Anderson? —preguntó el rubio. Yo me quedé congelada. —¿Quién pregunta? —Somos tus secuestradores —dijo el moreno, como si me estuviera invitando a cenar. Y así, damas y caballeros, fue como terminé en una camioneta con dos criminales que claramente no estaban preparados para una víctima como yo. Una víctima que, por cierto, ya estaba intentando escaparse sola. El universo tiene sentido del humor. Lástima que el rubio no. La camioneta negra que se detuvo frente a mí parecía salida de un thriller de bajo presupuesto. Vidrios polarizados, motor que ronroneaba como felino peligroso y esa estética de “aquí adentro hay problemas… y muy probablemente armas”. Pero ¿saben qué fue lo más ridículo? La puerta trasera se abrió sola. Así, como en esas películas donde los aliens abducen a la gente. Solo que en vez de luces verdes y sonidos de ciencia ficción, me recibió el interior más ridículamente intimidante que había visto en mi vida. Asientos de piel negra, impecables. Luces led rojas tenues en el techo, como si quisieran que me sintiera secuestrada pero con estilo. Una consola central llena de botones que definitivamente no eran para cambiar la estación de radio. Y al fondo… lo juro por lo que más amo en este mundo… había una hielera con cervezas. ¡Con cervezas! —¿En serio? ¿Es un secuestro o un after clandestino? —dije, con una ceja levantada. El rubio —que descubrí se llamaba Damien gracias al otro— no se dignó a responder. Solo me miró como si calculara mentalmente cuántos problemas le estaba generando yo con cada segundo que respiraba. —¿La subes tú o la subo yo? —preguntó el moreno, Luca, con una sonrisa que podría derretir acero. —¿Y si me subo sola? —interrumpí, con mi mochila al hombro—. ¿Puedo al menos sentarme junto a la ventana? Me mareo si voy en medio. Hubo un silencio incómodo. Damien me analizó como si quisiera incrustarme en el piso con la mirada. Luca, en cambio, alzó ambas manos como si yo fuera una criatura salvaje que podría morder. —Va, súbete donde quieras, reina del drama —dijo. Y así, señoras y señores, subí voluntariamente a mi propio secuestro. Me acomodé en el asiento trasero, puse mi mochila entre las piernas y abroché el cinturón. Seguridad ante todo, ¿no? Damien subió primero, cerrando la puerta tras él con un clic seco. Se sentó frente a mí, con cara de piedra. Luca subió al lado del conductor y encendió el motor como si fuera un Uber, mientras tarareaba una canción de reguetón bajo. —¿Puedo poner música? —pregunté. —No —respondió Damien. —¿Un snack? —No. —¿Puedo hablar? —Preferiría que no. —Ufff, van a adorarme, chicos. Y ahí estábamos. Dos criminales profesionales. Una rehén voluntaria. Una camioneta blindada con aire acondicionado de primera. Y un silencio tan incómodo que terminé abriendo mis galletas sólo para hacer ruido. El viaje iba bien, si tu definición de “bien” incluye estar secuestrada por dos modelos de catálogo con complejo de criminales y sin sentido del humor. Yo estaba tranquila, devorando unas galletas de chispas de chocolate que me había ganado con años de experiencia acumulando snacks de emergencia. Crujientes, deliciosas, y perfectas para arruinar el silencio incómodo del interior de la camioneta. Crrrck. Crrrk. Crck. Masticaba con toda la intención del mundo. Damien apretaba la mandíbula como si eso fuera a hacerlo desaparecer. Entonces, sin previo aviso, me arrebató la bolsa de las manos. —¡Hey! —protesté—. ¡Esas son mis galletas! Se volvió lentamente hacia mí, los ojos verdes como hielo derritiéndome con desprecio. —Por eso estás gorda —dijo, con una frialdad quirúrgica. … Silencio. Hasta Luca, que venía tarareando en el asiento delantero, giró la cabeza con expresión de ¿acabas de decir eso en serio, imbécil? Yo parpadeé. Una vez. Dos. Y luego sonreí. Una sonrisa lenta, felina, peligrosa. —Ajá… —dije con voz dulce—. Mira tú, el rubio sin alma tiene opiniones sobre mi cuerpo. ¡Qué emocionante! ¡No pasaban cinco minutos sin un comentario gordofóbico desde mi último desayuno con mi padre! Gracias por llenar el vacío emocional, Ken sin Ken-erismo. Le arranqué las galletas de vuelta con fuerza, sin romperle la muñeca solo porque aún no sabía si tenía pistola. —¿Te molesta el sonido? Te acostumbras. ¿Te molesta mi cuerpo? No es mi problema. ¿Te molesta mi existencia? Mala suerte, porque me tienes de pasajera VIP. Me metí otra galleta en la boca con furia ceremoniosa. Crrrck. Damien no dijo nada. Pero su ceja tembló. Y eso, mi gente… eso fue una victoria.

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