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La lectora

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Patética. Así se resumía la vida de Mary Smith, de 25 años, cuyas emociones ni decisiones eran tomadas en cuenta en su trabajo, pues su voz siempre se opacaba entre las voces de compañeras más llamativas, que tenían una estrella en sus cabezas. Igual sucedía en su vida personal, casi sin amigos pasaba sus sábados en el ancianato local leyendo para los viejos, que también se preocupaban por ella y no deseaban que gastara tantos minutos viendo a dónde llegaría.

 

Toda su existencia da un giro al inicio lamentable y por completo inesperado, perdiendo su base, incluso la posibilidad de ver a Daniel, su enamorado. Una viejecita le da la oportunidad, a través de algo de magia, de empezar a vivir como una de esas damas de las que tanto lee, con la clara advertencia que a donde fuere, esa sería la vida real. Mary, sin nada que perder y entre risas e incredulidad, acepta el trato y es así que despierta una mañana para conocer a Nathaniel Storm, un hombre de rudeza evidente, de frío carácter y con demasiadas heridas abiertas en su corazón, que dice ser su esposo. Con él vivirá todo sentimiento posible en su alma, todo el erotismo, toda la furia que su cuerpo y su vientre habían tenido escondidos bajo la capa de la soledad. Con Nathaniel, Mary conocerá por completo el significado de las palabras HOMBRE y MUJER.

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Prólogo
Prólogo     Sus dedos bañados de sangre intentaban arrastrarse en el asfalto, como si estos le dieran fuerza al resto de su cuerpo tendido de bruces, con laceraciones que no cerrarían nunca y que los tatuajes ya no podrían cubrir, para ir a los pies de ella y suplicarle que se detuviera. Probando el metal carmesí de sus propios labios, levantó un poco la vista y notó las piernas desnudas de su mujer, mientras los hombres la encerraban en un semicírculo. Su cabello caía empapado de agua sobre sus hombros y podía darse cuenta como esta hacía hilos por su espalda, también sin prenda alguna.   —Mary… por Dios, detente… —jadeó, muriendo de dolor en cada palabra.   Ella giró suavemente para verlo, tenía sus pequeñas manos sobre sus senos, cubriéndolos, intentando que algo de su dignidad no se fuera en los ojos asquerosos de esos perros que iban por un pedazo de su piel. Temblaba, el agua estaba muy fría y si no moría en las manos de esos cerdos, de seguro lo haría de pulmonía. Por la puerta de aquella bodega apareció el más horrible de todos, el más repugnante, de manos regordetas, muy bajo de estatura, con lentes de sol en plena media noche. Su estómago salía por su camisa y el cabello era escaso en la parte superior. Esa no era la imagen que siempre había tenido en sus manos de un jefe de la mafia, pero tal vez era la más cercana a la realidad.   —Hermosa presa —dijo el hombrecito, acercándose cada vez más a Mary, que empezó a llorar, ahogando en su garganta los gritos de horror—. Quítenle las pantaletas.   Mary empezó a andar hacia atrás, hasta llegar casi junto a Nathaniel, que también fundía sus lágrimas con la espesa sangre que salía sin cesar de sus heridas. Ya no había marcha atrás, estaba sola, desnuda, con el hombre que amaba agonizando a sus pies. Solo entregarse a ese asqueroso le salvaría la vida. La mano regordeta por fin la alcanzó y le acarició un poco la mejilla, luego bajó por su pecho y era su intención retirarle las manos para también acariciarle los pezones. Fue entonces que se dio el último impulso, el último rayo de fuerza en ese hombre que no dejaría que tocaran a su esposa. Se puso de pie y la abrazó por la espalda, siendo ahora él su abrigo y sostén.   —Por favor, muchacho, negocios son negocios. Ella ha accedido a abrirme las piernas, para que tú salgas con vida —dijo en voz rechoncha ese al que todos le rendían pleitesía.   —Prefiero verla muerta y morirme yo, antes de que le vuelvas a poner un dedo encima.   La hermosa joven soltó sus manos que cubrían sus pechos y tomó con fuerza los brazos de ese hombre que la arropaba con su pecho, que no deseaba desistir, no la iba a perder. Ella sentía en su espalda un líquido muy caliente, por supuesto sabía de lo que se trataba, y no estaba dispuesta a dejar que él sufriera más.   —¡Nathaniel! —sollozó muy fuerte—. No voy a permitir que te pase nada, yo lo prometí, pero puedes hacer algo por mí…   Sin vergüenza alguna de su desnudez, tomó las manos de su esposo y las puso sobre su propia garganta. Si de verdad no iba a dejar que la deuda se pagara, entonces Nathaniel tendría que matarla, solo así, ambos serían libres.     *** Fin prólogo

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