Soy Francesca Wells

Cuando era una niña, aunque no recuerdo exactamente cuál era mi edad porque no soy buena con las fechas ni con las edades, ni con los rostros… en fin. Mi memoria no es la gran cosa. Pero sí recuerdo algo. Y se trata de esto: Cuando era una niña, hubo un hecho que me traumatizó un poco. Una de las mujeres que más he admirado en mi vida, llegó llorando a casa de mis padres. Esa noche había logrado esconder mi teléfono bajo las sábanas antes de que mi madre lo descubriera, y cuando escuché la puerta de su habitación abrirse; fingí dormir. La luz del sol ya asomaba por mi ventana y temí por mi vida si me encontraba (mi madre suele ser un poco aterradora cuando se enfada). Pero, para mi sorpresa, mamá no estaba ni cerca de venir a mi habitación. La escuché hablando por teléfono en el pasillo y decidí seguirla, como buena espía (y metiche) que soy.  La vi justo cuando intentaba salir a la calle, y fue entonces cuando dijo que la prima Luce, mi prima mayor, la persona que tanto amo y admiro, vendría a casa. Para mí fue una buena noticia. Amo a mis primas, solo tengo un hermano y ellas han sido como hermanas para mí. Pero cuando la vi; mi alma cayó al suelo. Su nariz roja debido al viento frío. Su hermosa ropa desarreglada y sus ojos inyectados en sangre. La llevé a mi habitación, se acurrucó conmigo en mi cama con edredón violeta y lloró mientras la abrazaba. No recuerdo muy bien de qué conversamos esa vez, pero hay algo que no pude olvidar hasta el día de hoy. Y fue la sonrisa en su rostro cuando habló de “él”. El infame que al fin tiene nombre, Michael. Con lágrimas en los ojos y apretando con fuerza mi infantil cuerpo habló un poco de ese chico al que tanto amaba. Yo, solo podía hablar de qué tan malo con ella debió ser para hacerla llorar de esa forma. Pero Luce corrigió mi error amablemente: «¿qué tan bueno había sido como para que lo amara tanto?» Había dicho. Ese día, ella lloró hasta dormirse en los brazos de su pequeña prima. Una semana después, se marchó del país. Nuestra familia estaba hecha un desastre. La tía Julia y el tío Aaron tardaron unas cuantas semanas en sonreír como siempre. Mi primo Francisco se había vuelto un completo psicópata siguiendo a su hermana Abby y a mí a todas partes. Y mis padres, siempre que iban a La Booktique, se encerraban en la sala familiar a observar fotografías viejas. Todos extrañábamos a Luce. Principalmente, Abby. Estábamos entrando a la adolescencia y quien creíamos que iba a estar para nosotras cuando la necesitáramos había desaparecido. Debido a eso, teníamos a alguien a quien odiar. En ese entonces no sabíamos su nombre, pero sabíamos de su existencia. Abby y yo habíamos planeado toda una escena. Íbamos a enfrentarlo y gritarle un par de cosas, como perfectas niñas que éramos. Pero Sofi, la novia de mi primo Francisco (mejor amiga de Luce) no nos permitió hacerlo. El tiempo continuó pasando y Luce no pensaba en regresar. Se la veía feliz, pálida debido al clima de Londres, pero feliz. Y cuando cumplí catorce años, entendí por qué. En ese momento entendí que yo también quería sentir lo mismo que ella. No es que haya sido masoquista y quisiera sufrir o algo por el estilo. Pero saber que amas a alguien al punto en que llorarías de esa manera por él, despertó algo en mí. Ella lloraba porque estaba sufriendo, y sonreía porque sabía que lo amaba demasiado. Cuando era pequeña, pensé que estaba completamente loca. «Se le zafó un tornillo» pensé mientras la abrazaba y ella se deshidrataba de tanto llorar. Pero, por otro lado… «woaoo, en serio debe amarlo». Y me embarqué en una “búsqueda”. Quería encontrar el amor. Quería sentir las mariposas en el estómago y sonreír como idiota. Cualquier otra persona en mi lugar habría vetado el “amor” y las relaciones sentimentales de por vida. Pero mi curiosidad era demasiado grande y me intrigaba. Muchas veces creí haberlo encontrado. Pero nunca resultaba a mi favor. A mis catorce años, el chico que me gustaba me pidió el número de mi prima Abby, y no sentí nada. A mis quince años, un muchacho que trabajaba en un local de comida rápida (a quien creí querer) no paraba de sonreírle a Abby y coquetear con ella. Sin embargo, cuando conocí a Michael, entendí por qué Luce lo amaba tanto. Lo que no podía entender era por qué él no hizo algo para detenerla cuando también la amaba con locura. Ese muchacho era una sombra de lo que fue, o de al menos lo que yo conocía de sus historias. El muchacho fortachón, con un hermoso bronceado y cabello brillante. El de la sonrisa Colgate, ya no sonreía. Estaba arruinado y tirado al abandono. Comía chatarra, no dormía, no se cortaba el cabello y su rasuradora estaba de adorno en el baño con un poco de óxido en la cuchilla. Al principio intenté odiarlo. Lastimó a Luce. MI prima Luce. La llevó al punto en que abandonó a su familia y su tierra por mantenerse lejos de él. Pero mi maldita empatía no me permitió darle la espalda. Todo fue gradual, nos salvó de unos idiotas universitarios que intentaron propasarse con Abby y conmigo. Llamó a Sofi, nos llevó a casa y nos mantuvo a salvo hasta su llegada. Nos protegió de la tremenda reprimenda que iban a darnos y, cuando atravesamos esa puerta simplemente sonrió viendo a Abby. En ese momento supe que no era a ella a quien veía. Y mi corazón romanticón no pudo ignorarlo. Empecé a ir a su departamento demasiado seguido. Abby me acompañó la mayoría del tiempo y siempre pude verlo en sus ojos. La manera en la que la miraba, como si estuviera recordando algo precioso para él. Su poco cariñosa mano despeinando nuestro cabello como si tuviéramos tres años. Este hombre es ese al que mi prima amaba. Y yo lo amaba a él. O eso creía. Estuvimos a su lado, decoramos su cuarto. Lo obligamos a vivir la vida, y aun así nunca dejaría de hablar de Luce. Siempre con esa hermosa sonrisa en los labios. Tratándome como a una niña, amando a alguien más.  Y creí amarlo, o al menos a su versión enamorada. Luce dio aviso de que iba a regresar para siempre, estaba lista para enfrentarlo. La obligamos a verlo para zanjar el asunto y esperaba el dolor. Esperaba las lágrimas cuando, al fin, los viera juntos. Estaba terriblemente asustada, por fin lo había conseguido. Pero no era así.   Cuando Luce regresó y ellos se reencontraron, yo no sentí nada. Otra vez. Quiero decir, estaba feliz por ellos. Pero solo eso. No sentía opresión en el pecho, ni que el mundo se acabaría ni que la tierra se abriría a mis pies.  Muchos menos sentí la necesidad de irme del país y abandonar a mi familia por no verlos juntos. Fue entonces que lo supe: el amor no es algo que se fuerce. Y también entendí que, hasta ahora, a mis casi dieciocho años, nunca había amado a nadie. Y no estoy segura de qué hacer para cambiar eso.