El sol ya comenzaba a ocultarse cuando me quedé sola en la playa. Las palabras de aquel hombre aún flotaban en el aire, como si se negaran a disiparse con el viento salado que soplaba desde el mar.
“Tu alma es joven, pero tus ojos reflejan inconformismo con la vida… deja de buscar excusas y culpables… pregúntate qué es eso que necesitas aceptar.”
No sabía si estaba más molesta por su atrevimiento o porque tenía razón. Me incomodaba esa exactitud, ese maldito acierto. Nadie había logrado mirarme tan profundamente con tan poco.
Caminé sin prisa por la orilla, dejando que el agua helada me cubriera los tobillos. Mis pasos se hundían en la arena húmeda como si el mar quisiera tragárselos, como si intentara decirme algo sin palabras.
Y por primera vez… no me resistí a escuchar.
⸺
Esa noche no dije una palabra al llegar a casa. Entré sin hacer ruido, saludé mecánicamente a mamá y subí directo a mi habitación.
La casa estaba en silencio. Raro.
Mi abuela dormía. Mi hermano no estaba. Mamá escribía algo en su libreta de gastos.
Y yo… por primera vez en mucho tiempo, me sentí extrañamente ligera. No bien, no feliz, no en paz.
Solo… distinta. Como si algo se hubiera movido dentro.
Me tiré en la cama, sin siquiera quitarme los tenis. Me quedé mirando el techo. Blanco. Frío. Vacío. Como yo.
No quería dormir. Sabía que los sueños llegarían, y con ellos, el caos. Pero aún así cerré los ojos, intentando aferrarme a ese silencio.
Y como era de esperarse, no tardaron en llegar.
⸺
Soñé con el mar. Pero estaba oscuro.
Yo no era yo, o tal vez sí… pero más joven, con el cabello mojado y los ojos abiertos como platos. Caminaba por una playa sin fin, y desde el horizonte, una silueta venía hacia mí. No tenía rostro, pero sus pasos no hacían ruido.
Se detuvo frente a mí. Me extendió una caja pequeña, de madera.
No podía hablar, pero sentía que quería que la abriera.
—¿Qué hay dentro? —pregunté, aunque no sabía si lo hacía en voz alta o solo en mi cabeza.
“Lo que no quieres aceptar.”
Entonces desperté.
Sudando. Con la garganta seca. Eran las 3:03 a.m.
Me senté en la cama y me quedé mirando mis manos. Me temblaban.
Me dolía el pecho.
No por el sueño.
Sino porque sabía exactamente lo que significaba.
A la mañana siguiente me levanté sin pensarlo demasiado. Algo me empujaba a hacer algo que había evitado por años.
Bajé al sótano.
Allí, en una caja vieja, llena de polvo y libros, estaba la carta.
La única carta que papá me había dejado antes de morir.
Nunca la abrí.
Mamá la había recibido y me la dio meses después, pero yo no quise saber. Era más fácil odiarlo por haberse ido que aceptar que también estaba roto.
Pero esta vez, mis manos no temblaron al tocarla.
Era pequeña, con su letra desordenada y torpe, como siempre.
*"Para mi Tracy.
Si estás leyendo esto, supongo que ya no estoy ahí. Y créeme, eso me parte el alma. No soy bueno escribiendo cartas, pero necesito decirte algo que nunca tuve el valor de decírtelo en persona:
Eres la persona más fuerte que he conocido. No por lo que haces. Sino por cómo sientes.
Siempre quise volver, pero el miedo pudo más que yo. Y no hay día que no me arrepienta de no haber peleado por ti.
No quiero que repitas mis errores.
No calles lo que te duele.
No te encierres por miedo a no ser entendida.
Eres más que lo que los demás ven.
Eres más que la tristeza que cargas.
Y cuando no encuentres respuestas, busca dentro. Ahí estaré siempre.
Con amor.
Papá."*
Las lágrimas no cayeron de inmediato. Se quedaron atascadas detrás de mis ojos como si supieran que aún no era momento de salir.
Pero algo en mí se quebró, sí.
Y no se sintió mal.
Se sintió necesario.
Ese día no fui a la tienda. Ni a clases. Ni al gimnasio.
Tomé la guitarra que tenía guardada en el closet desde hacía años.
Estaba desafinada, cubierta de polvo.
Como yo.
La afiné con paciencia, con torpeza, como quien vuelve a tocar una parte de sí que había enterrado.
Me senté en el balcón.
Y empecé a tocar.
No tenía letra.
No tenía rumbo.
Solo eran acordes.
Acordes suaves, tristes, honestos.
Y fue en ese momento que la música volvió a mí como una vieja amiga que nunca se fue, solo se había escondido detrás del dolor.
Compuse sin pensar.
Escribí sin juzgar.
Canté sin miedo.
Y por primera vez en años, no pensé si lo que hacía era bueno, perfecto o correcto.
Simplemente lo sentí.
Esa tarde, Sofía me llamó. Me disculpé con ella, le dije que no iría. No preguntó por qué, pero su tono fue suave.
—Te espero cuando estés lista. —me dijo. Y colgó.
Casi al anochecer, regresé al mar. A la misma orilla.
Marcos no estaba.
Pero eso no importaba.
El mensaje ya lo había recibido.
Me quité los zapatos. Dejé que el agua helada me rozara de nuevo los pies.
Y esta vez, no sentí rabia.
Ni dolor.
Solo una calma rara. Como si el mar me dijera:
"Ahora sí, podemos hablar."
El sonido de las olas no se quedó en la playa. Se coló en sus zapatos, en el dobladillo de su chaqueta, en las costuras invisibles de su mente. Caminó de regreso como si el mar la persiguiera a cada paso, repitiendo con voz grave y serena las palabras de Marcos:
"Quizá no te estás perdiendo... quizá te estás encontrando, y duele porque no sabes cómo ser quien eres."
No lo había buscado. Ni siquiera sabía su apellido. Y, sin embargo, la sacudida emocional que ese extraño le provocó era más íntima que muchas de sus charlas con terapeutas. Tal vez porque no hubo juicio. Solo escucha. Solo mirada.
Esa noche no pudo dormir. Se sentó en el suelo de su habitación, rodeada de bocetos y telas sin terminar, mirando una vieja caja de cartón que siempre evitaba.
No sabía por qué la había guardado. Era una de esas cosas que una madre guarda "por si acaso", pero que Tracy había escondido por voluntad propia.
La caja tenía el nombre “Andrés” escrito en tinta azul casi borrada.
Su padre.
O, mejor dicho, el fantasma que ocupaba ese título.
—Qué patético que aún tengas esto aquí —se dijo con media sonrisa amarga.
La abrió con la suavidad de quien desentierra una bomba. Dentro había algunas fotografías, un reloj de pulsera antiguo, y una carta sin abrir con su nombre:
“Para Tracy. Ábrela cuando estés lista.”
No la había leído. Ni siquiera recordaba el momento exacto en que esa carta llegó. Tal vez fue por correo. Tal vez se la dio su madre y ella la lanzó dentro de la caja sin pensar. Como todo lo que dolía: a un rincón.
La sostuvo entre sus dedos un buen rato. La caligrafía era firme, elegante. Demasiado ordenada para alguien que abandonó una familia.
La dejó sobre el escritorio sin abrirla.
No. Aún no.
Pero ahora sabía que quería hacerlo.
Y esa diferencia lo cambiaba todo.
—Mamá... —susurró, sin saber si estaba lista para hablar de eso con ella.
La mujer que la crió, que le dio todo, pero que también se encargó de convertir al padre en una figura tabú. Intocable. Prohibida.
Tal vez era momento de desenterrar no solo esa carta, sino toda la verdad que la rodeaba.
La verdad que nunca se atrevió a exigir.