Capítulo 12

1826 Words
Suspiré, frustrada. Traté de no enojarme con Liam. Era viernes por la noche. Obvio que estaría ocupado con algún par de piernas largas y un cóctel en la mano. Pero aún así, dejarme sola en una cita “de trabajo” con un completo desconocido era demasiado, incluso para él. Mis manos empezaron a sudar, como siempre que los nervios me ganaban. Saqué un pañuelo de mi cartera y lo apreté entre los dedos como si eso pudiera calmarme. Y entonces la escuché. Esa jodida voz. Aterciopelada. Maldita. Arrogante. s****l. —Blake. Levanté la vista. Y ahí estaba él. Nic West. Con esa sonrisa torcida que parecía decir “sé que me deseas aunque me odies”. Bufé. —Espero a alguien, Nic —solté rápido, cortante. —¿Tienes una cita? —preguntó con su voz de locutor nocturno, burlón, venenoso. Maldito hijo de puta. —Es una cita de trabajo —aclaré. ¿Por qué carajos estaba dándole explicaciones? Él bajó la mirada. Despacio. De mi cara… a mis hombros… a mi escote… a mis piernas. Santo joder. Me sentí desnuda. —Veo que conoces la magia de los vestidos y los tacones, señorita Blake —dijo, con una sonrisa bailando en su boca—. Un consejo… los pantalones anchos no te hacen justicia. ¿Quién iba a imaginarse que bajo esa tela se ocultan esas piernas… y ese culo? Sentí las mejillas arder. Pero no me iba a dejar amedrentar. —Nic, mis ojos están acá arriba —le espeté. Él alzó las manos, como si se declarara inocente. —Solo soy observador. Profesional del deseo, ¿recuerdas? —Idiota profesional, dirás. —Creo que te estás comportando demasiado fría… a pesar de lo que pasó entre nosotros —dijo, encogiéndose de hombros con fingida inocencia—. ¿Te gustó mi regalo? Respiré profundo. Cerré los ojos. Uno… dos… tres… diez. Al abrirlos, su maldita burla seguía brillando en los suyos. Iba a mandarlo al infierno con un GPS incluido cuando lo vi sentarse en la silla frente a mí. —¿Qué haces? ¿No ves que estoy esperando a alguien? Él se pasó una mano por el cabello, despeinándolo un poco. Sonrió. —Lo sé. Nicolás Colin West. Amigo de Liam. —extendió su mano hacia mí como si me estuviera dando una tarjeta de presentación. Mi boca se abrió. No podía ser. Silencio. Un silencio espeso, incómodo, íntimo. Estábamos en un apartado del restaurante, alejados de las demás mesas. Y yo… atrapada. —Esto es un error —murmuré. ¿Cómo no lo vi venir? ¿Cómo no sumé dos más dos? Un “experto en sexo”… con un programa de radio… amigo de Liam… ¡Emma, eres tan estúpidamente ingenua! —No es un error pedir ayuda —dijo él, con una voz suave y tan malditamente cálida que me erizó la piel—. Te la ofrecí antes. Creí que habías aceptado. —No necesito tu ayuda, Nic. —Emma, Emma… —chasqueó la lengua, con esa mezcla de burla y lástima que solo él sabía hacer—. Ya que estamos aquí… Hizo una seña al mesero. Le dieron la carta. Él le dio un asentimiento. Y el joven se retiró. —No voy a quedarme —dije, levantándome. No iba a quedarme a cenar con Wikisexo. Wikipedia del sexo y con patas. Eso eres, Nicolas. —Entonces… —alzó una ceja, tranquilo, seguro—. ¿Para qué me has citado? Nic se acomodó en la silla con total naturalidad, como si fuera su casa. Una mueca sardónica curvó sus labios cuando me vio confundida, furiosa, medio humillada. —Porque fuiste tu quien me citó, ¿no? —dijo con fingida inocencia. —Yo no te he citado. Yo… —me interrumpí, dándome cuenta de la trampa. —Liam dijo que necesitabas ayuda. —¡Sí! Pero me refería a un profesional real. Un especialista. No a ti. Nic sonrió, mostrando esa maldita dentadura perfecta que debería ser ilegal. —Yo soy un profesional, Blake. Además de mi hobby por estar en el programa contigo, soy sexólogo. Uno muy bueno. El mejor, según mis pacientes. Creí que ya lo sabías. —Eres el hombre más egocéntrico que he conocido —dije entre dientes. —Gracias. —No era un cumplido —resoplé. Tomé mi bolso. Listo. Fin del show. Iba a levantarme y marcharme sin mirar atrás cuando el mesero llegó a nuestra mesa. —Tú te lo pierdes, princesa —me dijo Nic con un guiño—. No soy yo quien necesita ayuda. Iba a matar a Liam. —Por el momento, tráiganos un Merlot —ordenó, y el mesero asintió antes de alejarse. Me crucé de brazos. Estaba hirviendo. De rabia, de vergüenza… y quizás de otra cosa. —El sexo forma parte de la naturaleza, y yo me llevo muy bien con la naturaleza —dijo, encogiéndose de hombros—. Podría ser muy útil. Ya te lo dije antes: no puedes pararte frente a la audiencia fingiendo que sabes, cuando en realidad estás perdida. Mi mandíbula se tensó. —He hecho un buen trabajo hasta ahora. —Has sobrevivido —corrigió él, sin perder el tono cálido—. Pero cuando lleguen temas más técnicos, más incómodos, más reales… ¿qué vas a hacer? ¿Leer otro blog? Incluso el jefe lo está notando, Emma. Está empezando a dudar. Tragué saliva. ¿Mentía? ¿Me manipulaba? O… ¿era cierto? No podía estar segura. Una patada en el estómago me habría afectado menos que ese comentario. —Mira —añadió—. Estoy dispuesto a ayudarte. A tomar de mi tiempo. A que este programa sea realmente bueno. Ya que estamos aquí, ¿por qué no cenamos y hablamos de cómo construir algo fuerte para la audiencia? Lo odiaba. Lo odiaba porque tenía razón. Y me odiaba a mí por ceder. —Será difícil —murmuré mientras me volvía a sentar—. Como tú dices que el sexo se practica, no se explica. El mesero volvió justo en ese instante, descorchando la botella de Merlot. Preferí callar. El sonido del corcho saliendo fue tan elegante como un suspiro largo. Sirvió una copa para Nic, luego para mí, y nos dejó a solas. Nic levantó su copa, la olió, luego bebió un sorbo y gemió. Literalmente. —Mmm… Dios. Este vino es como un orgasmo lento en una boca bien entrenada. Puse los ojos en blanco. —Y si le agregamos que no tienes tiempo para entrenar bocas nuevas… —dije, llevando mi copa a los labios. El vino era bueno, lo admito. Y bajó por mi garganta como una caricia cálida—. Solo me quedaré porque ya ordenaste, y no quiero ser grosera con Liam. Nic asintió, como si aceptara el trato con su sonrisa de siempre. Levantó la carta, la hojeó sin prisa. Y sin levantar la vista, preguntó: —¿Tienes novio, Emma? Me congelé. Jamás me había hecho esa pregunta. Ni siquiera en broma. —¿Y a ti qué te importa? —¿Eso es un no? —dijo Nic sin mirarme, todavía concentrado en el menú. Pero yo sí lo miraba a él. Con descaro. Con rabia. Con algo peor: deseo. Traje azul eléctrico de diseñador. Sin corbata. Camisa blanca con los primeros botones desabrochados, mostrando apenas la piel dorada de su pecho. Un trago de vino. Una ceja alzada. —¿Te gusta lo que ves? —preguntó, levantando la vista justo para atraparme con los ojos sobre él. Mierda. Debía dejar de mirarlo como una jodida quinceañera en celo. —Eso es un “no hablo de mi vida con…” —¿Algún amigo con beneficios? —interrumpió sin vergüenza, bajando de nuevo la mirada al menú. —¡Nic, yo…! —Antes de seguir con esto —volvió a interrumpirme, como ya era costumbre—, debemos aclarar algo. Respiré con fuerza. El muy cabrón tenía el control de la conversación y lo sabía. —Yo, gentilmente —dijo con una sonrisa cínica—, como el humano caritativo que soy, acepto ayudarte a aprender todo lo que tengas que saber del sexo. Pero solo si tú cumples con una condición. —¿Condición? —pregunté, a la defensiva. —Si quieres dinero, podremos negociar… —No necesito dinero —Me cortó. ¿Es que nunca me iba a dejar terminar una frase? Él me miró, ahora con una intensidad peligrosa. Sus ojos maliciosos. Su sonrisa firme. Su voz, suave y letal. —¿Al menos sabes quién soy, Emma? ¿Un cabrón egocéntrico mononeuronal? ¿Cínico, arrogante, idiota, individualista...? ¡Podría seguir! —¿Mi vecino y ahora el hombre que me hace la vida difícil en cada programa que presentamos juntos? —Buen intento —murmuró. Y entonces, su tono cambió. —Soy el socio mayoritario de una fundación que realiza miles de inseminaciones anuales. Soy psicólogo, graduado en Cambridge, con un máster en Sexología. Fui profesor en la Universidad de Nueva York. Tengo mi propio consultorio. Soy terapeuta de pareja. Y conduzco el programa nocturno más exitoso del país. Me quedé en blanco. —¿Crees que necesito dinero? —preguntó. —¡Qué sé yo! Los millonarios nunca están conformes —argumenté torpemente. Él me miró, y sonrió. Pero ahora su sonrisa era otra. Oscura. Apagada. Peligrosamente seria. —Emma, me pareces una mujer… delirante. Y muy inteligente. Sus ojos se oscurecieron. Su tono se volvió grave. Su voz, grave y áspera como terciopelo mojado en whisky. —No es dinero lo que quiero de ti. —¿Entonces? Él se inclinó hacia mí, lento, decidido. Sus manos se apoyaron en la mesa, y su cuerpo se acercó más de lo necesario. Su perfume. Dios. Fresco. Masculino. Irresistible. Si sudado olía bien, limpio era un maldito pecado. —Te lo aclararé —dijo a centímetros de mi boca. —Te escucho —respondí apenas, con voz rota. Y entonces, me mató. —Quiero arrastrarte hasta mi cama —susurró—. Sentir tu cuerpo temblar bajo el mío mientras lo incendio hasta que el clímax arrase con tu voluntad. Mi piel se erizó. —Quiero follarte hasta quedar agotados. Hacer que tu pulso se acelere, que sientas que te falta el aire, que tu cuerpo explote en miles de partículas. Me paralicé. —Y vas a quedar tan jodidamente saciada… que vas a suplicar por más. Te quiero a mi disposición, Emma Blake. Cuando quiera. Donde quiera. A la hora que quiera. Pausa. Respiro. Muerte. —A cambio, haré que aprendas lo mejor sobre el sexo —remató—. Incluso para que puedas presentar el programa tú sola, si eso es lo que quieres. Yo no dije nada. Porque no podía. Porque mi lengua era un nudo. Porque él acababa de desnudar mi mente… sin tocarme.
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