Resoplé.
Fuerte, larga y con todo el enojo acumulado en mi pecho.
Apagué la laptop de golpe y me levanté, caminando directo a mi habitación como si pudiera dejar atrás mis pensamientos con solo cerrar una puerta.
Necesitaba dormir.
Olvidarme del imbécil de Nicolás ‘soy el mejor follando’ West.
Me tiré en la cama, todavía con ropa, y cerré los ojos.
Pero el muy idiota seguía ahí. En mi cabeza. En mi cuerpo. En ese lugar maldito entre el odio y el deseo que no sabía cómo arrancarme.
A la mañana siguiente, desperté de mejor humor. O al menos lo intenté.
Caminé descalza hasta la cocina, esperando encontrar el desastre habitual de mi hermano menor… pero Mateo no estaba.
Fruncí el ceño.
Últimamente se estaba yendo a la escuela sin despedirse. Sin decir palabra. Sin siquiera dejar la taza sucia en la mesa.
No me hablaba.
Y, siendo justa, yo tampoco hacía mucho para remediarlo.
La herida entre nosotros era una cicatriz abierta.
Yo la evitaba. Él la usaba para empujarme más lejos.
Tomé mi celular y le mandé un mensaje:
¿Llegaste bien a clases?
Avísame.
Nada.
No me respondió.
No era la primera vez que lo hacía, pero esta vez me dejó un nudo raro en el estómago.
Lo dejé pasar. Me forcé a concentrarme en el guion del programa. El tema de hoy era “Fantasías comunes VS tabúes reales”. Tenía una línea fuerte para defender, y no podía permitirme debilidades.
Pero a media tarde, mi celular volvió a sonar.
La pantalla mostraba un número conocido: la escuela.
El mal presentimiento fue inmediato.
No era la primera vez en la semana que llamaban.
Respondí.
—¿Señorita Blake? —dijo la voz severa y molesta de la directora—. Su hermano… volvió a meterse en problemas. Agradeceríamos que viniera lo antes posible.
…
Conduje en silencio.
Los dedos apretados en el volante.
La mente hecha un revoltijo de culpas, rabia y algo peor: impotencia.
Al llegar, la secretaria me indicó la sala de espera de la dirección.
Ahí estaba Mateo.
Sentado. Con la mochila en las piernas.
Y el labio roto.
Cuando me vio, no mostró emoción alguna.
Ni vergüenza. Ni arrepentimiento. Ni rastro de niño. Solo ese gesto neutro que ya le conocía… el que usaba cuando no quería hablar de lo que dolía.
Mateo intentó hablar.
—Emma… yo no empecé la pelea —dijo en voz baja.
Pero yo ya estaba molesta.
Molesta porque tenía trabajo acumulado.
Molesta porque el director del programa me esperaba.
Molesta porque, una vez más, mi hermano me metía en un problema que yo no había pedido.
Levanté la mano, deteniéndolo.
—No —le dije sin mirarlo—. No ahora.
Él se calló.
Y justo en ese momento, la directora salió de su oficina.
—Señorita Blake, por favor, pase —indicó con tono autoritario.
Entré, con el estómago apretado.
Me senté frente a su escritorio, y la señora comenzó su sermón de siempre: notas, conducta, actitud desafiante, peleas constantes.
Yo asentía.
No porque estuviera de acuerdo, sino porque sabía que no tenía derecho a discutir.
Solo escuchaba y me disculpaba.
—Entiendo que sus padres fallecieron hace poco, y eso es… trágico —dijo la directora, sin ninguna emoción real—. Pero esa no puede ser una excusa para justificar todo lo que hace su hermano. Lamento decirle que Mateo será dado de baja de la institución.
Tomó un folleto del cajón y me lo extendió.
—Esta es una institución especializada para chicos con conductas conflictivas. Están preparados para manejar casos como el suyo.
Tomé el folleto sin decir nada.
Le eché un vistazo.
Internado.
Horario controlado.
Disciplina estricta.
Encerrar a Mateo. Como si fuera un caso perdido.
Ella pareció leer mi duda.
—Piénselo, señorita Blake. Usted es joven. Muy joven para lidiar sola con este tipo de problemas.
Quise responder algo.
Pero mi garganta se cerró.
Me levanté. Le di la mano.
Y salí sin mirar atrás.
Mientras caminaba hacia el auto, las palabras de la directora martillaban en mi cabeza.
Demasiado joven.
Una carga muy grande.
Problemas que la superan.
Los zapatos de Mateo sonaban tras de mí.
Pisadas torpes, rápidas, nerviosas.
—¡Al menos puedes escucharme! —gritó él cuando llegamos casi al auto.
Me giré de golpe.
—¿Escucharte decir qué, Mateo? ¿Que no hiciste nada? ¡Otra vez!
—Y si te lo dijera… —me miró, serio, dolido—, ¿me creerías?
Me quedé en silencio.
Lo miré a los ojos.
Parecían sinceros. Oscuros, asustados.
Pero… no lo conocía lo suficiente.
No como hermana.
No como debería.
Y eso me dolió.
Porque no supe qué responder.
Mateo bajó la mirada.
Sus hombros cayeron.
Pasó junto a mí sin decir una palabra más.
Subió al auto. Cerró la puerta.
Se encerró en su burbuja.
Y yo me quedé afuera, sintiéndome exactamente como él me había visto:
Una desconocida.
…
Otro día más pasó.
Y con él, la sensación de que la distancia entre Mateo y yo se hacía más ancha.
Más densa. Más definitiva.
La escuela que la directora me recomendó seguía rondando mi cabeza como una idea venenosa: ¿era una solución… o solo otra forma de rendirme?
Suspiré.
Fui a la cocina.
Me preparé un café n***o, sin azúcar. Amargo. Exactamente como me sentía.
Era mi día libre.
Mi plan perfecto era encerrarme en la cama, con el teléfono en silencio y una película de fondo mientras Mateo se metía en su cueva emocional fingiendo que yo no existía.
Y entonces llegó el mensaje.
Bonita,
Tenemos cita con Colin. Hoy. En “Lumiere”.
Tú fijas la hora.
Sí, lo sé, soy el mejor y me amas.
—L.
Resoplé.
Liam, maldito encantador del caos.
Fui directo a la guía de contactos, marqué al restaurante y confirmé lo que ya sabía: Lumiere tenía la mejor comida francesa y un servicio tan serio que hasta los camareros hablaban en tono bajo.
Había estado allí una vez con Maddie y Rick.
Una cena de aniversario. Demasiadas velas, demasiado vino, y un postre que costaba más que una semana de mi sueldo.
Hice la reservación para las 8:00 p.m.
Mesa para tres.
Tomé el celular y escribí:
Lo tengo. “Lumiere”, mesa para tres, 08:00 p.m.
Puntualidad. Vamos a hablar de trabajo.
Besos, y espero que hayas usado un condón.
—E.
…
A las 7:50, ya estaba en la entrada del restaurante.
Nerviosa.
Y casi desnuda.
Gracias, Maddie.
—Es un vestido elegante, no una provocación —me había dicho, mientras me metía a la fuerza en una tela que apenas cubría lo legal y unos zapatos que definitivamente fueron diseñados para la tortura.
“Zapatos de muerte” los llamé.
Y la única razón por la que no me negué fue porque Maddie me miró con esa sonrisa de amiga que sabes que no te dejará volver al departamento si no la obedeces.
Así que ahí estaba.
Las piernas temblando.
La espalda recta.
El escote, expuesto.
—Reservación a nombre de Emma Blake —le dije a la recepcionista, tratando de sonar más segura de lo que estaba.
Mi celular vibró.
Lo saqué del bolso con el corazón en pausa.
Hola nena.
Me vas a matar, pero surgió un imprevisto y no puedo acompañarte.
Hablé con Colin. Le expliqué de lo que se trata.
Es un cabrón, puede ser algo petulante,
pero el hombre sabe lo que hace… y habla.
Te quiero.
Hablamos mañana.
—L.
¿QUÉ?
¿Me había dejado sola?
¿Con un hombre que se supone me iba a “enseñar” sobre sexo?
¿En un restaurante caro, vestida como una escort millonaria?
Me tragué el impulso de mandarle un audio gritándole.
Y, en cambio, respiré hondo.
Muy hondo.
La recepcionista me indicó la mesa.
Y mientras caminaba, solo pensaba una cosa:
Si este Colin resulta ser otro Nic West, juro que esta vez sí alguien va a salir golpeado.