—¿A qué has venido? —pregunté, reuniendo las pocas fuerzas que me quedaban.
Michael desvió la mirada de la señora Martha hacia mí y rodó los ojos con fastidio.
—¿Ni un “gracias”, querida cuñada? —replicó con sarcasmo—. Aunque no sé si debería seguir llamándote así… después de todo, Arthur ya está muerto.
Soltó una risa breve, apenas un soplido, pero suficiente para que me hirviera la sangre.
Reírse de la muerte de Arthur era la mayor ofensa que alguien podía cometer contra mí.
—Bien —dije, incorporándome un poco con ayuda de la señora Martha, quien colocó una almohada detrás de mi espalda—. Te agradezco que estuvieras en el lugar correcto. Salvaste mi vida y la de mis hijos. Y aun con tu mala actitud…
—¿Mala actitud? —interrumpió él, ofendido… o fingiendo estarlo—. ¿Acaso no eran ustedes quienes estaban hablando de mí a mis espaldas, a pesar de mi buena fe?
—¿Buena fe? —repetí incrédula—. ¿Sentiste buena fe el día que me robaste la oportunidad de despedirme de mi esposo?
La sonrisa de Michael se torció. No era amable. No era humana. Era la de un cínico que disfrutaba de la desgracia ajena.
Entonces comprendí por qué ni Arthur ni Ethan hablaban de él.
—¿Robarte? —preguntó burlón—. ¿De qué hablas?
—El día que Arthur murió —dije con voz firme— me sacaste de la habitación. Me quitaste el derecho de estar a su lado hasta el final.
Él chasqueó la lengua, divertido.
—Oh, sí. Lo recuerdo muy bien. Un día memorable.
Pero te hice un favor —añadió con ese tono despreciable que usaba para intentar sonar superior—. Te evité el dolor de verlo morir. Y a Arthur le ahorré la angustia de preguntarse qué sería de su esposa después de su partida.
—Ese no era tu favor que dar —repliqué, alzando un poco la voz.
Mi hijo soltó un pequeño quejido desde su cunero.
La señora Martha me tocó la mano.
—Tranquilízate, Christine. Acabas de tener dos bebés. No deberías alterarte.
—¿Por nada? —pregunté, mirándola. Pero al ver su expresión, entendí lo que intentaba decirme:
él no merecía mis lágrimas ni mi energía.
Michael carraspeó, aburrido.
—En fin, dejemos esta charla tan emocional y vayamos a lo importante —dijo, sacando una hoja doblada y un bolígrafo del bolsillo de su chaqueta—. Necesito que firmes esto.
Si hubiera estado en pie, le habría arrebatado el papel para arrojárselo a la cara.
Pero atada a una cama, lo único que pude hacer fue preguntar:
—¿Qué es?
—Un permiso para comprobar la legitimidad de tus hijos —respondió, con un dejo de irritación bajo su sonrisa falsa.
—¿De qué diablos estás hablando? —espeté.
—La empresa está tambaleándose —explicó con un gesto despectivo—. Y gracias a tu encantadora presencia, todo pende de un hilo. Firmemos esto rápido: yo recupero la empresa y tú puedes seguir con tu vida… lo más lejos de mí posible. Un ganar–ganar.
Acercó la mesa plegable hacia mí para que tuviera dónde apoyar la hoja.
—¿Qué pretendes hacer? —pregunté—. Ethan quedó a cargo de la empresa. Arthur lo preparó para eso.
Michael soltó una carcajada amarga.
—Ethan es el hijo bastardo de mi padre. Sin Arthur, nadie respalda su presidencia. En cuanto el acuerdo se active y recuperemos el control, yo dirigiré la empresa.
Pero su tono no era orgulloso. Era resentido.
—¿Por qué ahora? —pregunté—. A ti nunca te importó nada de esto.
Michael entrecerró los ojos, como si mis palabras le parecieran irrelevantes.
—Eso a ti no te incumbe —dijo—. Solo firma. Y todo esto terminará. Dejaremos de vernos. Y tú ya no tendrás ninguna relación con los Sallow. ¿No es eso lo que quieres?
Me quedé en silencio unos segundos, procesando.
Él era un monstruo.
Pero también era cierto que nuestros caminos jamás deberían cruzarse otra vez.
Si firmar significaba alejar a mis hijos de él, incluso si perdían su herencia…
Era un sacrificio que estaba dispuesta a hacer.
—¿Si firmo… me dejarás en paz a mí y a mis hijos? —pregunté al fin.