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Los pecados del marqués

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Blurb

Alaric Everlaigh, marqués de Blackstone, ha hecho de la frialdad su armadura y del control su única ley. En su mundo, las mujeres mienten, traicionan o esperan algo a cambio, y él aprendió hace tiempo a no darles la menor oportunidad. Entre el peso de un título centenario que jamás pidió, encuentros sin compromiso y la responsabilidad de criar a Leo, su pequeño hermano, ha encontrado un frágil equilibrio… hasta ahora.

La llegada de la nueva niñera, una mujer de formas suaves y mirada implacable, amenaza con romperlo todo. No es como ninguna otra: directa, ingeniosa y capaz de atravesar sus defensas con una sola observación. Alaric no entiende qué pretende, pero sí sabe que su sola presencia le incomoda… y le atrae de una manera que detesta.

En un castillo donde los muros guardan secretos y el pasado aún sangra, Alaric descubrirá que no todas las batallas se ganan con estrategias o fuerza, sino con el corazón. Y que la mayor amenaza quizá no sea un enemigo, sino una mujer a la que nunca vio venir.

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Capítulo 1. Los pecados de Alaric
Pov Alaric La música retumbaba como un latido constante en las paredes oscuras del exclusivo club nocturno de Mayfair. Las luces estroboscópicas pintaban figuras eléctricas sobre las paredes de terciopelo rojo, mientras el aroma a licor caro y perfume francés llenaba el aire. Yo descansaba en uno de los boxes VIP, con una copa de whisky en la mano y una modelo despampanante sentada sobre mi regazo. Ella se llamaba Celine. Cuerpo de revista, piernas interminables, cabello como seda negra y una boca hecha para el pecado. Y estaba completamente fascinada conmigo. ¿Y cómo no iba a estarlo? Yo era Alaric Everleigh, un marqués: atractivo, poderoso, enigmático, completamente forrado… y que cogía como si fuese un Dios del Olimpo. Ella murmuró algo cerca de mi oído, riendo. Cómo respuesta yo sonreí de lado, ladeando la cabeza con un gesto de pura autoconfianza. —Ve —le dije, deslizando una mano por su muslo expuesto de manera posesiva y con una intención evidente—. Te espero allí. Celine se levantó y caminó hacia los baños, contoneando las caderas. No había pasado un minuto cuando me puse de pie, dejé mi copa en la mesa y caminé tras ella con la calma de un depredador. La puerta del baño de mujeres se abrió con un leve chirrido. Celine estaba frente al espejo, retocándose los labios. Sonrió al verme, aunque disimuló sorpresa. —¿Qué haces aquí? —susurró con un dejo de curiosidad y excitación. No respondí. En cambio la tomé de la muñeca y, sin darle tiempo a resistirse, la empujé suavemente hacia uno de los cubículos. Cerré la puerta y la atraje con fuerza. Mis labios devoraron hambrientos los de ella, mientras mis manos ya estaban bajo la tela de su vestido, subiéndolo sin cuidado. Celine jadeó, se aferró a mi cuello, sin entender del todo lo que estaba pasando pero completamente atrapada. Sin más dilaciones la giré, la apoyé de espaldas contra la puerta del cubículo y, sin otro preámbulo, levanté por completo la falda de su vestido, arranqué sus braguitas, saqué mi larga y gruesa v***a enfundandome un condón, y la penetré. La poseí con una intensidad salvaje, nuestros cuerpos moviéndose al ritmo de una pasión que no dejaba espacio para palabras dulces ni promesas de un mañana glorioso, aunque quizá ella así lo pensaba. Ella gimió, levantó su brazo por su costado, giró su cabeza y me besó, mientras yo movía mis caderas y tomaba uno de sus senos por debajo de la tela de su delicado vestido. —Te gusta, dime si te gusta como te cojo… —le dije pues me gustaba hablarles sucio a las perras como ella. —Me encanta… —dijo entre gemidos y me puse más duro. Con un último impulso, agarré fuerte sus caderas y me hundí más profundo con inmenso placer. Solté un gruñido animal cuando me liberé, ella también temblaba como una hoja. Inmersa en su propio éxtasis, sus piernas apenas la sostenían, podía darme cuenta. Cuando mi v***a se drenó por completo, me aparté sin un ápice de ternura, me saqué el condón y lo tiré en la basura, me acomodé la camisa y abotoné los pantalones con precisión quirúrgica. Celine aún respiraba entrecortadamente, su maquillaje ligeramente corrido, las mejillas encendidas. —Eres muy bella —dije, mirando su reflejo en el espejo resquebrajado del cubículo—. Quizá algún día podamos repetir. Ella me miró, sin poder disimular el desconcierto en su expresión. Parpadeaba como un buho y casi suelto una carcajada, por su pueril desconcierto. —¿Repetir? —preguntó, incrédula—. ¿Pero…cómo? La miré con una media sonrisa. —Si, ya sabes, como lo que hace la gente cuando vuelve a hacer algo que ya hizo… —le expliqué como si fuera tonta, de hecho creo que mi hermano cuando tenía un año era más inteligente que ella. —Pero… —ella balbuceó— pensé que yo te había gustado… De verdad. Solté un suspiro, generalmente las mujeres que se metían conmigo ya sabían de lo que se trataba, pero claro, incluso siendo modelo, podría tratarse de una excepción. —Celine, no te confundas. Fue exactamente lo que fue. Un satisfactorio polvo, y punto. Me acerqué, le acaricié la mejilla y, como si realmente fuera una niña ingenua, le besé la punta de la nariz con una condescendencia insultante. —No te creas la gran cosa. Eres solo una más del montón, cariño. No es nada personal contigo. Ella retrocedió un paso, como si mis palabras la hubieran abofeteado. —Eres un imbécil —me escupió con los ojos encendidos de humillación. Solté una carcajada baja, elegante. Aunque entiendo que para ella puede haber sido insultante…claramente me importaba un bledo haber herido sus sentimientos. —Y tú eres demasiado sensible —dije mientras abría la puerta del cubículo—. Nos mantendremos en contacto ¿Ok? —Vete al infierno maldito idiota —gritó y me tiró un zapato por la cabeza, que esquivé con una innata y sorprendente habilidad para ello. No mucho más tarde, la noche seguía su curso, brillante y ruidosa en la ciudad, pero yo necesitaba algo distinto. Había demasiada música, demasiado perfume barato y demasiado interés fingido en el último club. Así que, después de dejar a Celine Stuart con la falda mal abrochada y la dignidad rasgada en el baño de mujeres, subí a mi Aston y conduje directo al único lugar donde todavía se respiraba clase: The Grey Lion. Al abrir la pesada puerta de roble, el ambiente me envolvió como un guante de cuero suave. Tabaco, coñac, madera pulida. Luces bajas. Hombres hablando en murmullos, riéndose con el tipo de seguridad que sólo da el dinero heredado y el desprecio por la opinión ajena. Un sitio donde el ruido del mundo no entra, y nadie pregunta en qué baño tuviste sexo un momento antes. Ahí estaba él. Sentado en su sillón habitual, copa en mano, leyendo The Times como si fuera 1950. Emanuel Cross. Mi hermano de otra madre. El único que me conocía más allá de la superficie pulida. —Llegas tarde —dijo, mientras yo aún estaba desabrochando el primer botón de mi camisa antes de tomar asiento frente a él. Él levantó la vista y sonrió sin entusiasmo. —Pensé que te encontraría en el club. La rubia del cartel de Lancôme estaba preguntando por ti —murmuré alzando una ceja con una media sonrisa. —Hubo un problema con la bolsa de Tokio —repuso él, dejando el periódico a un lado—. Todo se fue a la mierda con las tecnológicas. Me quedé ajustando estrategias. Después... solo quería una copa. Nada de música, ni de zorras. Solté una carcajada seca. —Eso explica por qué estás vestido como si tuvieras sesenta años. Emanuel giró los ojos y llamó al camarero con una leve inclinación de cabeza. —¿Y tú? ¿Cómo te fue esta noche, oh príncipe de la decadencia? Tomé la copa que el camarero me sirvió sin preguntar, y le di un sorbo largo. Ardió como debía. —Me cogí a Celine Stuart. —¿La modelo nueva? ¿La que está en todas las campañas de otoño? Asentí con una sonrisa ladeada. —En el baño. Cubículo del fondo. De pie. Tiene un cuerpo que no se olvida fácilmente. Un culito esculpido por los dioses y una cintura de avispa que... joder, casi me hizo venirme como un adolescente cachondo, antes de tiempo. Emanuel se rió, negando con la cabeza mientras revolvía su whisky con gesto distraído. —No cambias más. —No pienso cambiar —repliqué, esta vez más serio. Apoyé los codos sobre la mesa, observando el ámbar de mi copa—. No necesito cambiar. Para heredar ya tengo a Leo. —Alaric... —Está todo arreglado, lo sabes. Testamento, fideicomiso, etc. Leo va a tenerlo todo. Yo... solo necesito seguir respirando y ser feliz mientras veo arder el mundo. Emanuel me miró en silencio unos segundos, como si buscara una grieta en mi fachada. —¿Y la chica? ¿Se fue contenta? —Se quedó con las piernas temblando así que sí, pero… —¿Pero…? Lo miré, despreocupado. —No le gustó saber que no era algo especial así que se ofendió —respondí, encogiéndome de hombros con indiferencia—. Me miró como si le hubiera pateado el corazón. Me preguntó si lo decía en serio, que creía que le había gustado de verdad. Le besé la nariz y le dije que no se creyera tan especial. Que era una más. —Eres un cabrón. —Soy honesto. Que no es lo mismo. No les miento, Emanuel. Les doy placer, les doy fuego, y después les recuerdo quién soy. Ellas se engañan solas, no es como si les apuntara un arma en la cabeza para coger conmigo. Él bebió sin decir nada, y por un instante el silencio del club nos envolvió con su calidez masculina, rota solo por el chasquido de las copas y el murmullo lejano de otros lords discutiendo sobre caza o política. —A veces pienso que te quedarás solo —dijo él al fin, con tono suave—. Que un día mirarás a tu alrededor y no habrá nadie que realmente te importe. O que tú le importes. —Eso es lo que busco —repliqué, girando la copa entre mis dedos—. La soledad no decepciona. No exige. No te parte el alma a la mitad en una noche lluviosa. —No todas son iguales, Ric. —¿Y tú? ¿Te vas a enamorar otra vez? Emanuel hizo una mueca que fue entre sonrisa triste y resignación, pero no dijo nada por el cambio de tema. —Tal vez no. Pero a veces me gusta pensar que sí. —Mírate a tí, tu prometida te dejó POR SU PRIMO la noche antes de tu boda, por amor de Dios ni que estuviéramos en el siglo dieciocho… Con verte a tí, solas se me van las nulas ganas que tengo de ponerme en serio con una y pedirle matrimonio. —Esto no se trata de mí y lo sabes perfectamente. —No vamos a hablar de eso ahora —dije en voz baja pero que daba un mensaje claro. Él asintió. —Como quieras. ¿Otro whisky? —Sí. Esta vez doble. Mientras el camarero volvía a llenar nuestras copas, pensé en Celine. En sus labios con el maquillaje corrido mientras me miraba acomodarme la camisa. En la forma en que me miró al escuchar mis palabras. Pobre ilusa. Pensó que era diferente a las demás. Todas pensaban eso. Pero ninguna lo era. Emanuel levantó su copa. —Por el dinero que nos protege. Y por las mujeres que no se quedan. —Por eso —repetí, brindando sin emoción. Y bebimos. Como dos caballeros que saben que su castillo está hecho de humo, pero aún así, se niegan a dejarlo arder.

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