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1228 Words
Buenos Aires 1862 Las risas se oían por los pasillos de la casona de la calle Venezuela. Las voces de las jóvenes terminando de alistarse para aquel gran evento que habían esperado durante meses ocupada hasta los rincones más oscuros de aquella mansión. Los sirvientes corrían de un lado a otro en busca de lo que les era requerido y el cochero estaba listo en el umbral para cuando las niñas se dignaran a salir. Alina y Felicitas con apenas 17 años disfrutaban tanto de aquel momento que el tiempo parecía correr demasiado rápido. -Vamos, vamos señoritas, que su madre me va matar.- les dijo Edelmira, la nana de Felicitas abanicándose con su mano. Si bien estaban en otoño, los pedidos de su niña eran tan exigentes que se había movido por toda la habitación sin un minuto de descanso. -¡Ya vamos, ya vamos! Uno no visita el teatro Colón todos los días.- le aclaró Felicitas con su dulce voz mientras terminaba de acomodar el prendedor que le había prestado a su amiga. Alina era algo más alta que ella, tenía las caderas más anchas y exuberantes pechos que intentaba contener con el apretado corset que vestía debajo del vestido. Su cabello era claro como el de su madre y sus ojos amarronados tan curiosos como interesantes. Era unos años mayor que ella pero eso nunca les había importado, su amistad crecía cada día y se sentían como hermanas. -Me dijeron que medio Buenos Aires va a estar allí.- le dijo Alina mientras subían al carruaje. -¡Sí! A lo mejor hasta te encuentro un pretendiente para que te olvides del tal Carranza.- señaló Felicitas con tono burlón. Alina había visto apenas 2 veces al comandante Justo Carranza en la sala de su casa, pero se parecía tanto a aquel militar de su libro que se había imaginado que sería el hombre perfecto para ella. No sabía nada de él más que se había unido a la milicia del Plata y con la esperanza de que regresara algún día y volviera a cenar a casa de sus padres vivía en su mundo de fantasía, acompañando a su amiga en su lucha por alejar a los múltiples pretendientes. -A lo mejor encuentras a alguno para vos, no dejas de encontrarle defectos a todos los que se te acercan.- arremetió su amiga con tono burlón. -Es que si quiero evitar que me casen con aquel viejo que quieren mis padres tengo que encontrar al hombre perfecto.- le respondió su amiga cuando estaban llegando por fin al imponente teatro. Era la primera vez que las amigas asistían a un lugar como ese. El edificio era tan hermoso que ambas se quedaron sin habla. Sus familias comenzaron a avanzar por la alfombra roja que habían colocado para la ocasión y ellas se tomaron de brazo para seguirlos. Cada paso que daban encontraban una belleza superior a la anterior. Los cortinados, las gigantes arañas, el terciopelo, el bronce. Cada estancia era más hermosa que la anterior. Los guiaron hasta los palcos que les habían sido asignados y las amigas debieron separarse. -No dejes de mirar lo que te dije.- le dijo Felicitas antes de dejarla logrando que su las mejillas de su amiga adquieran un tono ferviente. Si bien hablaban de romance cuando estaban solas, no era adecuado hacerlo en público y si bien nadie comprendió a lo que se refiere el simple hecho de saberlo la hizo avergonzarse. Comenzó el primer acto de La Traviata interpretado por la Sra. Lorini y la acústica de aquel fantástico edificio transportó a las jóvenes a una atmósfera de emoción que nunca antes habían sentido. Alina sintió a sus labios fruncirse y sus ojos se empañaron obligándola a limpiar las lágrimas con el dorso de uno de sus guantes. Lo estaba disfrutando tanto que se olvidó de dónde se encontraba y cuando aquel primer acto culminó sus manos se juntaron con algarabía para aplaudir con todas sus fuerzas. Su familia se levantó para retirarse en el intervalo pero ella se quedó un rato más en su silla. Su vista continuaba en aquel telón, que aunque se encontraba cerrado aún guardaba lo increíble del acto representado. -¿Puedo ofrecerle un pañuelo?- le preguntó una voz masculina desde atrás. Algo sobresaltada se puso rápidamente de pie para ver a quién le pertenecía aquella voz grave demasiado cercana que nunca antes había oído. -Mi familia acaba de salir, no es prudente que está aquí.- le dijo temerosa al caballero de ojos negros y levita oscura, qué le ofrecía un pañuelo con su mano enguantada. Josñe Montes de Oca era el menor de tres hermanos, había regresado de Londres ese mes y debía seguir los pasos de su familia para convertirse en un hombre de la medicina. No renegaba de aquella profesión pero deseaba tener tiempo para compartir con amigos también y poder conocer alguna señorita que no le fuera impuesta por su madre. Había visto a Alina desde su palco al otro lado del teatro y desde entonces sólo se decidió a analizar sus gestos aprovechando las gafas que le habían dado. Era una mujer hermosa, sus cabellos recogidos caían dorados sobre sus hombros y su sonrisa iluminaba todo su rostro. Fue ver la primera de sus lágrimas caer para terminar de convencerse de que valía la pena acercarse a ver más. -Lo siento, tiene usted razón, pero sus lágrimas eran cómo dardos que me atravesaban y debía al menos rescatarlas en este trozo de tela para que no perdieran su valor.- le respondió con sus ojos entrecerrados disfrutando de aquella inocencia que la joven le regaló al ver que sus mejillas se sonrojaron por segunda vez en la misma tarde. Alina no pudo evitar sonreír y rápidamente se cubrió los labios con su mano. ¿Quién era este caballero que le hablaba con tanta confianza, pensó comenzando a mirar a los lados en busca de alguien que le señalara que aquello era incorrecto. -Gracias, es usted muy amable.- le respondió cuando ya no quiso luchar contra su alocado corazón. -De nada. José Montes de Oca, para servirle, señorita…- le respondió el joven ofreciéndole su mano ahora vacía. -Alina. Alina Cáceres.- respondió ella apresurada bajando su mirada con vergüenza al terminar de hablar. Normalmente las presentaciones se hacían en presencia de los padres, incluso los paseos programados eran con chaperones y ella estaba allí en un palco a solas con un hombre tan atractivo como enigmático. En ese momento el bullicio de la sala pareció callar y los miedos le dieron lugar a una nueva sensación, le entregó una de sus manos, a la que previamente le había quitado el guante y cuando José depositó sus labios sobre el dorso ya no supo si estaba despierta o dormida. -Fue un placer Señorita Cáceres.- le respondió el hombre ocultando la emoción de aquel encuentro y antes de que ella pudiera responderle desapareció detrás de la pesada cortina de terciopelo azul para dejarla en las nubes. Con un pañuelo apretado entre sus dedos y la piel ardiendo se olvidó del pasado, del militar y de sus novelas. Ahora había conocido a un hombre de verdad, uno que la había ido a buscar, que le había regalado una de sus pertenencias. Uno cuyo nombre sería tan imposible de olvidar como el contacto de sus labios sobre su mano.
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