🩰 ~AILÉN MITCHELL~ 🩰
La puerta de la habitación se abre y Nancy, una de las enfermeras del hospital entra, trayendo una bandeja con mi comida. Me mira y sonríe. Todas son bastante amables y me tratan muy bien. Me cargan en brazos, me bañan, me peinan, me dan masajes en las piernas para mantener la circulación de la sangre, masajes lumbares y también me dan ánimos. A veces debo fingir que estoy bien solo por darles el gusto, cuando la realidad es otra. No estoy bien. Ni física y mucho menos mentalmente.
—¿Cómo estás hoy, Ailén? —pregunta, caminando hasta mi cama. Se acerca a una mesa y coloca allí la bandeja, mientras se agacha para buscar el control de la cama para darle inclinación y así yo pueda estar en una posición sentada.
—Estoy muy bien, gracias —respondo—. ¿Y tú?
—Yo muy bien. Hoy mi novio y yo estamos cumpliendo dos años de relación y me llevará a cenar a un muy buen restaurante de la ciudad —me comenta con entusiasmo, cuando mete los brazos tras mi espalda y me ayuda a sentarme.
—¿De verdad? Pues espero que tengan una preciosa velada —manifiesto.
Acomoda las almohadas atras de mí para que le sirvan de soporte a mi espalda y baja el soporte para la bandeja, colocándolo frente a mí. Luego va a la mesa a traer la bandeja.
—Gracias, Ailén. Eres muy amable.
—Oye, y entre otras cosas, ¿no sabes si han seguido insistiendo en hablarle a mi padre para que venga a verme? —pregunto.
Voltea a verme y noto cómo suspira. Vuelve a coger la bandeja y regresa a la cama, trayéndola.
—Sí se le ha seguido llamando, Ailén, pero sigue sin responder. Creo que ha bloqueado los números del hospital, porque ahora manda directamente al buzón de voz.
Apoya la bandeja en el soporte para que yo coma: Hay sopa de tomate, ensalada jardinera, pollo a la parmesana, gelatina de naranja como postre y para tomar, jugo de sandía y agua.
Me han dado mucha agua para que mi cuerpo se hidrate.
La comida en este hospital es una delicia y el exquisito aroma golpea mis fosas nasales, pero nada de eso me quita el desánimo que siento, al saber que durante todos estos días, ya casi una semana desde que desperté del coma, mi padre no se ha tocado el corazón y no ha venido a verme.
—Pero no te desanimes, Ailén —la enfermera me acaricia la cabeza y el cabello con dulzura—. Al menos tu esposo sí ha venido todos los días al hospital.
Escuchar que me hablen de ese hombre al que no conozco y que supuestamente es mi esposo, me revuelve el estómago y me pone tensa. Desde ese día que vino a darme semejante mala noticia, no lo he vuelto a ver, pero las enfermeras siempre me informan que viene a diario a preguntar por mí, aunque siempre se rehúsa a entrar a la habitación, lo cual agradezco, porque no es como que yo le quiera ver la cara.
—Hum ya —murmuro cortante y agarro la cuchara para empezar a tomar mi sopa de tomate.
—Ailén, en dos días se te dará de alta y si tu padre o algún otro pariente no vienen para hacerse cargo de ti, tendrás que irte con él —dice Nancy.
Le doy un encogimiento de hombros en respuesta.
—Ya veré cómo le hago, pero yo no me iré con él. No sé quién es y tampoco tengo intención de conocerlo. —De la sopa paso a la ensalada jardinera y suspiro.
Es una verdadera lástima que mi teléfono móvil se haya perdido en el accidente. Allí tenía el número de Daniela y mis amigas del ballet. Quizá alguna de ellas pudiera ayudarme en esta situación. Aunque luego desisto de ese pensamiento, porque no me gustaría ser una carga para ellas. De hecho, no quisiera ser una carga para nadie, pues nunca me ha gustado serlo. Desde muy pequeña aprendí a valerme por mí misma gracias al desprecio de mi padre y desde que alcancé la adolescencia empecé a tener pequeños trabajos después de la escuela para sustentar mis propios gastos. Es por eso que me resulta algo verdaderamente humillante y denigrante, haber quedado en esta situación en la que tengo que depender de otras personas para todo, incluso hasta para ir al baño a hacer mis necesidades básicas.
De haber sabido que lo iba a perder todo, mejor me hubiera quedado en estado comatoso para siempre o me hubiera muerto en ese accidente.
¿Cuál es la gracia de vivir, si no tengo familia, ni un porqué, ni una forma de valerme por mí misma, para conseguir otro porqué, o siquiera para no ser una maldita carga para los demás?
No cabe duda de que la vida es sumamente injusta.
Ojalá me muriera ya.
[...]
🥃 ~VIKTOR DRAYTON~ 🥃
—Señor Drayton, la junta está muy satisfecha con las ganancias de este trimestre. Se prevé también un mayor crecimiento de Industrias Drayton para el próximo, teniendo en cuenta la adquisición de la cuenta Armstrong.
Repiqueteo con los dedos la superficie brillante de color caoba de la mesa de conferencias.
—Magníficas noticias, Barry. ¿Sabemos algo de la cuenta Kinsman?
Diez pares de ojos se posan sobre aquel hombre nervioso que repasa algunos archivos.
Otro ejecutivo se mete en la conversación con entusiasmo.
—Sí, señor Drayton. Han aceptado nuestra oferta y todo debería estar en marcha a finales de julio, señor. Le entregué a su padre todo el papeleo.
Me levanto de la butaca, asiento con satisfacción y doy por concluida la reunión.
Mientras sale el último m*****o de la junta, me paseo frente a los ventanales de la oficina. Miro las calles de Manhattan cuando me fijo en el ritmo caótico de la vida que bulle allá abajo. Contemplo las pequeñas figuras que circulan por las aceras, vuelvo a pensar
en mi vida y en esa chica que ahora es mi esposa.
Definitivamente, no estaba en mis planes casarme y mucho menos hacerlo con una mujer a la que no conozco y mucho menos estoy enamorado. No quiero tenerla en mi vida y mucho menos quiero estar casado con ella.
Suelto un hondo suspiro y dejo caer mis hombros con decepción.
Si tan solo hubiera dejado que un taxi me llevara ese día. Si tan solo no hubiera bebido. Si tan solo no hubiera visto lo que vi. Si tan solo no hubiera nacido o al menos no hubiera nacido siendo hijo de Benjamin Drayton. O mejor aún, me hubiera muerto en ese accidente. Pero, tal parece, la vida es bastante irónica y yo bastante estúpido al continuar atado a mi padre y a esa mujer.
Han pasado menos de tres días desde que el doctor me dijo que ya le van a dar de alta y yo ni siquiera he tenido el valor para ir a verla, desde el día en que despertó, por miedo a enfrentarme a la terrible verdad.
Ella sabe que estamos casados, pero no por qué razón, y mucho menos, quién soy yo: El desgraciado que le ocasionó ese accidente y le destruyó la vida.
Mis emociones van y vienen, me debato entre la verdad que tarde o temprano me veo obligado a enfrentar y entre mis deseos, en los cuales, ninguno entra el estar casado con esa chica, que de por sí, sin saber quien soy realmente, ya me odia.
Sumergido estoy en esos pensamientos, cuando mi padre entra en la oficina, sacándome de ellos.
—He hablado al hospital para saber cómo está esa chica y me han dicho que en dos días le dan de alta. ¿Ya has arreglado todo para recibirla en tu casa?
Me cruzo de brazos y lo fulmino con la mirada.
—No creo que ella quiera irse a vivir a mi casa. Ni siquiera me tolera.
—No me importa en absoluto lo que ella o tú quieran. —Se encoge de hombros y se sienta en el sofá de cuero n***o—. Están casados, hay un contrato de por medio y debes cumplirlo, lo quieras o no. Ese hombre —agita la mano en el aire, como si no pudiera recordar su nombre—, el padre de la chica, me ha llamado para quejarse, porque dice que lo han estado llamando a él para hacerse responsable de ella. ¿Qué es lo que quieres, Viktor? ¿Terminar en la cárcel por incumplir el contrato?
—Pues quizá sea lo mejor —reto causando que el semblante serio de mi padre se desencaje por la ira.
—¿Acaso te has vuelto loco?
—No. Pero creo que sería lo mejor. No quiero estar casado con esa chica y tampoco quiero...
—¡Te lo prohíbo! —ruge, exaltado, golpeando con su puño la mesa de café que tiene delante—. ¡No voy a dejar que ensucies este nombre y esta familia, llevándonos al escarnio mediático con un escándalo como ese —demanda, así justamente como él siempre hace y consigue las cosas que más le convienen a él y solamente a él. Se pone en pie y me da su ultimátum—. ¡Estás casado con esa chica, firmaste un contrato, ahora cúmplelo y no seas un cobarde, Viktor, o te juro que yo mismo te haré pagar con creces, y no me refiero a ir a la cárcel simplemente, sino a volver tu vida un infierno del que vas a suplicar que te deje salir y, créeme, no lo haré!
Suelto un bufido cargado de ironía y ladeo una sonrisa sardónica.
«Como si mi vida ya no fuera un infierno gracias a él».
Gira sobre sus talones y se va de mi oficina, dejándome con la rabia subiendo por mi garganta hacia mi boca, como bilis amarga.
[...]
Acerco a mi pecho la larga americana negra. Es tan ajustada que se me amolda al cuerpo como una segunda piel. Me arremango los puños y miro las ambulancias alineadas en el exterior. Un segundo después, los paramédicos hacen entrar a los pacientes y me hago a un lado para darles pasada. Al atravesar las puertas de cristal, el aire acondicionado helado me golpea de inmediato.
Me acerco al área de recepción, me presento y recibo un pase de visita, para luego ir al ascensor y subir a la cuarta planta.
A paso lento, avanzo por el pasillo de blancos y relucientes pisos, con un tenue olor a desinfectante, lejía y medicina en el ambiente. Por impulso, mis hombros se ponen tensos cuando llego a la puerta de la habitación. Inspiro una profunda bocanada de aire y alargo la mano para agarrar el pomo; lo hago girar y abro la puerta para encontrarme con unos ojos azules que me lanzan dagas cuando me ven pasar.
—¿Qué hace usted aquí? —ladra, dejándome claro que mi presencia le desagrada.
—Buenas noches, Ailén —saludo, ignorando su protesta, mientras avanzo hacia la cama—. Veo que ya estás mucho mejor y me alegra.
—Pues a mí no me alegra verle, así que le pido que, por favor, se marche.
—No lo haré —rebato y me siento en el sillón que hay a un lado de la cama—. Por desgracia, porque créeme, a mí tampoco me gusta la situación, estamos casados y eres mi problema.
—¡Yo no quiero ser su problema! ¡No me interesa! ¡Así que puede irse por donde vino sin ningún problema!
—No lo haré —repito y suspiro hondo—. Y tú aceptarás irte conmigo mañana, cuando te den el alta.
Alzando la barbilla y cruzando los brazos sobre el pecho, voltea a ver en dirección contraria a la mía, con un orgullo que capta toda mi atención.
—Escucha, Ailén. Sé de sobra que tu padre ni siquiera acepta las llamadas del hospital y me ha llamado a mí para quejarse y para que cumpla el trato, porque simplemente no quiere cargar contigo. Sé también que no tienes a más nadie. Así que yo soy tu única opción.
Observo cómo traga y cómo los ojos se le cristalizan, conteniendo lágrimas de dolor y tristeza, algo que, por una extraña razón, remueve algo en mi pecho y en mi interior.
Es cierto que soy una mierda de persona, pero no tanto como le hago creer a los demás, o al menos no tanto como mi padre o como el mismo padre de esta chica. Soy el tipo de persona con sus sentimientos, de esos que les conmueve el dolor y sufrimiento ajeno y trata de ayudar, así que sí, esta chica remueve esos sentimientos en mi interior. Al fin y al cabo, yo soy el culpable de su desdicha y tengo el deber moral de hacer algo para ayudarla. Y, ¿por qué no? También seré algo egoísta y buscaré un beneficio para mí con ello.
—Hagamos un trato —le propongo y voltea a verme ligeramente, y luego vuelve a desviar la mirada—. Ven conmigo y te prometo que te ayudaré todo lo posible para que, al menos, vuelvas a levantarte de esa silla de ruedas. Sé que no será fácil y llevará tiempo, pero prometo pagar a los mejores fisioterapeutas y a los mejores médicos para que lo logren. Y, una vez que puedas volver a valerte por ti misma, nos divorciamos, rompemos ese contrato y cada quien sigue su propio camino. ¿Qué dices?
Otra vez me mira, embargada de curiosidad, intriga y desconcierto.
—¿Por qué? —susurra, ceñuda—. ¿Por qué te iba a interesar ayudarme, si ni siquiera nos conocemos?
—Porque créeme, a mí me interesa tanto como a ti, que este matrimonio se disuelva cuanto antes, pero, para lograrlo, necesito que tú estés bien y puedas valerte por ti misma.
Guarda silencio y mira hacia el frente, con la mirada perdida, como si estuviera sumergida en sus propios razonamientos, buscando los pros y los contras de mi propuesta. Cuando parece que ha terminado, regresa la vista a mí.
—Con una condición —dice.
—¿Condición? ¿Qué condición? —Enarco una ceja.
—Que me digas, ¿por qué razón fue que mi padre permitió que me casara contigo? ¿Qué motivo había, para que aceptara dinero de un desconocido, solo para dejarme en sus manos?
Trago, sintiendo que palidezco y que el nerviosismo se apodera de mí.