Mi vida nueva.
Estaba llena de trabajo.
Papeles, correos, llamadas pendientes. El reloj avanzaba sin piedad, y yo apenas podía seguirle el ritmo. Pero entre todo ese caos, había una vocecita insistente que no se detenía.
Un pequeño torbellino de energía, risas y dulzura que intentaba trepar por mis piernas, decidido a no rendirse.
—Mamáaaa, mamáaaa… —gritaba Mateo, mientras intentaba subirse a mi escritorio como si fuera una montaña por conquistar.
Solté un suspiro resignado y bajé la vista hacia él. Tenía las mejillas sonrojadas por la emoción y los rizos oscuros despeinados por tanto correr. Me rendí. No tenía fuerzas para resistirme a esos ojitos azules que brillaban como dos cielos pequeños.
—Está bien, está bien… ven aquí, mi amor —dije con una sonrisa mientras lo cargaba en brazos.
Mateo se acomodó en mi pecho como si fuera su lugar favorito en el mundo. Luego, me miró con esa expresión traviesa que heredó de mí y me pidió, muy serio:
—Quiero muchos besos, mami.
Y yo, como siempre, obedecí.
Lo llené de besos en las mejillas, en la frente, en la nariz. Le hice cosquillas en la pancita y lo abracé tan fuerte como podía sin romperlo.
—Eres mi mundo, ¿lo sabes? —le susurré al oído.
Él se rió, esa risa que sana cualquier herida, y escondió su cara en mi cuello.
Cuatro años.
Cuatro años de amor incondicional.
De días difíciles y noches largas.
De lucha y de renacer.
Mateo es tan inteligente, tan lleno de luz.
Con su cabello oscuro como la noche y esos ojos azules que me recuerdan de dónde viene, pero también hacia dónde vamos.
A veces me pregunto si algún día me pedirá respuestas.
Y cuando lo haga… estaré lista.
Porque Mateo no fue un error.
Él es mi promesa cumplida.
Mi motor.
Mi vida entera.
—Mami, quiero que me leas mi cuento... —me dijo Mateo con su vocecita suave, abrazando su libro favorito contra el pecho.
Yo lo miré desde el escritorio, con el portátil abierto, mil documentos pendientes y el café frío a un lado.
—Bebé, mami debe trabajar... —le respondí con ternura, acariciándole el cabello—. Solo un ratito más, ¿sí?
Pero Mateo no era fácil de convencer. Puso esa carita de ángel con truco, esa que sabía que me desarmaba. Y entonces, con total seriedad, me chantajeó:
—Si no me lees el cuento... no te voy a dar más besitos nunca jamás.
Lo miré entre divertida y derrotada. El muy pillo me conocía demasiado bien.
—¿Nunca jamás? —pregunté, alzando una ceja, fingiendo estar horrorizada.
—¡Nunca! —reafirmó cruzándose de brazos, muy digno.
Suspiré, sabiendo que había perdido la batalla desde el principio.
—Está bien… —me rendí con una sonrisa—. Pero tú me los vas a devolver multiplicados por mil, ¿vale?
Mateo dio un salto de alegría y corrió al sofá con su libro en mano. Me senté a su lado y lo abracé mientras comenzábamos a leer. En ese instante, el mundo podía esperar.
Los correos, las llamadas, los pendientes… todo.
Porque él es mi cuento favorito.
Y cada noche con Mateo, es una página más que vale la pena escribir.
Cargué a Mateo en brazos y caminé hasta la cristalera del salón. Desde aquí podía ver Londres extenderse como una pintura viva, majestuosa. Las luces parpadeaban como estrellas urbanas, los tejados antiguos se mezclaban con torres de vidrio, y el murmullo de la ciudad llegaba suave, como si supiera que ese era mi momento de paz.
Mateo balbuceaba en mi oído, queriendo que le leyera su cuento. Pero yo solo podía pensar en lo lejos que habíamos llegado. En lo lejos que había llegado yo.
Cuando llegué a Londres, estaba sola. Sin un centavo, con una gata en una jaula. Me había fugado de mi vida anterior: de los gritos, del dolor, de un amor que me rompió el alma. Solo quería sobrevivir.
Termine mi carrera en Administración de Empresas. Siempre me fascinó entender cómo se movía el dinero, cómo se tejían los imperios desde un escritorio, con inteligencia y estrategia. Aprendí con determinación, sin tregua, sin descanso. Y aunque la vida me empujó al abismo, me aferré a ese conocimiento como a una tabla de salvación.
Durante el primer año en Londres trabajé como mesera, apenas podía mantenerme en pie del cansancio. Dormía poco, lloraba mucho y comía lo justo. Tenía náuseas del embarazo y miedo de no llegar a fin de mes. Pero nunca me rendí. Tenía a Mateo dentro de mí y una promesa que cumplir: salir adelante, sola si era necesario.
Conocí a Pato de casualidad. Su amistad fue como un respiro. Me vio cuando yo ni siquiera podía verme a mí misma. Me tendió la mano y me presentó a su padre, dueño de una empresa tecnológica en crecimiento. Así entré como pasante.
Pero no era una pasante común.
Observaba. Proponía ideas. Analizaba números y ofrecía soluciones que nadie más veía. Me quedaba más horas, me metía en todos los departamentos, cruzaba datos, mejoraba procesos. Traje innovación, eficiencia, resultados.
Y el ascenso fue inevitable.
De pasante, pasé a ser parte del equipo estratégico. Lideré campañas de inversión, abrí mercados en Europa, cerré contratos clave. Y con mis primeras ganancias millonarias, no me fui de compras ni me cambié de piso. Compré acciones. El 15% de la empresa. Lo hice en silencio, sin exhibirme, sin escándalo. Porque sé que el verdadero poder no hace ruido, pero se siente.
Ahora soy socia. No solo de palabra. Tengo voto, tengo peso. Decido. Negocio. Construyo. Ya no soy esa chica rota que lloraba en una habitación compartida. Soy Azul Morgan.
Aunque no todos lo saben, llevo la sangre de Elliot, el empresario más frío y brillante que conocí. Aprendí de él observando a escondidas. No como hija, sino como alumna secreta. Él nunca supo cuánto me marcó.
Hoy tengo una empresa que me respeta, una vida digna, y lo más valioso del mundo: Mateo. Con su cabello oscuro, su risa escandalosa y esos ojos azules que parecen gritar al mundo que fue fruto del amor... incluso si ese amor ya no existe.