CAPÍTULO UNO (EL CÁNCER Y YO)
Después de lavarme los dientes, me miré en el espejo y carajo que me veía terrible, había estado resfriada más de lo esperado, pero durmiendo poco debido a la tos, así que mis ojeras eran demasiado oscuras, y aunque ni siquiera pensaba en maquillarme porque no pensaba salir de casa, estaba segura de que ningún corrector de ojeras podría taparlas.
Me volví a tirar en la cama y ahí permanecí, quedándome dormida, hasta que mi madre vino a verme. A veces no sabía si había sido buena idea darle una llave para que entrara con libertad a mi apartamento, y aunque nunca pasó, a modo broma siempre le decía que me avisara por si yo estaba en una situación comprometedora.
Me despertó de mi sueño profundo, abriendo las cortinas mientras me daba ese típico sermón que daban las madres, que mi resfriado era debido al encierro y ese montón de cosas más. Me quejé cubriéndome con las sabanas y ella me desarropó para saludarme con un beso en la mejilla. Todo para después pegar el grito en el cielo porque yo estaba ardiendo en fiebre.
Sacándome de la cama, me llevó a urgencias donde me dejaron internada por neumonía. Definitivamente, esto era lo último que me faltaba.
Me hicieron un montón de estudios en los que todo salió bien y una semana después, en las que la neumonía había desaparecido, me dieron de alta médica. Pero al volver a casa, las cosas no mejoraron. Me sentía cansada, mismo que se lo atribuí al no haber dormido lo suficiente en el hospital, y así a cada síntoma le buscaba una justificación, hasta que los síntomas fueron extremos y tuve que ir al médico.
Cuando entré a su consultorio, él estaba al otro lado del escritorio. Me saludó con una sonrisa presentándose —Bienvenida Afra, mi nombre es Sean y seré tu médico.
Asentí, y me pidió unos pocos datos para empezar con mi historia clínica. Expectante lo observaba teclear en la computadora. Sus manos eran varoniles, pero delicadas a la vez, podía adivinar que él no había tocado una pala en su vida, así que debían ser tan suaves como un algodón. Era un hombre alto, tanto que aún sentado era más alto que yo. Su piel era extremadamente blanca y podía jurar que con esos ojos grises que se gastaba, podía iluminar hasta el sitio más oscuro del mundo.
—¿Cuál es el motivo de tu visita? —preguntó, apartando la vista de la pantalla y mirándome fijamente. Me sentí un poco avergonzada porque me había atrapado mirándolo obsesivamente, por lo que, sin mirarlo, le describí los síntomas. —No creo que esto sea algo oncohematológico —dijo con prepotencia. —Pero para tu tranquilidad, haremos una serie de estudios.
Asentí quedándome más tranquila por su respuesta y él anotó en un papel con una digna letra de médico, una lista de estudios. Algunos que ni siquiera pude aprenderme su nombre.
Los días siguientes estuve entre hospitales y estudios.
Un par de días después, volví para que Sean me leyera los resultados, ni siquiera estaba nerviosa por lo que contuvieran, estaba nerviosa por volver a verlo a él. De hecho, había estado ansiosa contando los días para estar frente a él y aunque quería venir sola, mi madre insistió en acompañarme, por lo que sin otra opción entré al consultorio con mi madre.
Él nos saludó con aquella imponencia que lo caracterizaba y abrió uno de los sobres poniendo cara seria.
Cuando te dicen que tienes linfoma no Hodking de células B grandes, en realidad no le prestas mucha atención al diagnóstico, hasta que escuchas la palabra cáncer, la misma que se repite en eco como cual grito en un edificio vació. Así que eso tenía yo, un tipo de cáncer que se originaba en el sistema linfático.
La medicina y yo, éramos dos polos opuestos, por lo que ni siquiera sabía que era el sistema linfático, pero la palabra cáncer me erizó la piel enseguida porque todo el mundo lo asociaba con la muerte y yo no era la excepción.
Me perdí en mis pensamientos mientras pensaba en todo. Ni siquiera había tenido una relación. Sí, me había enamorado, pero nunca había sido la primera opción de nadie, por lo que eso era una cosa que tenía pendiente en la lista de mi alma. No tenía hijos y hasta ahora ni siquiera me los había planteado, pero la simple idea de irme y ni siquiera tener un descendiente me hacía cuestionarme todo. ¿Y mi gato? ¿Con quién iba a dejar a mi gato si moría?
De todo lo que habló el doctor en esos eternos minutos, yo no escuché una sola palabra. Agradecía que mi madre había venido conmigo y aunque ella tenía cara de asustada, escuchó atenta cada palabra.
Había llegado a pensar que todo mi cansancio y todos los problemas de salud que estaba enfrentando eran debido al estrés, pero jamás por mi cabeza había pasado la palabra cáncer.
—Afra —dijo Sean, llamando mi atención. Pero yo ni siquiera lo miré porque ahora no tenía cabeza para nada. Él sugirió empezar con la quimioterapia lo más pronto posible y, como si hubiese leído mi mente, sugirió congelar mis óvulos antes de la quimioterapia, por si yo quería ser madre a futuro. Negué mirándolo por primera vez en mucho rato y le dije que eso no importaba. —No quiero congelar mis óvulos. Iniciemos con la quimioterapia.
Sean volvió a insistir con lo de congelar óvulos al menos un par de veces más, pero yo me negué todas esas veces. Por ahora mi prioridad era salvar mi vida. Más adelante pensaría en los hijos.
Cuando salí de ese consultorio ni siquiera sabía cómo me sentía. Una parte de mí tenía ganas de llegar a casa, tirarse en su cama y hacerse bolita mientras lloraba por todo eso que me tocaría enfrentar y la otra quería disfrutar al máximo mis últimos días. Así que mientras mi mente se debatía entre esas dos opciones, yo me quedé en el limbo.