Dos desgracias juntas
Los ojos de Abril se abrieron de par en par incluso antes de que su cerebro procesara por completo la escena frente a ella. Había entrado al apartamento con el corazón acelerado, convencida de que Diego estaba dormido después de otra de sus habituales jornadas de “mucho trabajo”. Pero el silencio extraño, mezclado con un olor húmedo y cargado, la detuvo en seco apenas cruzó el umbral.
El departamento entero estaba sumido en una penumbra espesa. Las cortinas de la habitación, entreabiertas, dejaban pasar una franja de luz amarillenta que atravesaba el aire denso como una cuchilla. Y fue allí, en esa línea de luz, donde sus pupilas reconocieron aquello que jamás habría querido ver.
Diego Navarro —el hombre con el que llevaba cinco años de relación, el mismo con quien ya había apartado fecha para casarse— estaba desnudo, encima de su secretaria. La mujer jadeaba todavía, con el cabello sudado pegado a la frente y las mejillas rojas, mientras las manos de él aún aferraban sus caderas. La cama era un desastre de sábanas arrugadas, húmedas, impregnadas del olor inconfundible a sexo recién consumado. La habitación entera olía a traición.
Abril sintió cómo un nudo áspero se le atascaba en la garganta, quemándole. Todo el aire a su alrededor se volvió denso, pesado, casi irrespirable.
El sonido que salió de su boca no fue un grito. Fue peor. Fue un susurro seco, quebrado.
—¿Qué… qué es esto?
Diego levantó la cabeza bruscamente, sobresaltado, pero apenas vio a Abril su expresión se deformó en una mezcla de irritación y fastidio, como si ella fuera la que estuviera arruinando algo que le pertenecía.
—¡Abril! —exclamó con una voz rasposa—. No es lo que crees…
Ella soltó una carcajada amarga, incrédula, cargada de un dolor feroz que le heló hasta los huesos.
—Por Dios, Diego… —su voz tembló, pero no de miedo—. ¿Me vas a decir que le metiste por error la polla a tu secretaria? No seas ridículo. No soy ingenua.
La secretaria, una mujer joven que siempre saludaba a Abril en la oficina con una sonrisa inocente, se tapó el pecho con la sábana y agachó la mirada, temblando. Diego la apartó bruscamente como si fuera un estorbo y se levantó, buscando un pantalón entre el caos del piso.
—Baja la voz —gruñó, lanzando una mirada furiosa hacia Abril—. Sabes que si terminé aquí es por culpa tuya. Estoy cansado, Abril, cansado de que nunca puedas complacerme. Siempre estás trabajando, siempre estás ocupada, siempre estás en tus cosas…
Ella lo interrumpió con un paso firme hacia adelante, clavando sus ojos en los de él.
—¿Y para qué crees que trabajaba, Diego? —espetó con veneno—. ¡Para pagar tus malditas cuentas! Para pagar la renta, la luz… ¡Y hasta el agua con la que te bañas, imbécil!
Diego apretó la mandíbula, avanzando hacia ella. El olor del sudor ajeno aún pegado a su piel la golpeó como un recordatorio más cruel. Él intentó empujarla, pero Abril lo empujó primero, obligándolo a retroceder un paso.
Ese gesto lo enfureció.
—No me faltes el respeto —escupió.
Y antes de que ella pudiera reaccionar, Diego la empujó con violencia. Abril perdió el equilibrio, cayendo al piso. El impacto fue seco, y sintió un ardor inmediato en los codos cuando la piel se raspó contra las baldosas frías. Un latido caliente, doloroso, atravesó sus brazos.
—¡Ay…! —exhaló entre dientes, apretando los labios para no gemir de dolor.
Diego se inclinó sobre ella, los ojos llenos de una furia oscura que jamás le había visto. Una furia que no tenía nada que ver con vergüenza… sino con rencor.
—No vuelvas a tocarme —escupió mientras la tomaba del cabello con fuerza, jalándola hacia él. Los dedos se cerraron en su melena como garras—. ¿Me oyes? No vuelvas a tocarme nunca.
El tirón fue tan brusco que le arrancó un jadeo involuntario. Los ojos de Abril ardieron, pero no de dolor. De rabia pura.
Rabia que le subió desde el estómago hasta el pecho, encendiendo cada fibra de su cuerpo.
Fue entonces cuando la vio. Sobre la mesita de noche, una botella de cristal que habían comprado para celebrar su supuesto compromiso. Vacía. Fría. Perfecta.
Con la respiración acelerada, Abril estiró la mano y tomó la botella sin dudar. Y cuando Diego volvió a jalarla del cabello, ella levantó el brazo con fuerza y le estrelló el vidrio contra la cabeza.
El sonido fue un golpe seco. No se quebró la botella, pero sí la piel de él.
Diego soltó un gruñido ahogado y se llevó la mano a la cabeza, donde la sangre comenzó a brotar en un hilo rojo intenso, escurriendo por su sien. Sus ojos se abrieron desorbitados, llenos de sorpresa y odio.
—¡Estás loca…! —rugió.
Abril, sin embargo, se puso de pie con una dignidad que no sabía que le quedaba. Su respiración era inestable, pero su voz salió firme, incluso elegante.
—Tú no vuelvas a ponerme una mano encima, pedazo de imbécil.
Las palabras cortaron el aire como cuchillas.
La secretaria, aún en la cama, apretó las sábanas contra su cuerpo, temblando como un animal acorralado. Sus ojos iban de Diego a Abril y de Abril a la sangre que manchaba las baldosas. Nadie habló. Nadie se movió.
Abril se arrodilló un instante para recoger su bolso del piso. Sus dedos temblaron apenas, pero no cedió. No iba a darle a Diego la satisfacción de verla derrumbarse.
Se acomodó el cabello, respiró hondo y se enderezó.
Caminó hacia la puerta con pasos medidos, cada uno lleno de una dignidad feroz que la sostenía en pie. No miró atrás cuando pasó junto a Diego, aún sosteniéndose la cabeza con una mano ensangrentada.
Pero justo antes de cruzar la puerta, se detuvo un segundo.
Solo un segundo.
Lo suficiente para decir, sin girarse:
—Ojalá te pudras con tus mentiras.
Y salió.
El aire frío del pasillo le golpeó el rostro como una bofetada de realidad. Sus manos temblaban, su respiración estaba descontrolada y su corazón latía tan fuerte que casi la mareaba.
Pero no lloró.
No allí.
No por él.
No por alguien que jamás la mereció.
Mientras la puerta del apartamento se cerraba detrás de ella con un clic sordo, Abril supo dos cosas con absoluta claridad:
Estaba hecha pedazos.
Y aun así…
Seguía en pie.
…
Nueva York, Estados Unidos
Alaric apretó los dientes con tanta fuerza que un crujido seco resonó en su mandíbula. El dolor que sintió en el pecho fue punzante, casi insoportable, como si un hierro candente se le hundiera entre las costillas, robándole la respiración. Sus ojos, normalmente azules como el hielo, se volvieron tan oscuros que parecían un océano nocturno, sin luz, sin calma, sin vida. La hoja temblaba en su mano —no de miedo, sino de una furia tan profunda que amenazaba con arderle directamente en la sangre.
Respiró hondo. Leyó otra vez. Despacio.
Como si cada palabra fuera una cuchillada cuidadosamente dirigida.
Lo siento. No puedo casarme contigo.
Eso era todo.
Ni siquiera su firma.
Ni una explicación.
Ni una excusa.
Solo nueve malditas palabras.
Alaric aplastó el papel con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. La letra cursiva, antes elegante, se arrugó hasta deformarse en una bola temblorosa entre sus dedos. Su vista se nubló mientras un torrente de emociones mezcladas —rabia, humillación, incredulidad, desengaño— se arremolinaba en su pecho.
—¿Quién te entregó esto? —preguntó, sin poder controlar la grieta en su voz, apuntando el papel arrugado hacia su guardia de seguridad.
El hombre, imponente, entrenado, acostumbrado a lidiar con cualquier amenaza, tragó saliva al ver la expresión de su jefe.
—Lo dejó un repartidor en la entrada de la iglesia, señor… —respondió, bajando la mirada.
Alaric sintió otro golpe en el pecho.
Así que ni siquiera tuvo el coraje de decírselo en persona.
Ni una llamada.
Nada.
Solo un maldito sobre entregado como si fuera publicidad barata.
Los murmullos detrás de él crecían. Invitados con trajes de diseñador, familiares con rostros tensos, fotógrafos intentando captar cada segundo de la tragedia. La iglesia, vestida de blanco y oro, iluminada con candelabros, llena hasta el último banco con casi doscientas personas, era ahora un escenario grotesco: un altar vacío, un futuro derrumbado y cámaras parpadeando como moscas alrededor de un cadáver emocional.
Un enjambre de periodistas se agolpó en las escaleras de la iglesia, apuntando sus lentes directamente hacia él, como armas.
El estallido repentino de luces lo obligó a cerrar los ojos. Sintió cómo su vista se teñía de rojo, cómo el escándalo se expandía como una onda sísmica alrededor de él.
—¡Dejen de grabar! —rugió.
El eco retumbó en las columnas antiguas. Varias personas se sobresaltaron. Los flashes disminuyeron por apenas tres segundos… lo suficiente para que Alaric pudiera pronunciar las palabras que jamás había pensado decir en su vida, palabras que sabían a sangre.
—¡No hay boda! —gritó, con una amargura que desgarró su garganta—. La novia me ha dejado plantado.
El murmullo colectivo explotó.
Cámaras.
Sorpresas.
Risas disimuladas.
Especulaciones.
La carnicería mediática acababa de empezar.
La ira que hervía en su pecho necesitaba una salida inmediata.
Sus pasos retumbaron contra el mármol mientras avanzaba hacia el altar.
La decoración era exquisita: rosas blancas importadas, columnas de cristal, guirnaldas hechas a mano, arreglos valorados en decenas de miles de dólares.
Y él lo destruyó todo.
De un golpe arrancó un arreglo floral. Lo lanzó contra el piso. Lo pisoteó. Derribó otra columna. Envió velas al suelo. Las flores volaron, los cristales cayeron, los invitados huyeron de su camino como si vieran un huracán hecho carne.
Alaric Bremer, el empresario más respetado y temido de Nueva York, acababa de perder completamente el control.
…
Horas más tarde, en su oficina del piso cuarenta y siete, con la vista panorámica de Manhattan brillando bajo el cielo nocturno, el silencio solo era roto por la respiración pesada de Alaric y el latido furioso aún marcado en sus sienes.
La puerta se abrió sin anunciarse.
—Estás en todas las malditas revistas de farándula —dijo su abogado y mejor amigo, Ethan Walker, tirando varios periódicos sobre el escritorio de madera negra—. Te cito lo que dice el primero: El empresario Alaric Bremer fue dejado plantado el mismo día de su boda. Las cámaras captaron…
Alaric no dejó que terminara.
Le arrancó el periódico de las manos, arrugándolo igual que había hecho con la carta. Lo apretó hasta convertirlo en una bola informe y lo lanzó contra la pared con un gruñido contenido. Luego se dejó caer en la silla, apoyó los codos en las rodillas y se masajeó las sienes con ambas manos.
Sentía el peso del mundo en los hombros.
Y la vergüenza clavándole agujas en la nuca.
—Tu reputación está por el piso —continuó Ethan, sin suavizar nada. No era el tipo de amigo que mentía para consolar—. Y no solo porque esto destruye tu imagen con inversionistas, socios y demás… Sino que si esto llega a oídos de tu abuelo, no solo puedes perder sus acciones, sino que lo matarías de un disgusto.
Ethan se sentó frente a él, cruzó una pierna y tomó un sorbo de café, observándolo con la misma seriedad con la que enfrentarían una fusión multimillonaria.
—Tienes que resolverlo —dijo Alaric con calma.
—¿Yo? ¿Yo tengo que resolverlo? —preguntó Ethan con sarcasmo venenoso—. Yo no fui el que destruyó una iglesia con más de ciento ochenta personas dentro…
Ethan lo miró de arriba abajo, con una expresión que solo un mejor amigo podía permitirse.
—Tampoco fui yo el que gritó “la novia me dejó plantado” frente a toda la prensa de Nueva York —respondió calmado—. Pero aquí estamos. Tú eres el CEO del imperio Bremer. Esto no es opcional. Necesitas un plan.
Alaric se recostó en el respaldo de la silla, dejó caer la cabeza hacia atrás y suspiró por primera vez desde que el mundo se le vino encima. Una sonrisa ladeada, peligrosa y tensa se curvó en sus labios.
—Eres mi mejor amigo y además mi abogado —dijo con voz baja, grave—, así que… piensa bien en cómo puedo salir de esto. Y piénsalo rápido, confío en que encontrarás una buena solución, de eso, no tengo duda.