Nunca lo conocí

2664 Words
Dos golpes secos en la puerta hicieron que Abril abriera los ojos de golpe. Tardó un par de segundos en entender dónde estaba. Su cabeza punzaba con un dolor sordo, constante, como si hubiese dormido sobre piedras. El estómago le revolvía el gusto dulce y empalagoso del helado que había devorado la noche anterior, intentando llenar un vacío que nada parecía saciar. Había pasado una semana desde que descubrió a Diego en la cama con su secretaria. Una semana que había arrasado con todo lo que era. No solo había perdido al hombre con el que llevaba cinco años, al que había imaginado como su esposo… también había perdido su empleo, porque Diego era parte de la empresa donde trabajaban y el escándalo terminó por arrastrarla a ella también. Estaba deshecha. No lo iba a negar. Lo que más la atormentaba no era la traición física, ni siquiera las palabras de Diego. Era darse cuenta de que nunca lo había conocido realmente. Nunca había entendido quién era él debajo de todas las mentiras, debajo de ese disfraz de hombre responsable que se había encargado de construir frente a todos. El segundo par de golpes la sobresaltó. —Ya voy… —murmuró con la voz áspera. Se incorporó despacio en la cama. El cuerpo lo sentía pesado, rígido por haber pasado tres noches durmiendo mal. Metió los pies en sus pantuflas gastadas, se frotó los ojos y caminó hacia la puerta mientras bostezaba sin fuerza. No esperaba visitas. No esperaba nada, realmente. Abrió. Y el aire pareció cortarse. Tres hombres vestidos de n***o se alzaban en la entrada. Dos de ellos eran corpulentos; el tercero, más delgado, pero con ojos fríos y calculadores. Sus miradas eran duras. Nada en ellos daba espacio a la duda. Abril se quedó inmóvil, incapaz de articular palabra. —¿Abril Rodríguez? —preguntó el más alto, su español marcado por un acento fuerte, seco… ruso. —Sí… —respondió, insegura. El hombre sonrió, pero no era una sonrisa amable. Era el tipo de gesto que anticipaba malas noticias. —Tenemos un asunto pendiente contigo. —¿Con… conmigo? —preguntó confundida—. No entiendo. ¿Quiénes son ustedes? Los hombres entraron sin pedir permiso. La empujaron suavemente a un lado solo para hacerse espacio. El corazón de Abril se aceleró. Se le helaron las manos. —No tengo nada que hablar con ustedes. Creo que se equivocan de persona. El ruso negó con la cabeza, como si estuviera cansado de repetir la misma conversación. —Tu prometido, Diego Navarro, pidió prestado una cantidad de dinero considerable . —Sacó una hoja doblada y se la mostró—. Y lo hizo usando la información de su futura esposa. Abril palideció. —¿Qué…? Eso no puede ser cierto. Yo no he firmado nada. No tengo idea de lo que están hablando. —Él sí lo sabía —respondió el ruso con firmeza—. Y ahora tú debes responder por la deuda. Desplegó el papel. El número impreso era tan grande que Abril sintió un zumbido en los oídos, pero lo que más la dejó helada fue su nombre y hasta su firma exacta ahí en los papeles. —Ciento cincuenta mil dólares. El piso pareció moverse bajo sus pies. Abril dio un paso atrás, llevándose una mano a la boca. —No… no, eso es imposible. Yo no tengo ese dinero. No sabía nada de esto. Diego… él… él nunca me dijo… Su voz se quebró. Las piernas le temblaron. Un sudor frío le recorrió la espalda. El ruso la observó con calma, como quien mira un trabajo desagradable pero necesario. —No nos interesa lo que sabías o no sabías. El dinero está a tu nombre. Y si no pagas… —dio un leve encogimiento de hombros—. Tu vida puede estar en peligro. La frase cayó como un balde de agua helada sobre ella. Abril se quedó en shock. Literalmente no pudo moverse. Sus pensamientos corrían demasiado rápido, chocando entre sí. ¿Cómo Diego había sido capaz de algo así? ¿Cómo se había atrevido a usar su información? ¿Cómo podía haberla dejado no solo con el corazón roto, sino ahora endeudada con criminales? —No… —repitió apenas en un susurro—. Yo… no tengo ese dinero. Ni siquiera estoy trabajando. Acabo de perder mi empleo. No puedo pagarles ni la cuarta parte. Uno de los hombres se acercó. Abril retrocedió un paso. Luego otro. Pero no fue suficiente. El golpe la tomó desprevenida. Su mejilla ardió de inmediato. El impacto la lanzó contra la pared. El aire se le escapó en un jadeo involuntario. Antes de que pudiera estabilizarse, otro hombre tiró de ella por el brazo y la empujó hacia el suelo. —Tienes una semana para reunir el dinero —dijo el ruso desde arriba—. O volveremos. Y esta vez, no habrá solo golpes. Dio una señal con la mano. Los otros dos comenzaron a destrozar la casa. Abril se cubrió la cabeza con los brazos mientras el ruido la envolvía. Escuchó cómo rompían los muebles, cómo lanzaban objetos al piso, cómo la madera se partía, cómo los platos se hacían añicos, cómo la pequeña lámpara que había pertenecido a su madre caía y se despedazaba. Ella apretó los dientes. Cuando los hombres terminaron, la casa era irreconocible. El sofá estaba volteado, con el relleno expuesto en un costado. La mesa del comedor partida en dos. Los platos hechos trizas sobre el piso. La televisión caída, con la pantalla rota en mil líneas. Los cajones de la cocina vaciados y tirados. Las fotos familiares arrancadas de la pared. Incluso el pequeño jarrón de cerámica que había sido lo último que su madre dejó antes de morir… ahora no era más que polvo en el suelo. Abril sintió una punzada en el pecho. Su labio sangraba. La mejilla le ardía. Tenía los brazos raspados y un dolor en la cadera que le dificultaba respirar. El ruso la miró una última vez. —Una semana —repitió—. No más. La puerta se cerró con un golpe. El silencio fue brutal. Abril quedó tirada en el suelo, con la respiración entrecortada y las lágrimas resbalando por su rostro sin que pudiera detenerlas. Todo su mundo, lo poco que le quedaba, estaba derrumbado frente a sus ojos. ¿Cómo iba a pagar esa cantidad? No tenía empleo. No tenía ayuda. Sus ahorros apenas cubrían la renta y lo básico. Ni siquiera podía reemplazar lo destruido. Se llevó una mano al pecho, tratando de contener el temblor que la recorría. Miró a su alrededor, a la casa que había heredado de su madre, ahora convertida en una escena de desastre. Pedazos de vidrio, destrucción en cada rincón, recuerdos rotos. Nada quedaba intacto. Respiró hondo. O intentó hacerlo. El aire entró a medias. Otra lágrima cayó. Finalmente, se obligó a moverse. Con dificultad, apoyó las manos en el piso y se puso de pie. El cuerpo le dolía, pero no tenía opción. Avanzó entre los escombros hasta donde estaba tirado su bolso, que también había sido pateado. Lo recogió. Se arrodilló para abrirlo. Entre papeles, su cartera y un llavero viejo, encontró lo que buscaba. La visa. La había obtenido hacía unas semanas. Era la visa que usarían para su luna de miel, la que habían planeado durante meses.Ahora era lo único de valor que le quedaba. La tomó con mano temblorosa. La miró. La apretó con fuerza. Sus labios se cerraron con determinación. Si Diego la había arruinado aquí… entonces no se iba a quedar aquí esperando a morir. Se iría, empezaría de nuevo. En otro país, lejos de todo. Apretó la visa una vez más, respiró hondo y cerró los ojos. Decidida a irse a Estados Unidos en busca de empezar de nuevo… … Abril apretó la pequeña maleta con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Había pasado siete horas de vuelo desde México hasta Nueva York, sin contar las escalas, el cansancio, el miedo y el dolor que la habían acompañado durante todo el trayecto. No había dormido ni un minuto. No podía. La ansiedad le quemaba el pecho, el cuerpo aún adolorido por la golpiza que había recibido, y la incertidumbre de no saber qué la esperaba al llegar la mantenía demasiado alerta. Pero cuando las puertas automáticas del aeropuerto se abrieron y la brisa fría de la ciudad golpeó su rostro, sus ojos se iluminaron sin que pudiera evitarlo. Allí estaba. Nueva York. Edificios enormes, luces, ruido, autos por todas partes, gente caminando con prisa como si el tiempo tuviera más valor que el aire. Todo era demasiado. A pesar del agotamiento que arrastraba, una chispa de vida se encendió dentro de ella. Una lágrima resbaló por su mejilla. Inmediata, la apartó con brusquedad. —No vas a llorar más por ese imbécil, Abril. —su voz tembló, pero se mantuvo firme mientras ajustaba la correa de la maleta—. Estás en Nueva York… y a partir de ahora empieza tu nueva vida. Apretó los labios, inspiró hondo y buscó en su bolso la nota amarillenta donde su excompañera de trabajo le había apuntado una dirección. La amiga tenía una conocida viviendo en Nueva York, alguien que podía recibirla unos días mientras se estabilizaba. Al menos tenía eso. Se acercó a la fila de taxis, subió al primero que estuvo disponible y le entregó la nota al conductor. —A esa dirección, por favor. El taxista asintió, encendió el taxímetro y arrancó. Abril apoyó la cabeza contra la ventana, observando la ciudad pasar a toda velocidad. Puentes enormes, letreros luminosos, calles interminables, rascacielos que parecían tocar el cielo. Nada se comparaba a lo que había visto en internet. Nada se comparaba a verlo con sus propios ojos. Cuarenta minutos después, el taxi se detuvo frente a un edificio modesto en Queens. No era lujoso, pero se veía limpio, bien cuidado, con macetas al frente y ventanas pequeñas. Perfectamente suficiente para empezar. Abril pagó con los billetes que había traído desde México, bajó con su maleta y miró hacia el edificio. Y entonces la vio. Una mujer joven, con cabello n***o, ojos marrones y una sonrisa amplia, agitando las manos con emoción desde la acera. —¡Abril! ¡Abril, por aquí! —gritó mientras corría hacia ella. Abril apenas tuvo tiempo de sonreír antes de que la mujer la abrazara fuerte. —Abril, eres más hermosa en persona —dijo antes de darle un beso en la mejilla—. Soy Kiara. Ven, te ayudo con eso. Y discúlpame por no ir por ti al aeropuerto, mi jefe es un patán que me hace trabajar horas extras. Abril no respondió. Solo asintió, agradecida por el gesto, por la calidez, por no sentirse tan sola. Siguió a Kiara por las escaleras hasta llegar al tercer piso. El edificio no tenía elevador, pero el lugar era tranquilo y olía a pan recién horneado proveniente de alguno de los departamentos. El apartamento de Kiara era pequeño, modesto, pero bonito y limpio. Tenía una sala con un sofá gris, una mesa pequeña de comedor, una cocina estrecha pero bien organizada y dos habitaciones diminutas. Kiara extendió los brazos con orgullo. —Aquí vivo —Señaló la puerta del fondo—. Esa será tu habitación. Abril entró y observó el espacio. Tenía una cama individual, una cómoda, una ventana por donde entraba poca luz y una alfombra beige. Era simple, pero perfecto. —Solo tenemos un baño —agregó Kiara—, así que toca compartirlo. La renta se paga a principios de cada mes, pero tranquila… yo pagaré estos primeros meses hasta que consigas empleo. Abril tragó saliva. No estaba acostumbrada a que nadie hiciera algo tan grande por ella. —Gracias… de verdad. Kiara sonrió y le pasó un vaso de jugo. —Toma, bebé. Necesitas energía. Abril lo aceptó, aún temblando. —¿Y es muy difícil conseguir empleo aquí? —preguntó con un suspiro. Kiara soltó una risa suave. —Sin visa de trabajo, sí. Pero no te preocupes, siempre hay lugares donde necesitan gente y no preguntan mucho. Abril respiró hondo, apretando el vaso. —Soy contadora… ¿crees que encuentre algo en mi rama? —Lo dudo —se carcajeó Kia—. Muchas personas que llegamos aquí no trabajamos de lo que estudiamos. Mírame a mí. Pero quién sabe… quizá tengas suerte. —Le guiñó un ojo—. Por cierto, te quiero invitar a cenar para presentarte Nueva York. Así que alístate. Abril abrió los ojos. —¿A cenar? Pero acabo de llegar, no quiero molestarte… —No es molestia. Vamos, arréglate. Te voy a llevar a un lugar lindo. … Treinta minutos después, Abril estaba lista. Se había puesto unos jeans limpios, una blusa sencilla y se había recogido el cabello en una cola alta para verse más presentable. Salieron juntas del edificio y caminaron hacia un restaurante ubicado en una avenida más transitada. Pero cuando se detuvieron frente a la entrada, Abril abrió la boca sorprendida. Era un restaurante de lujo. Lámparas doradas, ventanales altos, música suave, autos de lujo estacionados afuera. Ella se quedó paralizada. —¿Seguro que tienes para pagar esto? —preguntó Abril, mirando a Kiara con los ojos muy abiertos. Kiara soltó una carcajada. —Bueno… en internet decía que era económico. Vamos… Abril la siguió, aunque con el corazón acelerado. Cuando entraron, la opulencia del lugar las envolvió de inmediato. El piso de mármol brillaba, las mesas estaban cubiertas con manteles blancos impecables, los camareros vestían de n***o y las copas en las mesas centelleaban bajo la luz cálida del techo. Abril se sintió diminuta entre tanto lujo. —Voy al baño a retocar mi maquillaje —dijo Kiara—. Adelántate a buscar una mesa. Abril asintió, respiró profundamente y caminó hacia el salón principal. Encontró una mesa libre junto a la ventana y se sentó, intentando aparentar seguridad… hasta que una sombra se proyectó sobre la mesa. —Estás en mi mesa —dijo una voz gruesa con un acento alemán que le heló la sangre. Abril levantó la vista. Y se quedó muda. Frente a ella había un hombre alto, de al menos metro noventa. Su cuerpo era corpulento, fuerte, marcado por el traje oscuro que llevaba a la perfección. Tenía los hombros anchos, el torso poderoso y una postura dominante. Su rostro era igual de impactante: mandíbula recta, firme, tensa por el mal genio; labios delineados; pómulos marcados. Y lo más llamativo… sus ojos azul claros, intensos, casi fríos. Abril tragó saliva. No había visto hombres así ni en las revistas. Él la miraba con arrogancia absoluta. —¿Escuchó? —repitió—. Esta mesa es mía. Abril levantó la barbilla. —Pues no le veo su nombre escrito —respondió sin pensar. Él frunció el ceño, claramente irritado. —No necesito que esté escrito. Simplemente es la que se me asignó… —¿Asignó? —Abril arrugó la frente—. Si quiere la mesa tanto, pídala con educación. O espere como el resto de los mortales. Los ojos de él brillaron con molestia… y algo más. La recorrió de arriba abajo, deteniéndose descaradamente en su rostro cansado, su ropa sencilla, sus manos aún tensas. Ella sintió un escalofrío por cómo la examinaba sin pudor alguno. —¿Siempre es así de imprudente? —preguntó él, con voz grave. —Solo con hombres maleducados como usted que creen que por tener trajes costosos pueden tratar mal a las personas… Abril se puso de pie, indignada, empujando la silla hacia atrás. —Usted es de los hombres que se creen dueños del mundo… perro infeliz. El silencio cayó entre ellos como un golpe. Los ojos azul del hombre se hicieron más afilados. Y así, sin saberlo… Abril acababa de insultar a Alaric Bremer, el hombre que muy pronto se convertiría en su jefe.
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