Entre el análisis de sangre, un ultrasonido (que fue a lugares donde ningún hombre había ido antes) y una lista interminable de preguntas inquisitivas—ejem, intrusivas—, ya estaba lista. Más que lista. Y, por primera vez en mi vida, me alegré de volver a llevar puesto mi uniforme escolar.
Unos golpes sonaron en la puerta.
—¿Decente?
—Sí —alcancé a decir, y el doctor Armstrong entró.
Tuve una excelente vista de su calva mientras cruzaba la puerta, hojeando mis expedientes.
—Es lo que esperaba. —Suspiró, tan dramático como podía, aunque nada cercano al suspiro digno de McDreamy.
—¿Qué es? —pregunté—. Porque me encantaría que mi mamá dejara de bombardearme con pruebas de embarazo.
Él rió, pero enseguida se puso serio.
—Usualmente esperaríamos los resultados, pero como un favor a tu madre, me tomé la libertad de revisarlos yo mismo. Tienes SOP. —Ante mi mirada confundida, añadió—: Síndrome de Ovario Poliquístico.
Durante los siguientes quince minutos, me explicó aquella cosa que yo ni sabía que existía, pero que de alguna forma había tomado control de mi cuerpo, de mi peso y, al parecer, de mi fertilidad. Me explicó por qué había subido de peso tan rápido desde la secundaria y por qué tenía que ir a citas semanales de depilación con mi madre. Que me costaría más concebir cuando llegara el momento, si es que llegaba a poder.
Todo me resultaba abrumador. Y sumamente injusto. Sí, comía comida rápida, pero la mitad de los chicos en la Academia Prescott también lo hacían. ¿Por qué era yo la que parecía un globo y ellos podían seguir en tallas de un solo dígito y reproducirse como monos?
—Entonces, ¿cómo lo quitamos?
—Podrías intentar bajar de peso.
Me recosté en la silla y puse los ojos en blanco.
—En eso ya está mi mamá.
Todos actuaban como si, al ser gorda, todos tus problemas médicos fueran culpa de la grasa. Nunca querían mirar más allá de la capa extra de tejido para ver qué pasaba en realidad.
—Supongo que ella no sabe de eso. —Me lanzó una mirada significativa hacia la bolsa de comida para llevar, y yo la deslicé detrás de mi mochila.
Me negué a responder. ¿Esa era su única solución? ¿Intentar lo mismo que mi madre y yo habíamos estado haciendo por meses? Uno pensaría que años en la facultad de medicina le habrían dado habilidades de pensamiento más avanzadas, pero aparentemente no.
—Quizás deberías seguir su consejo —dijo el doctor Armstrong—. Mientras tanto, te recetaré anticonceptivos para ayudar a equilibrar tus hormonas y reactivar tus ciclos. Te sentirás mejor en poco tiempo.
Quise decirle que yo me sentía perfectamente bien. Que, aparte de mi peso, llevaba una vida promedio sin nada de qué quejarme. Lo que fuera que significara esa frase. Además, no tener al demonio sangriento manchando mi ropa interior y pisoteando mi útero cada mes no era precisamente lo peor del mundo.
—Ahora, le prometí a tu madre que terminaría contigo a tiempo para tu clase. —Me miró por encima de sus lentes—. No me hagas romper mi promesa.
Giré y tomé mi mochila.
—No querríamos eso, ¿verdad?
Mis labios cayeron pronto en una mueca mientras salía del consultorio. Cualquier sueño que hubiera tenido de que Ryder supiera mi nombre y guardara en secreto una antorcha por mí se hizo añicos al procesar las noticias. ¿Cómo podía estar preocupándome por infertilidad antes siquiera de haber llegado a segunda base? ¿Y esta enfermedad significaba que me sería más difícil bajar de peso, pero esa era mi única oportunidad de estar sana? Nada tenía sentido.
Me metí en mi auto y azoté la palanca de cambios en reversa. ¿Qué clase de broma cruel era esa? ¿Qué había hecho para merecerlo? Tenía puros dieces. Hacía voluntariado. A veces daba tutorías. Demonios, hasta comía la estúpida toronja de mi mamá. Nada importaba. Nada hacía diferencia.
Seguía hirviendo de rabia cuando estacioné junto al ridículo Hummer rosa fosforescente de Alba Sinclair y entré a la Academia Prescott. El lema de la escuela, sobre la entrada, me escupió en la cara: Ad Meliora. Hacia cosas mejores.
O hacia cosas más tortuosas. Como una conferencia de una hora presentada por mi propia madre sobre ciclos menstruales, condones e ITS.
Puse los ojos en blanco antes de abrir la puerta del salón. Si mamá no tuviera al doctor Armstrong en el bolsillo, habría podido ganar tiempo y escabullirme hasta la hora del almuerzo. Los doctores eran notoriamente lentos.
La mayoría de las chicas de la clase de salud ya estaban tiradas en sus asientos, pero aún faltaban unos minutos para empezar. Mamá se levantó de su escritorio y vino hacia mí.
—¿Alguna novedad? —preguntó en voz baja.
—Es… —Aparté la vista hacia el pizarrón, donde el proyector mostraba la primera diapositiva de la lección. Mi boca se abrió ante las cuatro letras del título.
—¿Qué? —Siguió mi mirada—. Ah, sí, debería ser una buena discusión para ustedes, chicas.
—No, yo…
La campana chilló, y ella me dio una palmada en el hombro.
—Háblame en el almuerzo para contarme lo que dijo el doctor Armstrong.
Asentí con destreza y fui al asiento libre de la primera fila, donde siempre me tocaba en la clase de mamá. En todas las materias, excepto matemáticas, para ser justos. Mamá sabía antes que yo si me estaba distrayendo o no prestaba atención. Cosas de tener a un padre como profesor.
Mamá comenzó la lección, leyendo de las diapositivas y cubriendo toda la información que yo acababa de escuchar de labios del doctor Armstrong.
—Algunos síntomas comunes son crecimiento de vello en el labio superior, aumento de peso, especialmente en la zona media, e irregularidades en los ciclos… —Su boca se aflojó y clavó los ojos en mí.
Asentí.
Ella tragó saliva.
Sentí los ojos de toda la clase encima de mí.
—Discúlpenme —dijo a la clase—. Tengo que hacer una llamada. Trabajen en… algo hasta que regrese.
Salió entre un coro de murmullos, y yo traté de ocultar mis mejillas rojas. No me había señalado directamente, pero casi.
—Esto es tan tonto —gorjeó Alba desde el fondo, donde estaba con sus seguidoras—. La señora H. bien podría dar otra conferencia sobre “los peligros de la obesidad”.
Su amiga Debora hizo un ominoso “oooooh”, como si el fantasma de la Gorda de Navidad rondara el salón.
Caroline soltó una risita, animándolas como siempre.
—No lo entiendo —siguió Alba—. ¿Por qué no simplemente dejar los Twinkies y dejar de quejarse?
Apreté los dientes y miré a Kaitlyn, la becada que estaba sentada junto a mí, para ver cómo reaccionaba. Pesaba al menos lo mismo que yo. Pero sus ojos estaban en la tarea, aunque su mano no se movía.
Debora bufó:
—Digo, yo cambiaría Twinkies por no estar gorda cualquier día.
La voz de Alba se volvió falsamente pensativa.
—No sé. Una cosa es tener un poco de relleno extra, pero otra es ser obesa.
—Cierto —dijo Caroline.
¿Audrey estaba oyendo esto? Si alguien podía enfrentarse a Alba, era ella. Tenía mi talla, pero con curvas en los lugares correctos y una personalidad combativa que lo igualaba. Además, su papá era lo bastante rico como para tener tanta influencia como los padres de Alba. Giré para ver si reaccionaba, pero sus pulgares seguían tecleando sobre el celular. Probablemente escribiéndole a alguna celebridad a la que su padre productor de cine le había presentado.
De Callie no había esperanzas; era tan dócil que hasta un gatito la asustaría.
—Es tan poco saludable —prosiguió Alba—. Sin mencionar lo asqueroso. ¿Qué chico querría estar encima de todo eso?
Debora soltó una carcajada.
—¡O debajo!
—Basta —pensé. O al menos creí que lo pensé.
El salón entero enmudeció, y Alba dijo:
—¿Qué fue eso, Aurora?
Mis hombros se tensaron.
—Es Leah.
—Más bien Zorra —dijo Caroline.
Levanté las cejas.
—¿En serio? ¿Lo mejor que se te ocurre es que mi nombre rime con puta? Esperaba algo más creativo de ti, Caroline.
Alba tampoco se veía impresionada con el insulto y levantó un dedo para detenerla. su réplica.
—No, quiero oír lo que Aurora tiene que decir. Dime, ¿con cuántos chicos has estado?
Dios, ¿podían dejar de hablar de mi v****a un maldito segundo?
—¿Qué importa? Déjenme en paz.
—Ah, ya entendí, te dolieron los sentimientos porque no consigues que un chico se interese en todo… eso.
Puse los ojos en blanco.
—Por favor. Claro que podría conseguir que un chico se interesara.
Vale, tal vez estaba presumiendo, pero en ese momento habría hecho lo que fuera para que Alba se metiera sus opiniones por su trasero talla cero.
—Oh, estoy segura de que podrías conseguir a un chico interesado. Chester probablemente incluso te pagaría un par de monedas.
Debora se desternilló.
—Si pudiera lograr una erección.
Caroline se encogió de hombros.
—Para eso existe el Viagra.
Me crisparon al burlarse del dulce anciano que siempre pasaba el rato en el Café de Waldo. Tampoco era divertido que me insultaran así, especialmente después de la mañana que había tenido.
—No es como si hubiera una lista de requisitos para que un chico salga contigo —dije—. Ellos eligen a quien quieren.
—Y mi punto —dijo Alba, caminando hacia mi pupitre y balanceando su falda plisada en el trayecto— es que ningún chico guapo en su sano juicio saldría con alguien como… bueno… tú.
Apenas logré mantener la boca cerrada. Había escuchado a Alba hablar así a otras personas, pero nunca había sido objeto directo de su furia. (Ser hija de una maestra tenía algunas ventajas). Pero ahora que era una hormiga ardiendo bajo la lupa de marca de Alba, no podía echarme atrás. Sobre todo con otras chicas de talla grande escuchando.
—Podría conseguir que un chico guapo saliera conmigo —repliqué, sonando mucho más segura de lo que estaba. Después de todo, la belleza era subjetiva, ¿no?
—¿Ah, sí? —Alzó las cejas y miró alrededor del salón, deleitándose con la atención de todos los que tenían los ojos clavados en nosotras—. ¿Escucharon todas? La preciosa Leah Prescott podría conseguir al chico que quisiera.
Más de una rió con ella.
Eso no se sintió bien, pero mantuve los ojos fijos en Alba. No iba a retroceder.
Apoyó sus manos perfectamente cuidadas en mi escritorio y se inclinó hacia adelante, revelando su escote.
—¿Lo dices en serio? ¿Cualquier chico y no solo algún loquito con camisa de fuerza?
Me puse de pie, sin querer estar debajo de ella de ninguna manera.
—En serio. —Crucé los brazos sobre mi pecho, deseando en secreto que mamá se apurara en interrogar al doctor Armstrong sobre mi diagnóstico.
—Pruébalo —dijo ella.
—Claro. —Rodé los ojos—. Déjame ir a buscar a un chico y pedirle salir con todos mirando. Buen plan, Alba.
Se llevó la uña pintada de rosa fosforescente al mentón.
—En realidad…
No me gustó nada el destello en sus ojos. Nada.
—¿Qué te parece si lo hacemos interesante?
Arqueé una ceja.
—¿Interesante?
—Sí. —Cruzó los brazos, dándole un empujoncito extra a su brasier con realce—. ¿Qué te parece si hacemos una apuesta?
—Adelante —dije, tratando de ocultar mi aprensión.
—Si logras que Ryder Williams te lleve al baile de otoño, con gusto te entrego mi corona de reina del baile y me aparto. Si pierdes, te quedas en casa. No necesito que arruines mi día.
Rodé los ojos.
—Si vas a hacer una apuesta, al menos hazla justa. No estoy intentando robarte a tu novio.
—Ya no es mi novio. —Se recargó en el pupitre de Kaitlyn, ignorando el obvio disgusto de ella. Alba se puso a jugar con sus uñas, fingiendo aburrimiento, pero no se me escapó el destello de dolor en su delicado rostro—. Entonces, ¿qué dices? ¿Tenemos trato?
Kaitlyn se echó hacia atrás y me miró con una mezcla de tristeza e impotencia. Jamás se atrevería a enfrentarse a Alba y arriesgar su beca.
Todo dependía de mí.
—Hecho.
La clase entera soltó un jadeo. O tal vez era solo la sangre retumbando en mis oídos.
Me dejé caer en mi asiento, en estado de shock. Alba prohibió a cualquiera hablar de la apuesta hasta el baile de otoño, bajo amenaza de que su papi soltara dinero para expulsarlos de la escuela. Ya lo había hecho antes.
Mamá regresó minutos antes de que sonara la campana y nos asignó capítulos para leer. En cuanto cambió la clase, salí corriendo al pasillo junto con los demás, sin querer enfrentar lo que seguramente sería una lluvia de un millón de preguntas de mi madre.
No, tenía que salir de allí y averiguar cómo lograr lo imposible: hacer que Ryder Williams se enamorara de una chica como yo.