No hice nada en todo el día. Nada que valiera la pena, al menos.
Ni estudiar, ni salir, ni siquiera fingir normalidad con mensajes a Aiko o Izan. Me limité a existir. Pisar de la cama al escritorio, del escritorio a la cocina, de la cocina al sofá. Rocky me seguía como un guardaespaldas aburrido. Papá decía que esas jornadas “de descanso” eran necesarias, pero lo mío no era descanso. Era agobio. Como si cada chispa que había explotado en los últimos días me hubiese dejado una resaca invisible.
Caía la noche y yo seguía sin haber hecho nada productivo, salvo contar grietas en el techo y repasar mentalmente la escena del río. La descarga, el coche, el miedo en los ojos de ese chico. El miedo en los míos. El miedo en los de Thiago.
Cené sin hambre, me metí en la cama demasiado pronto y me
