2. Joven amo

2244 Words
Agnes no sintió cuando su marido llegó la noche anterior, pero al despertar supo que había dormido junto a ella por la arruga hundida en la sábana a su lado. ¿En qué momento se quedó dormida? ¿Habría llegado demasiado cansado? Se levantó despacio, recogiendo su cabello en una coleta. Imaginó que Dorian estaba ya en la mesa, esperando que le hiciera el desayuno de siempre, pero esa mañana lo encontró en la cocina, preparando algo por su cuenta. Se quedó parada detrás de él, observando con desconcierto la alegría que irradiaba mientras revolvía el contenido del sartén. Tarareaba una melodía y movía la cabeza al compás, hasta que, al girar con una sonrisa, se topó con la mirada incrédula de su esposa. De inmediato borró la expresión y apagó el fogón. —Cariño... —¿Por qué estás tan contento, cuando apenas ayer recibimos la noticia de la pérdida de nuestro bebé? —preguntó ella, sintiendo amargura—. No digo que no debas sonreír, pero… —Ayer me dieron un aumento de sueldo —mintió él inmediatamente—. Quise contártelo, pero la mala noticia no me dejó hacerlo. Estoy feliz por eso, ¿o es que acaso no puedo estarlo? Su tono se endureció en la última frase. Agnes frunció el ceño, sintiéndose culpable. —No lo sabía… perdón. Dorian resopló con fastidio. —Y yo que pensé sorprenderte temprano con un buen desayuno —rio con amargura—. Siempre terminas arruinándolo todo. Que tú estés amargada no significa que yo deba estarlo también. —¿A dónde vas? —preguntó, con un nudo en la garganta. —Al trabajo, ¿a dónde más? Come sola, ya no tengo apetito. El portazo retumbó en la casa. Agnes se quedó mirando la puerta cerrada, estática, como si no terminara de comprender lo que acababa de ocurrir. ¿De verdad la había dejado sola por algo así? «Amargada…», repitió en su mente. Entonces, ¿ese era el nombre que él le daba a su dolor? Ni siquiera había pasado un día desde que supo que ya no llevaba a su bebé en el vientre. Dorian parecía intacto, como si nada de eso le hubiera afectado. Tal vez nunca se ilusionó como ella, pero lo que más anhelaba en ese momento era un poco de consuelo. Decidió no quedarse en casa revolcándose en su "amargura". Aunque se sentía débil, con cólicos y un leve sangrado debido al aborto, se vistió y salió rumbo al trabajo. No podía permitirse quedarse allí sola, recordando cómo su esposo había minimizado su dolor. El taxi la dejó frente a la mansión Von Hauser. Agnes solo esperaba que su jefe no la reprendiera por no aprovechar los días libres que él mismo le había concedido. —¿Agnes? —el mayordomo la recibió con sorpresa apenas abrió la puerta—. Pensé que estarías descansando. —Hola, Hans. Con el día de ayer fue suficiente, no necesito más. —¿Segura? —Muy segura. ¿El señor está? —Acaba de terminar de desayunar. Se encuentra en su despacho, puedes pasar. Agnes le dedicó una leve sonrisa de agradecimiento antes de encaminarse hacia el despacho. Justo entonces salió de allí Hazel, su amiga y compañera más cercana, que al verla se acercó con rapidez. —¿Qué haces aquí? Pensé que te habían dado vacaciones. —No fueron vacaciones, y no seas curiosa. ¿Está ahí? —¿Dónde más podría estar? —replicó la rubia, contrariada. —¿Has intentado seducir al jefe otra vez, Hazel? —preguntó Agnes con los ojos entrecerrados—. Te ves bastante frustrada. —¿Y a ti qué te importa? Ese viejo amargado ni me mira. Anda, ve y recibe tu regaño como corresponde. —Viejo y amargado… —repitió Agnes con una sonrisa irónica mientras su amiga se alejaba—. Y así quieres comértelo. Tomó la manija de la puerta y entró. El señor Von Hauser estaba inclinado sobre su escritorio, revisando unos documentos. Al verla, frunció el ceño y se quitó los lentes con un gesto severo. —¿Qué haces aquí? —Buen día, señor. Decidí venir hoy, la casa me asfixia —intentó sonreír, pero terminó siendo un fracaso. Ese hombre siempre parecía leerla de lado a lado. —Lo perdiste, ¿cierto? Agnes apretó los labios, conteniendo el temblor de sus lágrimas, y asintió con un leve movimiento de cabeza. La dureza del rostro de Von Hauser se suavizó, dejando ver una inusual empatía. —Lo lamento mucho, Agnes —dijo con pesadumbre—. Debes estar destrozada. Yo mismo te di estos días para que pudieras recuperarte. ¿Estás segura de que puedes trabajar en este estado? —Sí, puedo —parpadeó varias veces, luchando por no quebrarse frente a él—. En casa estoy sola. Mi esposo solo regresa por la noche… prefiero estar aquí. Optó por callar esta vez respecto a la actitud de Dorian. Estaba irreconocible, más hostil, y cada día la entendía menos. —Bien, si es así, también deberías prepararte para la llegada de mi hijo —anunció el hombre. —¿Su hijo? —Agnes levantó la mirada, recobrando la compostura. —Sí. Regresa de Francia esta tarde. Su madre lo convenció de venir a vivir con nosotros por un tiempo. No te lo mencioné antes porque apenas tomó la decisión anoche. —Entiendo, señor. ¿Desea que prepare una habitación especial para él? —Sí, por favor. Que esté alejada del jardín, detesta que entre demasiada luz. Ah, y Agnes… quiero encargártelo personalmente. —¿A mí? —Eres mi empleada de mayor confianza. Mi hijo tiene un carácter un tanto… difícil, por decirlo de algún modo. Encárgate tú de atenderlo; dudo que las demás puedan concentrarse en su trabajo sin caer en las provocaciones de ese bribón. —Oh, comprendo. No se preocupe, señor, haré lo mejor que pueda para que se sienta a gusto. —Confío en ti, Agnes. Si te sientes mal o necesitas algo, no dudes en venir a mí. Ella asintió, con mejor ánimo, y salió. En ese lugar se sentía menos asfixiada, un poco más apreciada. Aunque sabía que Dorian la amaba, últimamente estaba distante. ¿Quizás porque ella se enfocaba demasiado en su propio dolor? Sus pensamientos se cortaron al encontrarse con la esposa de su jefe, de pie en medio del pasillo, con los brazos cruzados y la habitual expresión hostil en el rostro. —¿Qué hacías a solas con mi marido? —reclamó, acercándose—. Te advertí que no lo quería cerca de ti, arrastrada. —Solo recibía indicaciones del señor, nada más. —¿Te atreves a responderme con altanería? ¡Sé muy bien que eres otra lagartona igual que tu amiga! Por eso recibes tantos favores de él, ¿verdad? ¡Confiesa ya! Agnes no pensaba perder el tiempo. Emma Von Hauser, la señora de la casa, era una mujer a la que todos procuraban ignorar, no por falta de respeto, sino porque su carácter paranoico y compulsivo la llevaba a celar a su marido con cualquiera. Thierren, cansado de sus escenas y de la cantidad de empleados que había hecho despedir por sus celos, ordenó que la dejaran en el vacío. —El señor me habló de su hijo —mencionó Agnes, notando cómo la expresión de la mujer se suavizaba—. Quiere que me asegure de que se sienta lo mejor posible a su llegada. —Claro que debes hacerlo. Mi hijo es alguien estricto y con altas expectativas. ¡Ni se te ocurra cometer un error! —Lo tendré presente, señora. Justo iba a preparar su habitación. ¿Podría preguntarle cuáles son los gustos de su hijo? La actitud de Emma cambió por completo y su rostro se iluminó, comenzando a alardear tanto de él que Agnes terminó exhausta después de escucharla sin descanso. Al fin, se puso el uniforme y se dispuso a limpiar la habitación indicada con esmero, tomando en cuenta cada detalle de los gustos del nuevo joven amo de la casa que, por la forma en que su madre lo describía, intuía no sería nada fácil de tratar. Tras barrer, trapear, quitar hasta la más mínima mota de polvo, acomodar los muebles, dejar el baño impecable, doblar con cuidado toallas y batas y asegurarse de que las ventanas quedaran bien cerradas, Agnes salió al jardín a tomar un respiro. Allí se encontró con Hazel, que fumaba relajada. —¿Qué estás haciendo? Está prohibido fumar aquí —la reprendió Agnes, acercándose y arrebatándole la colilla—. ¿Quieres que te despidan? —No creo que el jefecito lo haga. Seguro le gusta mi trasero joven. —No seas tan confiada, él ama a su esposa. —Sí, claro… tanto así que la tiene como cero a la izquierda. —Las cosas no son así. La señora es un poco… complicada de la cabeza, pero nada más. Hazel rodó los ojos, cruzándose de brazos. Luego miró de reojo a su amiga. —¿Tú no estabas embarazada? ¿No te dan ganas de vomitar con el olor a humo? La última vez… Calló al ver la expresión abatida de Agnes. —No me digas que… —No puedo tener hijos, Hazel. Mi vientre no sirve —musitó, fijando la mirada en el césped para ocultar el tormento en sus ojos—. Ya no podré darle a Dorian lo que tanto anhela. —¿Eso es lo que te importa? ¿Lo que él quiera? Ya me tienes cansada con el mismo disco, Agnes. —¿Y ahora por qué hablas así? —cuestionó la mujer, levantando la vista. —Porque siempre hablas de lo que ese bueno para nada desea. ¿Y qué quieres tú? Aparte de inepto, es pobre. Búscate un millonario maduro con dinero: al menos lloras, pero arrimada de billetes. —Contigo no tiene caso hablar. —Ve y mete la cabeza en las piernas de tu marido. Es lo único que sabes hacer. Su amiga se marchó, dejándole un amargo sabor de boca. Agnes también anhelaba una familia, no era solo el deseo de Dorian. ¿Por qué parecía que nadie quería entenderlo? *** La tarde llegó y toda la servidumbre terminó exhausta tras el arduo trabajo de dejarlo todo impecable para la llegada del nuevo m*****o de la familia. —A ver, todos a sus lugares —llamó Hans, haciendo que las sirvientas se reunieran con rapidez—. Formen dos hileras como les indiqué y nada de murmullos ni risitas tontas. Cabeza baja y silencio absoluto, ¿entendido? Agnes se colocó junto a su amiga, ambas en la misma posición que el resto del personal. Apretaba una pequeña pelotita de goma en las manos por los nervios. De reojo miró hacia la puerta principal, que estaba siendo abierta de par en par. Alcanzó a ver cómo una limusina se detenía justo en la entrada y el mayordomo salía a recibir al huésped esperado. Varias maletas fueron bajadas del maletero y, finalmente, abrieron la puerta del auto para Ryan Von Hauser, único hijo y heredero del imperio Von Hauser. No logró distinguirlo bien desde su lugar, con la cabeza inclinada, así que desvió la mirada al frente y aguardó su entrada. Los pasos del joven resonaron en el mármol pulido del suelo, y por un instante pareció que todos contenían el aliento. Vio sus zapatos negros, tan brillantes como espejos en los que podía reflejarse, cuando pasó justo frente a ella. Se sobresaltó al notar que él se detenía, pero se calmó en cuanto escuchó pasos apresurados que bajaban por las escaleras: era por su madre. —¡Hijo! —Ryan retrocedió un par de pasos cuando su madre lo abrazó con fuerza—. ¡Por fin estás aquí! ¡Mira qué guapo estás! ¿Me extrañaste? ¿Extrañaste a tu mamá? —No —respondió con frialdad. —¡Ryan! —Déjalo, Emma. No lo asfixies —intervino Thierren, llegando junto a su esposa—. ¿Qué tal el viaje, hijo? —Horrible. —Me lo imagino. Detestas los ajetreos. ¿Quieres subir primero a tu habitación a descansar? ¿O prefieres que se sirva la cena? —Dormir. —¿Por qué no hablamos antes un poco, hijo? —insistió su madre—. Seguro tienes muchas cosas que contarnos. ¡Además, también…! —Eres molesta, mamá. Agnes apretó los labios, conteniendo la risa. Al fin alguien se lo decía. Era como si aquel pensamiento que siempre guardaba sobre esa mujer hubiera sido pronunciado en voz alta. Se distrajo tanto que la pequeña pelotita de nervios que apretaba en su mano resbaló de sus dedos y rodó por el suelo, deteniéndose justo en aquellos zapatos relucientes. Apenas fue un roce en la punta del cuero, pero suficiente para ser notado. Agnes cerró los ojos con fuerza y los abrió después, maldiciéndose mentalmente. ¿Qué demonios? ¿Tenía que meter la pata justo en ese momento? Su corazón dio un vuelco cuando una gran mano enguantada recogió la pelota. Se quedó casi temblando al ver cómo esos zapatos brillantes se acercaban en su dirección. Cuando aquella mano le extendió el objeto y se vio obligada a levantar la cabeza, perdió la respiración. ¿Por qué decían que era un jovencito rebelde e inmaduro cuando aquel rostro parecía pertenecer a un dios surgido del Inframundo?.
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