3. Lo encuentro, me lo quedo

2346 Words
Por un momento, la mente de Agnes se había perdido en conjeturas sobre cómo atendería de ahora en adelante al hijo de su jefe. Sin embargo, cuando sus ojos se encontraron con los de él en ese preciso instante, no supo qué decir. ¿De qué manera se hablaba? Ya ni siquiera lo recordaba. Los ojos de ese hombre eran de un gris plomo, tan metálico que estaba segura de que, bajo la luz del sol, debían resplandecer. Se tomó una fracción de segundos para recorrer con la mirada todo su rostro perfecto: una mandíbula marcada y tensa, labios llenos y pecaminosos, una nariz recta y cincelada; pero lo que más podía derretir a cualquier mujer era esa mirada depredadora. —Esto es tuyo, ¿no? Agnes salió de su trance y se sonrojó al instante, bajando la vista hacia la mano enguantada que se extendía frente a ella. —Sí, es mío… —murmuró con vergüenza—. Lo siento, se me resbaló. Cuando fue a tomar su pequeña pelota, la mano de Ryan se cerró impidiéndoselo. —Era —corrigió él, retirando la mano con aquella pertenencia—. Lo encuentro, me lo quedo. Agnes frunció el ceño, pero solo pudo asentir con obediencia y volver a bajar la cabeza. ¿Qué había sido eso? ¿De verdad le había quitado su pelotita antiestrés? Los zapatos brillantes desaparecieron de su campo de visión mientras él se alejaba. Solo cuando escuchó sus voces a lo lejos, Agnes pudo volver a respirar con normalidad. Las sirvientas empezaron a dispersarse a sus labores, murmurando entre ellas. —¿Qué clase de truco fue ese? —Hazel, su amiga, la jaló del brazo y la llevó hasta una columna—. ¿Lo hiciste a propósito? Agnes la miró sin comprender. —¿Qué cosa se supone que hice a propósito? —¡Eso de antes! —exclamó en un murmullo—. Tirar algo a los pies del tipo que quieres ligar para llamar su atención. Es tan típico, Agnes. ¿Crees que no lo he hecho con el jefe antes? El rostro de Agnes pasó de la confusión a la absoluta molestia. —Yo no hice nada a propósito, ¿de qué hablas? Fue un simple descuido, nada más —contestó, ofendida. —Sí, ajá. ¿Crees que soy tonta? ¡El tipito te gustó! ¿No que estabas casada y que amabas tanto a tu marido? El enojo le burbujeó en la garganta a Agnes. No podía creer lo que estaba escuchando. Avanzó dos pasos hacia aquella supuesta amiga, acortando la distancia solo para que oyera claramente lo que tenía que decirle. —No proyectes tus mañas en mí —su voz destilaba furia—. Yo no soy quien anda detrás de un hombre casado. ¿En qué posición te deja eso? Yo sí tengo dignidad y orgullo, no como otras. Más te vale dejar de decir estupideces, y mucho menos delante de los jefes, si no quieres meterte en problemas. Pasó junto a Hazel, rozando su hombro con un gesto de intencionado desdén. La rubia apretó las uñas contra sus palmas, ofendida por sus palabras. Agnes, en cambio, se dirigió directo a su habitación de servicio, donde tenía la posibilidad de descansar e incluso quedarse a dormir, aunque solía privarse de ello porque Dorian la esperaba en casa. Estaba a punto de quitarse el uniforme cuando tres golpes en la puerta la detuvieron. —¿Sí? —Soy yo, Hans —dijo el mayordomo—. Agnes, sé que ya terminó tu hora de salida, pero aún no puedes irte. La mujer frunció el ceño y abrió. —¿Por qué no puedo? —El señor me informó que te harás cargo del joven Ryan. Y como ha llegado un poco más tarde de lo estipulado, solicita tus servicios —explicó—. Si no puedes, lo entenderé. Podría hablar con el señor y decirle que... —No, no, para nada. Puedo hacerlo. Él mismo me encargó a su hijo y no puedo fallarle, ¿cómo crees? —Bien. De todos modos, creo que tendrás que trabajar horas extras de ahora en adelante, así que hablaré con él acerca de un aumento de sueldo. Es lo justo. ¿Te parece? Agnes asintió de inmediato. No podía negarse, sobre todo cuando estaban pasando por dificultades económicas. Un ingreso extra ayudaría mucho. —Perfecto. Entonces ve y prepara el baño del joven Ryan. En este momento está en el despacho de su padre. Ah, y cenará en su habitación. —Claro, me encargaré. Hans se retiró y Agnes se quedó de pie junto a la puerta abierta. No le gustaba nada el comportamiento de aquel hombre al que ahora debía atender. ¡Le había robado su pelota! ¿Acaso pensaba devolvérsela? Era un objeto simple, incluso ridículo para otros, y se sentía tonta por desear recuperarlo… pero para ella significaba mucho más. Esa pequeña pelotita, además de ser un antiestrés, era un recuerdo invaluable que su madre le había regalado. Desde entonces la llevaba siempre consigo, guardada en su bolso. Tenerla cerca era como tenerla a ella. Sacudiendo la cabeza y enfocándose en su labor, Agnes salió de su habitación y se dirigió a la de Ryan. Todo estaba tal como lo había dejado, salvo por las maletas que descansaban en el centro, aún sin desempacar. Imaginaba que también tendría que hacerse cargo de eso, lo que significaba que saldría más tarde de lo habitual. Recordó entonces el parloteo de la señora Emma acerca de su hijo, cuando le enumeraba lo que le gustaba y lo que no. Algunas cosas había logrado retener: por ejemplo, la temperatura del agua debía ser fría. Una preferencia extraña, considerando que cualquier persona normal prefería bañarse con agua tibia. Preparó la bañera asegurándose de que el agua estuviera helada. Luego sacó una toalla y un albornoz, dejándolos listos para él. ¿Qué más tenía que hacer? El nerviosismo la tenía muy tensa; no quería cometer ningún error. El suave clic de la puerta cerrándose la sobresaltó. Su pulso se desbocó al ver a ese hombre erguido junto al marco. Uf, era demasiado alto. ¿Cuántos años tenía…? Ah, veinticuatro, había escuchado decir a la señora Emma. Pero no lo aparentaba en absoluto: con esa altura descomunal, ese cuerpo y ese rostro, parecía más bien de unos veintisiete. —Su baño está listo —anunció ella—. ¿Necesita algo más? Por alguna razón, estar encerrados los dos solos en la misma habitación se sentía incorrecto. —Maletas —Ryan señaló con la barbilla el equipaje—. Te falta. —Ah, cierto. Ya me encargo. Por un momento lo había olvidado. Arrastró las maletas hacia la cama y subió la primera. La mirada de Ryan ardía sobre ella, fija, insistente. ¿Es que no pensaba moverse? Trató de concentrarse en su tarea, sacando camisas elegantes y pantalones que fue acomodando con cuidado en el amplio clóset empotrado. Alzó la vista apenas cuando escuchó sus pasos recorrer la habitación. Un exquisito aroma de loción se filtró en su nariz, sorprendiéndola por lo bien que olía. De reojo lo vio abrir la puerta del baño, donde la bañera ya estaba lista. Apartó la mirada enseguida en cuanto lo vio quitarse los guantes negros que llevaba, con la clara intención de desvestirse. —Saldré un momento para que pueda bañarse con más comodidad —dijo ella, incapaz de seguir allí a solas con él—. Cuando termine puede... —No te he dado permiso para que salgas —la voz de Ryan sonó ronca y contundente. Agnes se congeló en su lugar. ¿Por qué estaban ocurriendo tantas cosas extrañas? Ryan se despojó del saco que llevaba encima y luego desabrochó los botones de las mangas de su camisa. Cuando se la quitó, Agnes bajó la mirada hacia la última maleta que le quedaba por organizar. Necesitaba irse de ahí. Sentía que estaba haciendo algo indebido. Al escuchar los pasos acercarse, Agnes fingió serenidad y continuó colocando la ropa en su sitio: cosméticos, relojes y perfumes. Ya casi terminaba, pero cuando se giró para ir por lo que faltaba, su nariz chocó contra algo duro y retrocedió con un quejido de dolor. —¿Qué demonios…? —calló de inmediato al tomar conciencia de quién tenía enfrente. Contuvo el aliento. —Mi padre me dijo que serías mi sirvienta personal de ahora en adelante —la voz gruesa de Ryan le erizó la piel—. ¿Cómo te llamas? —Agnes. No sabía adónde mirar. Por Dios, tenía su pecho justo frente a ella. Menos mal que era tan alto, así podía evitar cruzar su mirada. Pero hacia abajo… ahí estaban sus pectorales, su torso desnudo y definido, demasiado cerca. —¿Necesita algo más? Debo terminar mi labor —dijo ella, tensa y nerviosa. —Adelante. Aunque le concedió el permiso, Ryan no se movió. Fue Agnes quien se hizo a un lado para recuperar espacio. Con paso tranquilo, Ryan se acercó a la mesita de noche mientras sacaba algo del bolsillo. Los ojos de Agnes reconocieron de inmediato la pequeña pelota que él le había quitado. —Eso es mío —exclamó sin poder contenerse—. ¿Podría devolvérmelo, joven Ryan? —No —respondió tajante—. Ahora me pertenece. —¿Perdón? —Si lo tomas sin mi permiso, lo interpretaré como un robo a tu superior. La indignación de Agnes iba en aumento. Si ese hombre no cambiaba esa actitud de porquería y seguía fastidiándola, seguramente acabaría renunciando. Además, aquellos acercamientos de hacía un momento no estaban bien. Si alguien los hubiera visto, lo habría malinterpretado todo. «Contrólate, Agnes», se repitió para no perder la cordura. Ryan, de espaldas, comenzó a desabrocharse el cinturón. Agnes se puso rígida. No podía estar haciendo eso delante de ella… ¿o sí? Pero lo estaba haciendo. Descolocada, Agnes tuvo que darse la vuelta, escuchando claramente la fricción del pantalón cuando él se lo bajaba. En ese instante sus sentidos parecían agudizados, podía percibirlo todo. Lo oyó entrar al baño y luego el chapoteo del agua desbordándose por los bordes de la tina. Cuando aceptó atender al joven amo de aquella mansión, jamás pensó que pasaría por una situación tan vergonzosa e incómoda. Ese muchacho se la estaba poniendo difícil. Ella era una mujer casada que amaba a su marido, pero en algún momento podría llegar a sentir tentación. Nunca le había pasado, aunque siempre existía una primera vez. En cuanto estuvo segura de que él ya no estaba a la vista, Agnes se giró… y casi se atragantó con su propia saliva al ver a Ryan en la bañera, con un brazo doblado y apoyado bajo la mandíbula mientras la observaba fijamente. Maldita sea, no había cerrado la puerta. Por suerte, solo podía ver su torso desnudo; lo demás estaba cubierto, así que estaba bien… al menos en apariencia. «Respira, no es nada. Puedes con esto», se alentó a sí misma mientras continuaba con su labor, aunque sentía esa mirada penetrante clavada en ella. Cuando al fin terminó, un profundo alivio la recorrió… pero no se libraría de él tan fácilmente. —No has terminado aún —Ryan la detuvo, y ella apretó las pestañas, molesta—. ¿No ves el reguero detrás de ti? Tratando de mantener la calma, Agnes giró y, en efecto, el traje de él estaba tirado en el suelo junto con los zapatos y el pantalón. ¿Cómo no iba a haber desorden, si él mismo lo había dejado allí? Sin mostrar emoción en el rostro, recogió la ropa que estaba cerca de la puerta del baño y se la colgó en el brazo. Luego acomodó los zapatos en su sitio y suspiró. —Tráeme la cena —ordenó él después—. Imagino que ya te informaron que cenaré aquí. Nunca le había frustrado tanto atender a alguien. Pero era el hijo del jefe, y tenía que obedecer cada orden sin rechistar. —Sí, en un momento la traigo —respondió con frialdad y por fin salió de la habitación. Fue primero a la lavandería a dejar la ropa sucia y después regresó rápidamente a la cocina por la cena del joven amo. La preocupación le apretaba el pecho, pues ya oscurecía y Dorian seguramente había llegado a casa. De vuelta en el dormitorio de aquel hombre insoportable, empujó la puerta con la cadera, entrando con la bandeja en las manos… solo para encontrarse con Ryan saliendo del baño, con una toalla apenas ceñida a su cintura. Gotas de agua descendían por ese torso esculpido y se perdían en la marcada línea en V de su abdomen bajo. Agnes apartó la mirada de inmediato y dejó la bandeja de comida sobre una mesa de cuatro puestos. —Ya he terminado por hoy —dijo, carraspeando—. Si necesita algo más... —Suelo levantarme muy tarde —la interrumpió—, así que necesito a alguien que me despierte a las ocho en punto. Y como eres mi sirvienta a partir de ahora, supongo que tendrás que encargarte. ¿Cierto, Agnes? «Maldito», pensó ella. —Sí, me encargaré de eso también. —Además, solo tú tienes autorización de entrar a mi habitación —se acercó a ella, y Agnes no pudo hacer más que quedarse petrificada en su sitio—. Así que será tu responsabilidad cualquier cosa que suceda aquí dentro. —Entiendo. ¿Algo más? La última pregunta salió brusca. Por primera vez, distinguió en su rostro una pequeña sonrisa, apenas perceptible, pero nada amable ni empática. Era escalofriante. —Nada más, Agnes. Ya puedes irte. No dudó en salir como una bala de ese lugar. La presencia de ese hombre era tan opresiva que, por un momento, creyó que moriría sin poder respirar bien. Si las cosas iban a ser así de extrañas desde ese día, dudaba mucho que pudiera continuar con el puesto de encargarse de él. Había límites que no estaba dispuesta a cruzar.
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