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In my way to Heaven

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Es fácil encontrar errores y defectos en todo aquello que nos rodea, lo difícil es sonreírle a la vida constantemente mientras se aprecian sólo los detalles que valen la pena. Sin embargo, para Heaven nunca ha sido especialmente complicado admirar la belleza de existir, ni mucho menos esparcir felicidad a donde quiera que vaya. Aún así, su perspectiva animada se ve amenazada con transformarse en una muchísimo menos alegre cuando un chico se suma a su lista de romances frustrados y/o fallidos.

Theo piensa que ella es extraña, rozando lo irritante; él asegura que Heaven necesita centrarse en la realidad. Por su parte, Heaven opina que Theo debe cambiar su forma de observar las cosas, y con gusto se propone ayudarlo.

Pero, ¿podría surgir algo realmente positivo entre dos personas que quizá nunca debieron conocerse?

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Prólogo
Relatos de un alma desdichada, Vol. 1 Catorce días esperó aquel niño, al cual no le asignaremos ni nombre ni apellido, por el único hombre que alguna vez le rompió el corazón. Su partida debió ser un escenario doloroso, pero lo cierto es que el castaño de absurdas ilusiones no la sintió así porque, aunque observó en primera fila cómo su padre arrastraba dos pesadas maletas y salía de casa, le pareció que no era tan definitiva. Esa noche los miembros de la familia que no decidieron irse repentinamente cenaron en un silencio sepulcral que apenas era interrumpido por los sonidos de los cubiertos al chocar; pronunciar palabra alguna lucía como una idea poco sensata. Al finalizar, habiéndose asegurado de que su madre no iba a pedirle que hiciera nada más, el niño se sentó junto a la ventana y miró durante tres largas horas el exterior, que no variaba mucho con excepción del ocasional transitar de autos, esperando el regreso de quien, además, constituyó el papel protagónico de su primera decepción real. Su progenitora caminó cada centímetro de la estancia durante todo ese rato, dándole vistazos esporádicos al chiquillo que aparentaba estar ajeno a la angustia de la mujer. Quería decirle que subiera a su habitación y, si se oponía (porque tenía fama de ser terco e insufrible), obligarlo, pero un nudo denso le obstruía la garganta. Pronto su hijo cumpliría diez años, y sabía que era lo suficientemente perspicaz como para advertir la gravedad del asunto, no obstante, de todas formas le era difícil explicarle que podría pasarse la vida pegado a ese vidrio si así lo deseaba, pero que eso no le traería de vuelta a un padre que horas atrás decidió sacarlo de su vida. Así pues, al perder la batalla contra el sueño que comenzó a apoderarse de él, el castaño cayó dormido, y la madre que sólo tenía ganas de llorar desconsoladamente saboreó el alivio momentáneo. Por lo menos por ese día no tendrían que entablar la charla que les cambiaría la vida. Todos los días de esa primera semana se parecen unos de otros, básicamente los habitantes de la casa se sumieron en una rutina que consistía en no compartir más tiempo del necesario juntos. La hermana menor del chico era demasiado pequeña para hacer preguntas, si bien chillaba a menudo cuando se acercaba la hora en la que el hombre desaparecido la llevaba a dar una vuelta por el vecindario, y la madre se lanzó a los quehaceres del hogar tan de lleno que era casi imposible pillarla desocupada, por no mencionar que la mayor parte del tiempo tenía una expresión fría adherida al rostro. Si algo podría destacar el castaño dentro de tal monotonía sería que, después de muchos pequeños momentos de reflexión, el jueves comenzó a sopesar la posibilidad de no volver a ver a su padre. Sin embargo, el viernes por la mañana se esfumó cualquier pensamiento de negatividad que pudiese acallar la voz de la esperanza. Encontró un viejo rompecabezas de madera que su padre había fabricado específicamente para él tiempo atrás, cubierto de polvo y con bordes irregulares. Esa tenía que ser una clara señal de que no valía la pena ser pesimista, porque también era la prueba irrefutable de que ese mismo hombre que se marchó un domingo por la tarde sin siquiera decir adiós era el que además le fabricaba juguetes; lo amaba, jamás lo abandonaría, sino ¿por qué habría de pasar tardes enteras dentro de la cochera, confeccionando piezas hechas para encajar perfectamente que en tres días pasarían al olvido? El castaño jamás fue tan positivo respecto a algo. Pero los días, naturalmente, pasaron. Al principio fueron minutos, luego horas que se amontonaron y dieron forma a otra semana sin que el padre volviera. Hasta que finalmente lo hizo. Todos estaban en casa, desayunando, cuando él cruzó la puerta principal tan campante que parecería descabellado pensar en los días pasados donde no contaron con su presencia. Era domingo, y por lo general a esa hora se encontraban en una alguna excursión improvisada hacia cualquier paradero que sonara interesante. Por segunda vez desde que el niño, casi adolescente, tenía memoria no irían a ningún sitio, porque para empezar el hombre ni se molestó en dirigirles la mirada. Lucía absorto, rígido e incómodo, y subió las escaleras con una pesadez palpable. Sólo la madre se atrevió a seguirlo, con el semblante neutral, para descargar toda la furia contenida que le producía su indiferencia hacia sus propios hijos, dos seres que literalmente no entendían qué había ocurrido. Los gritos iniciaron en la primera planta y acabaron en el piso de abajo, junto a la entrada, cuando de pronto se escuchó: — ¡Y una mierda, Coraline! ¡No quiero tener ningún tipo de contacto contigo o con tus hijos! Si tales exclamaciones no hubiesen sido expulsadas con un desprecio así de efusivo la madre habría podido replicar, pero el odio que emanaba de los ojos que la atacaban logró robarle el aliento. El portazo que sobrevino a dicha escena marcó un antes y un después en la historia de esa familia. Evidentemente ya nada sería igual. Y como el punto inicial de los cambios venideros, ocurrió aquello que mencionamos al principio de este relato. Hasta ese día, ese fatídico día en el que había sentido su mundo destruirse, el castaño aguardó con esperanza el regreso de su padre. Él no volvería, él ya ni siquiera lo quería. Sin que supiera por qué, había dejado de ser también su hijo. He aquí un dato curioso: En ese episodio se refleja el por qué comenzó a considerarse en adelante a sí mismo como un alma desdichada. Porque, ¿cómo podía ser feliz si una de las dos personas que supuestamente debían amarlo por toda la eternidad le había rechazado de tal forma, sin razón? Sencillamente, no podía. O eso creyó durante mucho tiempo

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