Episodio sin título

1038 Words
CAP. 10 - EL SUSURRO DETRÁS DEL CONFESIONARIO Emma aguardó a que la iglesia estuviera vacía. El sacerdote, como cada martes, se quedaba solo hasta tarde, revisando papeles que ninguno leía. Ella entró sin hacer ruido, con pasos que parecían pedir consentimiento al mármol. No era devoción lo que la movía, era una enorme decisión. Por eso lo espiaba. Cargaba consigo una caja pequeña. No era un arma, ni era veneno. Era algo más sutil. Algo que decía sin palabras. Pero mientras se aproximaba al confesionario, sintió algo. No fue un ruido. Quizás un cambio en el aire. Como si alguno hubiese contenido la respiración. Apoyó la caja en el banco, justo donde el cura acostumbraba sentarse. Y antes de irse, deslizó una nota por debajo de la puerta del despacho. Al salir, la noche la cercó. Aunque no estaba sola. Desde el campanario, una silueta la observaba. Nada decía. Solo apuntaba algo en una libreta negra. Al día siguiente, Emma recibió una misiva sin remitente. Adentro, una sola frase. Te observamos Y aunque en la iglesia, el cura no fue visto, alguien había prendido las velas. Todas. Emma regresó a la iglesia dos noches después. Esta vez no cargaba nada en las manos. Solo una duda: ¿El párroco sabía? Y alguien más también… Mientras atravesaba el atrio, sintió que el aire estaba diferente. No frío, ni pesado. Como alerta. Las velas seguían encendidas, aunque nadie las había tocado. Emma no se contuvo. Subió al coro, al pasadizo alto que daba al campanario. Quería saber de buena tinta quién la había visto. Quién había prendido las velas. Quién sabía tanto. Pero cuando llegó, no había ninguno. Solo una hoja borrador manchada, donde decía: Emma. Martes. Caja. Anotación. Silencio. Alguien la estaba espiando. Y entonces oyó un sonido, un susurro. Como si el viento señalara su nombre. Emma bajó rápido, sin miedo. Con urgencia. El párroco no estaba. Pero en el altar, alguien había dejado una cruz invertida. Y sobre ella, un mensaje escrito con ceniza. El confesionario parecía susurrar, como si hubiera cobrado vida. Liam tenía siete años, una mamá que trabajaba mucho y un papá que lo había olvidado al nacer. Solo se había ido. Una forma de mirar que parecía pedir la venia al mundo. Era tímido, y muy curioso. Le gustaban los libros con animales, los dibujos con carboncillos, y las tardes en la iglesia, donde decía que todo olía a limpio. El cura lo llamaba mi niño sabio. Le expresaba que era especial, que tenía que instruirse en cosas que los demás no podrían comprender. Liam lo creía. Porque lo amaba, lo admiraba. Porque en su universo, los adultos eran luces, no sombras. La excusa fue la educación. Para que sepas como cuidar tu cuerpo, decía el párroco. Pero en lo que lo ilustraba, no aparecía en ningún manual. No eran clases. Eran mudeces impuestas. Confusiones propagadas. Límites confusos. Liam no entendía que algo estaba mal. Solo sabía que, después de esas clases, no quería dibujar más. Que los animales que antes le gustaban ahora le daban temor. Que cuando su mami lo abrazaba, él se ponía rígido, como si el afecto fuera un idioma que ya no comprendía. Fue cuando comenzó a escribir palabras sueltas en hojas sueltas. En una de ellas, con letra trémula: No quiero volver. Repentinamente dejó de hablar del padre Alex como lo solía hacer, y no quería recibir instrucción, como se resistía por esos tiempos. A su madre le llamó la atención, pero se impuso, nadie mejor que el cura para ofrecer conocimientos y protección. Estaba en la iglesia, estaba tranquila. Hasta la tarde en que se agarró fuerte de la pila de agua bendita y no quiso avanzar. A Sophia, su mamá, se le hacía tarde para entrar en su segundo trabajo. Y no podía faltar. Lo retiró bufando y lo llevó a la casa de Mrs Betty. Así se supo. A los trompicones lo llevó, enojada y lo aventó al interior de la casa de la vecina. El niño dejó de llorar y se dispuso a jugar con el tren eléctrico que le ofrecieron. Ya más tranquilo, y mientras tomaba una taza de chocolate con donas, Betty le preguntó si se había cansado de aprender. Liam, abrió sus ojos enormes, la miró largamente sin hablar. Betty era tenaz cuando lo consideraba necesario hasta que el niño hizo hablar a un vagón que chocaba con otro, dijo: -El padre dice que soy su secreto preferido. A veces me duele, pero él dice que es porque estoy creciendo- - También dice que no le puedo contar a mamá porque ella no entiende de cosas sagradas- Aquella noche la tormenta llegó sin advertencia. No como lluvia, sino como sentencia. El cielo se dividió en dos con un trueno que parecía gritar un nombre que nadie quiso corear. Las calles de Ithaca se vaciaron. Las ventanas se cerraron. Pero en la casa de Emma, la luz seguía prendida. El viento apaleaba como si quisiera entrar. Las ramas arañaban los cristales. Y en medio de ese caos, Emma seguía decidida. Estaba sentada frente a la mesa, con la hoja manchada que había encontrado en el campanario. La leía como quien descifra una invocación. Era como que cada palabra hablara de Liam, de lo que el padre Alex había hecho. Y de eso no se vuelve Un trueno sacudió el techo. Emma se levantó. La tormenta rugía. Pero ella marchó hacia la iglesia como si el agua no la tocara. Y detrás de ella, en la oscuridad, alguien la seguía. No para detenerla. Esta vez era para asegurarse de que no fallara. Entró a la sacristía con la hoja mojada, los dibujos de Liam, y una grabadora encendida. El padre Alex la miró con esa sonrisa que ya no engañaba a nadie. - ¿Venís a rezar? -preguntó él. -No. Llego a que te escuches. Apretó play. La voz de Liam, temblona, expresaba: El padre dice que soy su secreto preferido. El párroco palideció. Emma lo miró con repugnancia. Luego colocó la hoja sobre el altar, y dijo: La fe no protege al que traiciona. Al día siguiente, el cura no apareció. La iglesia permaneció cerrada.
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