El camino de regreso al taller de Artes Plásticas fue una experiencia surrealista, un viaje a través de un mundo que parecía extrañamente normal y sin cambios, a pesar de que el mío propio se había inclinado sobre su eje. Cada paso se sentía liviano y desconectado del suelo de mármol, como si estuviera flotando en la bruma de la adrenalina y el placer residual que todavía vibraba en cada terminación nerviosa de mi cuerpo. El sonido de los casilleros al cerrarse y las risas distantes de otros estudiantes eran un ruido de fondo sin sentido, una banda sonora para una película en la que yo era la única protagonista que conocía el verdadero guion. Mi piel todavía hormigueaba en los lugares donde sus manos y su boca habían estado, y el olor de su perfume parecía haberse impregnado en mi ropa, un
