El Juego Del Duque
La sala contigua al salón del embajador era más austera, pensada para reuniones privadas o interrogatorios con diplomáticos que exigían trato especial. En el centro, una mesa pequeña, dos sillones de cuero y sobre una bandeja, una tetera que nadie tocaba.
El inspector acomodó los papeles frente a él mientras Viktor Vodrak se sentaba con absoluta calma, las manos enguantadas cruzadas sobre el regazo, la espalda recta como si estuviera en una recepción imperial y no en una conversación de riesgo.
- Duque Vodrak. - comenzó el inspector, con tono neutro, aunque cargado de esa cautela que uno emplea con animales peligrosos - Gracias por aceptar reunirse conmigo.
- No ha sido una imposición, inspector. - respondió Viktor con suavidad - Me gusta cooperar con las autoridades cuando hay una causa justa de por medio. Como la desaparición de una dama estimada.
Girard hizo un gesto de asentimiento.
- Según varios testimonios, usted mantenía una relación de amistad con la condesa Ashcombe.
- Es cierto. Teníamos intereses intelectuales comunes. Era una mujer inteligente. Una de las pocas en esta ciudad cuya conversación podía mantenerme despierto más de cinco minutos.
El inspector alzó la mirada. No parecía una declaración de amor, sino una evaluación crítica. Viktor hablaba como quien elogia una obra de arte ajena, sin afecto, sin drama.
- ¿La vio el día de su desaparición?
- No. Fui notificado del incidente por el embajador. Por lo visto, desapareció de su residencia sin dejar rastro. Lamentable, sin duda.
- ¿Y no intentó visitarla días antes?
Viktor arqueó apenas una ceja.
- Mis horarios están comprometidos por la delegación imperial. A veces pasan días sin que pueda respirar sin pedir permiso al protocolo. Si hubiera sabido que su vida corría peligro… créame, habría hecho tiempo.
Girard anotó algo, sin responder. Luego levantó otra hoja.
- ¿Sabía que la condesa había suspendió sus actividades después del regreso de su esposo de Francia?
- Si. Estaba con la dama y Lady Ashcombe en el palacio trabajando con la delegación cuando escuchó comentarios desafortunados sobre su esposo. El conde Ashcombe no es precisamente conocido por su gentileza. Ni por su brillantez.
- ¿Comentarios?
- Creo que fue algo sobre su inasistencia a una reunión importante debido a una dama...
- ¿Y qué piensa de él? - preguntó el inspector, observándolo con atención.
Viktor ladeó el rostro con una lentitud medida. Sus ojos helados se clavaron en los del hombre al otro lado de la mesa.
- ¿Desea mi opinión personal?
Girard asintió, un poco tenso.
- Considero que el conde es un hombre... práctico. Ambicioso. Lo suficientemente orgulloso como para preferir perder algo valioso antes que admitir que lo tenía.
Una pausa. Luego, con un deje casi imperceptible de burla:
- Y lo suficientemente estúpido como para subestimar a su propia esposa.
El inspector no anotó eso.
- Duque Vodrak… ¿Cree que el conde Ashcombe pueda estar involucrado en su desaparición?
- Eso no me corresponde afirmarlo. Pero si yo tuviera que apostar a las probabilidades… pondría mi dinero en él. No por odio. Por necesidad. Hay hombres que destruyen lo que no pueden controlar. Especialmente si lo que destruyen... les recuerda que son insignificantes. Y creo que ya ha notado que la condesa hizo brillar el condado en los meses que estuvo como anfitriona. Cosa que el conde no pudo hacer en los años que posee el título.
La tensión en la sala subió un grado. Pero Viktor no cambió de tono, ni expresión. Hablaba con la precisión de una daga cubierta en terciopelo.
- ¿Tiene algo más que desee compartir? - preguntó el inspector finalmente.
- Solo que espero que encuentren a la condesa. Era una mujer admirable. Y el mundo ya tiene suficientes hombres mediocres como para perder mujeres inteligentes y valientes.
Girard asintió, cerrando lentamente la carpeta.
- Gracias, Excelencia. Por ahora no tengo más preguntas.
Viktor se levantó con la elegancia de quien ha estado en mil interrogatorios sin jamás dejar rastro. Caminó hacia la puerta, pero antes de salir, giró apenas el rostro.
- Inspector.
- ¿Sí?
- No todos los monstruos tienen colmillos. Algunos llevan títulos. Y saludan desde balcones.
Luego se marchó.
El inspector Girard se quedó mirando la puerta por unos segundos. Y por primera vez, sintió que era él quien acababa de ser interrogado.
La Sed
El reloj dio la medianoche con un sonido sordo, amortiguado por los tapices que decoraban las paredes del ala este del palacio. En la habitación asignada al Duque de Vodrak, el silencio era espeso, salvo por el chisporroteo ocasional de la chimenea y el leve crujido de los muebles al asentarse con el frío.
Viktor estaba sentado en el borde del lecho, aún con la camisa puesta, los puños arremangados hasta los codos, y el cuello desabrochado. El uniforme descansaba sobre el respaldo de un sillón junto a la ventana, pero él no se sentía más liviano por ello. Se frotó el rostro con ambas manos, una y otra vez, como si así pudiera quitarse el peso que lo aplastaba desde hace días.
Cuatro días. Cuatro noches sin ver a Isabella.
Cuatro amaneceres donde no había recibido una sola nota de Markel.
Solo conjeturas.
Solo preguntas.
Solo ese maldito silencio.
Se levantó, caminó hacia el escritorio, abrió el cajón con brusquedad… y ahí estaba. La pequeña petaca de vidrio oscuro, envuelta en un paño para que el calor no alterara su contenido. Al tocarla, sintió el pulso sutil de la sangre al interior. Recién sellada, aún densa. Markel había sido previsor. Como siempre.
Viktor la sostuvo un largo momento en la mano. El cristal templado marcaba un contraste cruel con el ardor de su garganta. Sentía los músculos tensos, el temple que siempre lo había caracterizado, quebrándose en grietas invisibles. El hambre era punzante, aguda, como una aguja que se enterraba poco a poco bajo la piel. Las sombras en sus ojos eran más hondas. Su mente, más lenta. El autocontrol, más frágil.
Sabía lo que podía ocurrir si seguía negándose.
Sabía también lo que arriesgaba si cedía.
Mañana, el almuerzo con las delegaciones. Si probaba comida humana en su estado actual, su cuerpo lo rechazaría. Y el rechazo activaría sus sentidos, sus colmillos. Su sed.
Sería un espectáculo que no podía permitirse.
No él. No Viktor Vodrak. No el general. No el duque.
Y, mucho menos, el heredero de la línea Vodrak.
- Maldición… - susurró, casi con furia, entre dientes apretados.
Con paso lento, casi resignado, se dejó caer en el sillón frente al fuego. Quitó el tapón de la petaca y aspiró profundamente. La sangre era humana, donada de forma voluntaria y preservada de acuerdo con los códigos del clan. Estaba limpia. Nutritiva. Le pertenecería en un segundo.
Pero era ajena.
No era la de Isabella.
No era su consorte.
No era la sangre que su cuerpo ansiaba con instinto primitivo desde que la marcó.
Bebió.
Solo un sorbo.
Luego otro.
Y luego cerró los ojos mientras su espalda se recostaba con pesadez, y el calor - ese calor único y oscuro que la sangre traía consigo - comenzaba a recorrerle las venas, despertando sus sentidos embotados, devolviéndole fuerza, agudeza… claridad.
Un suspiro escapó de sus labios, entre la exhalación profunda y el lamento.
No quiero acostumbrarme a esto. No otra vez.
Sabía que, tarde o temprano, tendría que volver a ella.
A su lado.
A su mirada rota.
A esa cama donde no hablaba, donde no comía, donde el mundo se le había quebrado en la piel… y él era en parte culpable.
Pero por ahora, no podía.
Tenía que cumplir.
Tenía que resistir.
Tenía que fingir que el mundo no se derrumbaba sin ella.
Y, sobre todo, no podía permitir que nadie supiera lo que Isabella realmente era para él.
No todavía.