La tregua no duró mucho. Al día siguiente, apenas al llegar, me encontré a Alejandro apoyado en el marco de la puerta de mi oficina, con esa sonrisa desafiante que siempre hacía que mis pulsaciones se aceleraran. No sé qué estaba esperando, pero ahí estaba él, aparentemente decidido a ponerme a prueba de nuevo. —Buenos días, señorita Pérez —me saludó con un tono extrañamente formal, aunque sus ojos brillaban con algo completamente distinto. —Buenos días, señor Magno. ¿En qué puedo ayudarlo? —respondí, intentando igualar su tono profesional, pero su cercanía hacía que me resultara difícil concentrarme. Él arqueó una ceja, claramente disfrutando de mi intento de mantener la compostura. —He pensado que podríamos hacer una salida “de trabajo”. —Su expresión no dejaba lugar a dudas de que e

