Cuando Carolle esta cerca de Mateo lo demás desaparece

1586 Words
—¿Qué hiciste, Carolle? —preguntó Marcela, entrecerrando los ojos con desconfianza mientras bebía de su taza de té. Carolle exhaló con fuerza, como si se quitara un peso de encima. Su mirada se perdió en la ventana, en las gotas de lluvia que caían con insistencia. —Fui a verlo, Marcela. —¿A Mateo? —El tono de Marcela se endureció, pero Carolle asintió con la cabeza, casi desafiante. —Sí. Necesitaba… necesitaba hablar con él. —¿Hablar? —Marcela dejó la taza en la mesa con un golpe seco. La conocía demasiado bien como para creer esa excusa—. No me vengas con eso, Carolle. ¿Qué querías realmente? Carolle bajó la mirada y apretó los labios, como si admitirlo en voz alta fuera un castigo. Finalmente, soltó: —Quería acostarme con él. Marcela se quedó en silencio, pero el juicio estaba escrito en cada línea de su rostro. Carolle continuó, apresurada, como si al decirlo rápido pudiera aliviar la culpa. —Quería… usarlo. Volver con Hilbraim y… y hacerle daño. Que sienta lo que yo he sentido. —Dios santo, Carolle… —Marcela se llevó una mano a la frente, cerrando los ojos como si necesitara procesarlo—. ¿Y Mateo? —Me rechazó. —Carolle soltó una risa amarga, llena de vergüenza y frustración—. Sabía que había ido a seducirlo, y aun así… se resistió. —Claro que lo hizo. Es un sacerdote, Carolle, ¿qué esperabas? —No lo sé. —Carolle se levantó de su asiento, caminando por la habitación como una fiera encerrada—. Tal vez que no fuera tan fuerte. Que cediera… que me deseara tanto como yo lo deseo a él. —Esto no está bien —dijo Marcela con firmeza—. No puedes estar acosando a Mateo de esa forma. Es cruel. Para él y para ti. Carolle se detuvo en seco, clavando la mirada en su amiga. —No puedo más, Marcela. —Su voz se quebró, y la vulnerabilidad que escondía salió a flote—. No puedo con este amor frustrado que llevo en el pecho. No es solo un capricho… lo amo. Marcela negó con la cabeza, poniéndose de pie para sujetar a su amiga por los hombros. —Esto no es amor, Carolle. Es obsesión, culpa, y un pecado que terminará por destruirte. Pero Carolle no respondió. Solo volvió a sentarse, hundiendo el rostro entre las manos, atrapada entre el peso de su deseo y la condena de un amor imposible. —¿Sabes qué no entiendo de ti, Carolle? —dijo Marcela, cruzándose de brazos con el ceño fruncido—. ¿Por qué te casaste con Hilbraim si nunca pensaste cumplirle como esposa? Carolle desvió la mirada, incómoda, pero no respondió de inmediato. —¿Sabes por qué está siempre detrás de otras mujeres? —continuó Marcela, sin esperar respuesta—. Porque tú nunca has estado realmente ahí para él. Nunca lo amaste, nunca intentaste ser una verdadera esposa. —¿Y qué importa eso? —respondió Carolle con un tono desafiante, pero su voz tembló ligeramente—. Me casé con él porque… porque era mi única forma de estar cerca de Mateo. Marcela dejó escapar una carcajada incrédula, llena de exasperación. —¿En serio? ¿Te casaste con un multimillonario, un hombre tan poderoso como Hilbraim, solo para rondar a su hijo? ¿Te escuchas a ti misma? —No me importa lo que pienses —replicó Carolle, levantándose del sillón y empezando a caminar de un lado a otro—. Mateo es lo único que me importa. —¿Y si Hilbraim llega a enterarse? —preguntó Marcela, sus palabras afiladas y certeras. Carolle se detuvo en seco, su rostro pálido ante la posibilidad. —No sospecha nada. —Se apresuró a responder, como si convencerse a sí misma fuera tan importante como convencer a Marcela—. Con Hilbraim soy la esposa perfecta. Y con Mateo… con Mateo finjo ser solo una madrastra preocupada. Marcela la miró fijamente, con una mezcla de incredulidad y frustración. —Pero si se entera… —insistió Marcela, apretando los labios. —Si se entera, estaré arruinada. —Carolle bajó la voz, casi como si no quisiera que ni las paredes escucharan—. Y también Mateo. —¿Mateo? —Marcela arqueó una ceja. —Hilbraim no perdonaría algo así. —Carolle suspiró y se dejó caer en el sillón, cubriéndose el rostro con las manos—. Con el poder que tiene, Mateo tendría que irse muy lejos. No habría manera de protegerlo. Y todos le darían la espalda. Su comunidad, la iglesia… todos. Marcela negó con la cabeza, con el semblante grave. —Estás jugando con fuego, Carolle. Y lo peor es que no solo te estás quemando tú… —Lo sé. —La voz de Carolle era apenas un susurro, cargada de culpa y desesperación—. Pero no puedo detenerme. Mateo es todo lo que quiero, Marcela. Todo lo que siempre he querido. El silencio que siguió fue opresivo, lleno de las verdades que ambas evitaban decir en voz alta. Marcela sabía que Carolle estaba caminando hacia el borde de un abismo, y que cuando cayera, no habría red que la salvara. —¿Y cómo está tu abuela Dania? —preguntó Marcela de repente, cambiando el tono de la conversación, aunque el reproche seguía latente en sus ojos. Carolle se tensó. Llevaba días sin pensar en su abuela, y la culpa de ese olvido la golpeó de lleno. —Sigue enferma… —respondió con un suspiro—. La última vez que hablé con ella, apenas tenía fuerzas para levantarse de la cama. Marcela chasqueó la lengua y negó con la cabeza. —Cuando se entere de lo que estás haciendo, le va a dar un infarto, Carolle. —No lo dudo —respondió Carolle, con un toque de ironía en la voz—. Con lo fanática que es de la iglesia, seguro pensará que he vendido mi alma al demonio. Marcela frunció el ceño, sin encontrarle gracia a las palabras de su amiga. —No hablo en broma, Carolle. ¿Te imaginas lo que pensaría al saber que su nieta está acosando a un sacerdote? ¿A su propio hijastro? ¡Por Dios, sería imperdonable para ella! Carolle soltó una risa amarga, aunque había un dejo de tristeza en sus ojos. —Oh, lo sé. Para ella, los sacerdotes son santos, intocables. Y yo… yo soy la oveja negra que siempre ha desafiado sus normas. Pero esto… —Hizo una pausa, mordiéndose el labio—. Esto es diferente. Atentar contra la pureza de un sacerdote, como ella lo llamaría, sería su peor pesadilla. Marcela la miró fijamente, como si intentara descifrarla. —¿Y entonces por qué lo haces, Carolle? ¿Por qué sigues insistiendo en algo que sabes que te va a destruir? Carolle se encogió de hombros, aunque el movimiento era más un intento de ocultar el temblor de sus manos. —Porque no puedo evitarlo. Porque cuando estoy cerca de Mateo, es como si todo lo demás desapareciera. La culpa, el miedo, incluso el qué diría mi abuela… todo se desvanece. Marcela suspiró profundamente, agotada de intentar razonar con su amiga. —Carolle, sabes que esto no va a terminar bien. No para ti, no para Mateo, y definitivamente no para Dania si llega a enterarse. ¿Vale la pena? Carolle no respondió. Bajó la mirada, como si la pregunta la hubiera golpeado en el pecho. Porque en el fondo, sabía que la respuesta era no… pero también sabía que ya no había marcha atrás. Carolle no se daría por vencida. Había pasado demasiado tiempo sin sentir aquel ardor celestial recorriendo su cuerpo, ese deseo abrasador que solo Mateo despertaba en ella. Así que, decidida, se mantuvo vigilante cerca de la parroquia Santa Marta, aguardando el momento perfecto. El último repique de campanas resonó con fuerza, llamando a los fieles a la misa vespertina. Carolle se quedó cerca, observando a los devotos entrar y, después de un rato, empezar a salir uno por uno. Esperó pacientemente hasta que el sacristán comenzó a cerrar las puertas laterales. Aprovechó la oportunidad, se deslizó sigilosamente entre las sombras y entró directo a la sacristía. Ahí estaba él. Mateo ya se había despojado de la sotana, quedando en su pantalón de vestir n***o y su camisa del mismo tono, perfectamente planchada. Sus manos ágiles ajustaban el cleriman alrededor de su cuello, y en ese instante, Carolle se quedó inmóvil, admirándolo. Se veía elegante, majestuoso, casi inalcanzable. Sus anchos hombros y esos brazos fornidos, marcados bajo la tela negra, parecían más propios de un atleta que de un hombre dedicado a la fe. ¿Cómo podía un sacerdote verse tan… terrenal? Mateo giró hacia ella al sentir su presencia. La sorpresa cruzó su rostro, pero fue fugaz. Frunció el ceño ligeramente, como si ya supiera que Carolle traía consigo problemas. —¿Qué haces aquí? —preguntó, su voz grave llenando el pequeño espacio. Carolle, sintiendo cómo el deseo la consumía, notó que sus piernas flaqueaban. Su corazón latía con fuerza, pero el rubor que cubrió su rostro no la detuvo. Se armó de valor, apretó los puños para calmar el temblor de sus manos, y dejó salir las palabras que quemaban en su garganta. —Mateo… —su voz tembló, pero se mantuvo firme—. ¿Quieres acostarte conmigo?
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