Mateo acepta la propuesta de Carolle

1537 Words
La reacción de Mateo fue inmediata. Sus ojos se agrandaron un instante, y luego una mezcla de incredulidad y algo más, algo indefinible, cruzó su rostro. Paseó la mirada por ella, deteniéndose, sin querer, en su cintura antes de volver a clavar sus ojos en los de Carolle. Hoy se veía diferente, menos firme, menos contenido. —Tienes agallas, Carolle —dijo finalmente, con una media sonrisa irónica que no alcanzó a suavizar la tensión en su rostro—. Después de lo que pasó la última vez… Carolle sintió cómo la sangre le subía al rostro de nuevo, esta vez no solo por vergüenza, sino por la chispa de esperanza que vio en sus ojos. Mateo la había mirado, realmente la había mirado. ¿Había dudas en él? ¿Había un atisbo de debilidad? —No me importa lo que pasó —contestó ella, dando un paso hacia él—. No me importa nada más que esto… que tú. Mateo tensó los hombros, como si su cuerpo luchara contra la tentación que le ofrecía Carolle. Pero no dijo nada, y ese silencio entre ellos comenzó a llenarse de una carga que ninguno de los dos podía ignorar. Mateo se inclinó hacia Carolle, tan cerca que su aliento cálido acarició su mejilla. Su voz, apenas un susurro, tenía un tono grave y cargado de reproche. —Carolle, ¿a qué juegas? ¿Has venido a fastidiarme de nuevo? Carolle sonrió ligeramente, una sonrisa que no llegó a sus ojos, pero que estaba llena de desafío. Se inclinó hacia él, sus labios casi rozando su oído, y le respondió en un murmullo. —Solo quiero un poco de diversión. No se lo piense demasiado, Mateo. Mateo apretó los labios, luchando con la marea de emociones que ella siempre parecía despertar en él. Sin mediar más palabras, alzó una mano y retiró con delicadeza un rizo rojo que rondaba el rostro de Carolle, colocándolo detrás de su oreja. Su piel, pálida y suave, le resultaba hipnotizante. Y ahí estaba, como lo recordaba: el pequeño lunar detrás de su oreja. Sin poder evitarlo, dejó que la yema de sus dedos lo acariciara brevemente. Carolle contuvo el aliento, y en sus ojos brilló un fuego que Mateo ya no podía ignorar. Su boca estaba seca, su mente en completo caos. Todo lo que sabía, todo lo que era, se tambaleaba frente a ella. Finalmente, con una resolución que nacía del deseo más primitivo, Mateo habló, su voz ronca y baja. —Vayamos a otro lado. Carolle arqueó las cejas, sorprendida por su respuesta. Pero esa sorpresa pronto se transformó en una sonrisa triunfal. El silencio entre ellos estaba cargado de electricidad, el aire mismo parecía vibrar con la tensión de lo que ambos sabían que iba a suceder. Mateo sabía que lo correcto habría sido detenerla de nuevo, rechazarla como la última vez. Pero esta vez no pudo. Esta vez el deseo lo había vencido. Después de todo, eran adultos. Y el arrepentimiento de haberla rechazado antes lo había atormentado más de lo que estaba dispuesto a admitir. Sin decir más, ambos salieron juntos de la sacristía, cada paso los acercaba más al abismo que estaban a punto de cruzar. Mateo tomó aire profundamente, como si intentara reunir las fuerzas necesarias para pronunciar las palabras que cambiarían todo entre ellos. Se inclinó hacia Carolle, su rostro serio, pero sus ojos traicionaban la intensidad de lo que estaba sintiendo. —Escucha bien, Carolle. Ve al hotel La Cascada. Paga una habitación, no importa cuál, pero asegúrate de que sea discreto. Yo llegaré… pero no puedo hacerlo vestido así —se señaló la ropa que aún lo marcaba como sacerdote—. Debo cambiarme primero. Carolle asintió lentamente, sus ojos fijos en los de Mateo, como si temiera que de un momento a otro él pudiera retractarse. Mateo sacó una tarjeta de su billetera y se la tendió. —Usa esto para pagar los servicios del hotel —añadió con firmeza. Carolle tomó la tarjeta con cuidado, sin chistar. Aunque tenía intenciones de pagar por su cuenta, no quería quitarle a Mateo esa iniciativa. Había algo en el gesto que le daba un extraño placer, como si confirmara que él estaba decidido. —De acuerdo —murmuró finalmente, su voz cargada de una mezcla de emoción y nerviosismo—. Te estaré esperando. Mateo no respondió de inmediato. Sus ojos la recorrieron una última vez, como si intentara memorizar cada detalle de ese momento antes de apartarse. Carolle salió de la parroquia con pasos firmes, pero su corazón latía con fuerza descontrolada. Mientras se dirigía al hotel La Cascada, no podía evitar que un torrente de dudas la inundara. ¿Y si Mateo no aparecía? ¿Y si cambiaba de opinión? Pero rápidamente desechó esos pensamientos. Sabía que Mateo era un hombre de palabra. Si había dicho que iría, lo haría. Cuando llegó al hotel, el aire fresco de la recepción la recibió. Se acercó al mostrador, su voz templada aunque sus manos temblaban ligeramente. —Quiero una habitación, por favor —dijo, tratando de sonar casual—. Mi esposo llegará pronto. Podría preguntar por mí cuando llegue. La recepcionista, una mujer de rostro amable, asintió sin hacer preguntas. —Por supuesto, señora. Aquí tiene la llave. Habitación número 22. Carolle tomó la llave, murmurando un agradecimiento antes de subir por las escaleras. Cada paso parecía más pesado que el anterior, su ansiedad creciendo con cada escalón. Finalmente, llegó a la puerta de la habitación y la abrió. El espacio era sencillo pero acogedor. Una cama grande ocupaba el centro, con una colcha impecable, y una pequeña lámpara en la mesita de noche iluminaba tenuemente la habitación. Carolle se sentó en el borde de la cama, sus manos sobre su regazo, apretando la tarjeta que Mateo le había dado. El tiempo pasaba lentamente, y cada ruido en el pasillo hacía que su corazón saltara. ¿Y si Mateo no llegaba? ¿Y si él cambiaba de parecer en el último momento? Pero rápidamente desechó esas dudas. Sabía que lo haría. Había algo en la intensidad de su mirada que no dejaba lugar para el arrepentimiento. Mientras esperaba, su mente no podía evitar imaginar cómo sería el momento en que él cruzara esa puerta. Y entonces, con un suspiro profundo, se permitió sonreír. Porque aunque la incertidumbre la consumía, el simple hecho de estar ahí, esperándolo, ya era una victoria. La puerta de la habitación número 22 se abrió con un sonido suave, y allí estaba Mateo, entrando con una apariencia que Carolle nunca había imaginado. Vestía una franela verde con rayas negras, jeans oscuros que se ajustaban perfectamente a su figura, y unos zapatos de goma que lo hacían ver sorprendentemente relajado. Para completar el cambio, llevaba unas gafas oscuras que le daban un aire misterioso, casi irreconocible. Carolle, que había estado mordiéndose los labios de ansiedad, suspiró al verlo así, tan diferente, tan alejado de la imagen solemne que siempre proyectaba como sacerdote. —Te ves tan… —empezó a decir, pero las palabras parecían atrapadas en su garganta. Mateo se detuvo y la miró, arqueando una ceja con una leve sonrisa que dejaba entrever algo de curiosidad. —¿Tan cómo? —preguntó con una voz baja y tranquila, quitándose las gafas y dejando que sus ojos oscuros se clavaran en los de ella. Carolle tragó saliva y susurró, casi temblando. —Encantador. Él sonrió, y fue una sonrisa diferente, más suave, más cercana. Sin decir nada, se acercó hasta donde ella estaba sentada en el borde de la cama. Carolle no pudo moverse, no quiso hacerlo. Cuando Mateo llegó a su lado, extendió las manos y la levantó con delicadeza, sujetándola por la cintura. —Carolle… —murmuró, su voz ronca mientras sus brazos fuertes la rodeaban, atrayéndola hacia él. Ella se dejó envolver en su abrazo, sintiendo el calor de su cuerpo y la firmeza de sus manos. Mateo inclinó la cabeza hacia su cuello, y durante un momento que pareció eterno, inhaló profundamente su perfume, ese aroma dulce y familiar que lo hacía perder el control. Mateo se apartó apenas un instante, lo suficiente para mirarla a los ojos antes de tomar sus hombros con firmeza, pero con cuidado, y guiarla hacia la cama. Carolle, que había estado luchando con la vorágine de emociones que la invadían, se dejó llevar, pero no pudo evitar un pequeño temblor en las piernas cuando sintió el suave roce de la colcha debajo de ella. —Relájate —murmuró Mateo, su voz baja, grave, pero con un matiz de paciencia. Carolle tragó saliva, intentando calmar el vértigo que sentía en su pecho. —Es que… —empezó a decir, pero se interrumpió cuando Mateo se inclinó sobre ella, apoyando una mano en la cama mientras la otra tocaba suavemente su mejilla. —Hueles tan bien… —dijo en un susurro, apenas audible, con la boca peligrosamente cerca de su piel. Carolle cerró los ojos, sus piernas flaqueando por la intensidad de ese momento. Su corazón latía con fuerza desbocada, y aunque no dijo nada, sus manos se aferraron a la camisa de Mateo, como si temiera que él pudiera soltarla.
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