Mateo lucha por mantener a Carolle fuera de sus pensamientos

1527 Words
Esa tarde, Mateo se sentía como si el compromiso de la sotana fuera más abrumador que nunca. Desde que Carolle había aparecido en el confesionario, con el dolor evidente en sus ojos, un temblor imperceptible le recorría el cuerpo. Intentaba concentrarse, pero la imagen de ella lo perseguía: la forma en que se había inclinado ligeramente dejándole ver sus abultados senos, su cabello enmarcando su rostro como un halo ardiente, su mirada herida que parecía perforarle el alma. Al comenzar la homilía, las palabras que tanto había repetido, día tras día, parecían ahora ajenas, confusas, como si alguna parte de él quisiera aferrarse al recuerdo de Carolle y no soltarlo. Cerraba los ojos, respiraba hondo, pero la figura de ella seguía ahí, envolviéndolo, susurrándole desde los rincones de su memoria. En su mente, la oración se enredaba con su nombre, y los salmos que debía recitar de memoria se desvanecían, reemplazados por pensamientos de los labios de frambuesa que una vez deseó besar sin límite alguno. Finalmente, alzando la vista hacia los fieles, abrió la Biblia con las manos temblorosas, tratando de aferrarse a las palabras sagradas. Empezó a leer en voz baja, con una ligera vacilación: —El amor es paciente, es bondadoso… no envidia, no es jactancioso ni orgulloso… —Se detiene un momento, cerrando los ojos, luchando por encontrar el rumbo de su pensamiento—. …el amor… el amor no busca lo suyo, no se irrita… pero también arde como un fuego que el alma no puede contener. Hubo un breve murmullo entre los fieles, como si todos notaran el cambio en su tono, el desvío de sus palabras. Mateo se apresuró a corregir, mientras el calor iba subiendo a su rostro mientras cerraba de golpe la Biblia, notando en su error el peso de sus propios deseos reprimidos. —Perdonen mis distracciones, estimados fieles. Debemos recordar que el amor que llevamos en el corazón debe estar en paz con Dios… y orar para que nuestros pensamientos permanezcan siempre puros. Mateo sentía que lo ocurrido aquel día lo estaba destrozando lentamente, como si cada minuto pasado en el altar le arrebatara un pedazo de cordura. Apenas terminó la homilía, sintiendo cómo su voz se desvanecía en las palabras que intentaba articular, llamó al sacristán, en un susurro apenas audible, y le pidió que cerrara la iglesia lo antes posible y despidiera a los fieles en su lugar. No tenía la valentía de acercarse a la entrada, donde la posibilidad de verla esperándolo se le hacía insoportable. Había algo en el recuerdo de Carolle, en la intensidad de aquella confesión y en su mirada herida, que le retorcía el alma. Sabía que si sus ojos volvían a cruzarse con los de ella, si volvía a respirar el aroma de sus rizos o a ver el destello de sus labios, perdería el control que había mantenido con tanto esfuerzo. Así que se quedó en el altar, con la cabeza gacha y el corazón latiendo con fuerza, mientras escuchaba los murmullos de los fieles que se retiraban, los ecos de sus pasos impactaban en sus oídos. Cada vez que alguno de ellos cruzaba la puerta, Mateo temía que el siguiente paso fuera el de ella. Cerró los ojos y respiró hondo, rogando que el anhelo en su pecho se apagara, pero la imagen de Carolle seguía ahí, latiendo en su mente, tan real y tangible que lo hacía sentir débil y vulnerable. Hoy, más que nunca, sentía que su vocación y sus deseos estaban en una batalla encarnizada, y la idea de enfrentarla otra vez le resultaba tan temible como irrenunciable. Mateo se arrodilló frente al gran crucifijo, con los ojos cerrados y el rostro bañado en una mezcla de desesperación y súplica,—Señor… tú eres el único que conoce los rincones más oscuros de mi corazón. Solo tú sabes lo débil que soy ante ella. ¿Por qué permites que esta prueba me atormente? Ayúdame, te lo suplico, a vencer esta tentación que me consume, que amenaza con destruir todo por lo que he luchado. Dame la fuerza para cumplir mi propósito, para ser digno de tu fe y tu sacrificio… Mateo levantó la vista hacia el crucifijo de dos metros que se alzaba frente a él, imponente, como un recordatorio constante de la renuncia que él mismo había escogido. Bajo el gran Cristo colgaba una corona de espinas, y sin pensarlo demasiado, extendió la mano y la tomó, sintiendo cómo las puntas afiladas se hundían en la carne de sus dedos. Cerró los ojos, apretándola con fuerza, hasta que la sangre comenzó a deslizarse por sus palmas, cada espina clavándose en su piel como una forma de purgar el deseo que lo atormentaba. —Señor, permite que este sufrimiento sea un recordatorio de tu sacrificio… que el dolor purifique mi espíritu. Hazme fuerte, Señor, te lo ruego… dame la voluntad para resistir… para no ceder ante la debilidad de mi carne. Apretando aún más, dejó que el dolor lo invadiera, esperando que el sufrimiento físico apagara el fuego de sus pensamientos. Cada espina era un susurro de su propia culpa, una señal de su promesa de renuncia. Y así, Mateo siguió rezando, con lágrimas en los ojos, pidiendo que la voluntad divina lo rescatara de la tentación. Después de liberar cada emoción reprimida en aquella oración desesperada, Mateo se levantó del suelo, donde pequeñas gotas de sangre habían quedado como testigos silenciosos de su tormento. Con movimientos lentos, buscando retomar el control sobre sí mismo, tomó un trapero del rincón y comenzó a limpiar el suelo con delicadeza. Cada pasada del trapo le recordaba el dolor en sus manos, las heridas frescas que aún palpitaban bajo la presión de las espinas. A medida que frotaba el suelo, notaba cómo la sangre volvía a brotar de sus heridas, pero aceptó el dolor en silencio, como si el esfuerzo físico pudiera disipar la carga emocional que aún lo atormentaba. Finalmente, con el suelo limpio, cruzó la sacristía y se dirigió a su habitación, con pasos pesados por el cansancio que sentía en cada parte de su cuerpo. Al llegar, se dejó caer en el borde de la cama y rebuscó en una pequeña caja de madera donde guardaba vendas y compresas. Con manos temblorosas, comenzó a curarse; sentía el ardor al desinfectar las heridas, como un eco del tormento en su interior. Una vez que sus manos estuvieron envueltas y protegidas, se recostó con un suspiro de cansancio y, sin haber cerrado aún los ojos, sintió un peso suave a su lado. Era Simón, su fiel gato, quien parecía haber sentido las tensiones de su amo desde la distancia. Con un ronroneo suave y profundo, se acomodó junto a Mateo, apoyando su cabeza en su pecho y mirando con esos ojos que parecían comprenderlo todo. El suave ronroneo de Simón llenaba la habitación de una calma inesperada, como si le recordara que, aunque su alma estuviera agitada, aún había pequeñas fuentes de paz en su vida. Mateo alargó una mano vendada, acariciando al gato, mientras sus ojos se cerraban lentamente, dejando que el ronroneo lo envolviera en un refugio silencioso donde, por un momento, podía olvidar sus tribulaciones. Simón era un pequeño sobreviviente, un gato n***o de aspecto frágil que, de un día para otro, apareció en la iglesia y se negó a marcharse. Nadie sabía de dónde había venido ni qué había sufrido, pero su cuerpo contaba la historia en silencio. Estaba tan delgado que sus costillas se notaban bajo el pelaje, y sus ojos mostraban una mezcla de miedo y desconfianza hacia el mundo. Su cola estaba ausente, perdida quizá en algún enfrentamiento o accidente, y cojeaba de una pata, arrastrándola con dificultad al caminar. A pesar de sus heridas y su aspecto maltratado, desde el primer momento en que entró en la iglesia, fue como si encontrara su hogar. Mateo lo acogió sin dudar, cuidándolo y alimentándolo hasta que Simón comenzó a recuperar fuerzas. Desde entonces, el pequeño felino se convirtió en un compañero silencioso e incondicional, una presencia fiel que parecía comprender las penas de su amo mejor que nadie. —Ay, Simón... la vi. Estaba allí, tan cerca de mí... —hizo una pausa y supiró, pasando una mano por su rostro—. Y te juro que estaba más hermosa que nunca. Simón maulló suavemente, observándolo con una mezcla de reproche y curiosidad. —Sí, sí... sé lo que estás pensando. Pero es que no pude evitarlo. Llevaba un vestido... ceñido, de un rojo profundo, como si hubiera sabido exactamente cómo hacerme recordar cada debilidad. —De nuevo hubo una pausa, suspiró y continuó—. Ese vestido resaltaba cada línea de su cuerpo... parecía casi una visión, una tentación hecha para poner a prueba a este pobre pecador. Simónmaulló más fuerte esta vez, como si le reprochara su debilidad. —Ya lo sé, ya lo sé. No debería ni pensarlo... pero, ¿cómo hago para olvidarla, Simón? Todo en ella parece hecho para sacudirme el alma. se ríe, apenas un susurro Tal vez tengas razón en juzgarme. Quizá debería aprender de ti y de tu lealtad tan pura.
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