Mateo se sentó frente a su computadora en el pequeño escritorio de su habitación, en silencio, sintiendo el suave resplandor de la pantalla iluminar el espacio tenue.
Había adoptado, con el tiempo, algunas herramientas modernas que le permitían llegar a los corazones de sus fieles de una manera más cercana.
Sabía que su comunidad seguía con atención las oraciones que él publicaba, y se había esforzado en mantener vivo ese lazo espiritual.
Hoy, con los dedos temblorosos y lastimados, abrió el programa de edición y comenzó a diseñar la oración de la noche.
Quería que fuera algo especial, algo que hablara de gratitud, de esos momentos en que uno agradece a Dios por las personas que han cruzado su vida y la han transformado.
Sin embargo, a medida que escribía las palabras, su mente no hacía más que volver a ella… a Carolle.
Su rostro, su mirada intensa y dulce, su sonrisa que, aun con el tiempo, seguía removiendo en él sentimientos tan profundos.
No podía mencionarla, pero cada palabra parecía susurrarle su nombre.
Trataba de enfocarse en sus pensamientos de gratitud hacia Dios y en los rostros de los feligreses que había ayudado; intentaba llenar la oración de sentimientos nobles y puros, pero cada frase parecía llevar un eco de esa confesión, del peso de su presencia en su vida.
Mientras ajustaba las letras, los colores y las imágenes, imaginaba que la oración llegaría a sus seguidores, que resonaría en sus corazones, y que tal vez también ella la vería, que de algún modo sentiría que esas palabras tenían una parte de su esencia.
En el último detalle, un versículo sobre la paciencia y la esperanza, Mateo sintió que su alma temblaba, deseando que esas palabras pudieran alcanzar también a su propio corazón.
Aún en su lucha por resistir, comprendía que esa publicación era su manera de expresar lo que no podía decirle.
Después de publicar el post, Mateo cerró la computadora y sintió un peso liberarse en su pecho, aunque la inquietud en su alma seguía latente.
Se levantó despacio y caminó hasta el rincón de la habitación, donde su pequeño altar lo esperaba en silencio, iluminado apenas por la suave luz de una vela.
Allí, sobre el reclinatorio, tenía las figuras que le brindaban consuelo en sus momentos de mayor confusión.
Miró el crucifijo por un instante, respirando profundamente como quien busca fuerza en el sacrificio reflejado en aquella figura.
A un lado del crucifijo, su rosario, gastado y fiel, que tantas veces había desgranado entre sus dedos en noches de desvelo.
Y justo en el centro, su querido San Antonio de Padua, el santo al que siempre había confiado las súplicas más sinceras de su corazón.
Como todas las noches, pero hoy con una urgencia renovada, Mateo inclinó la cabeza y rezó en silencio.
Pedía a San Antonio que cuidara a Carolle, que la protegiera de cualquier mal, y que la llenara de paz y dicha, aunque él nunca formara parte de esa vida.
Sabía que aquella fijación por su bienestar iba más allá de la preocupación que sentía por cualquier otro de sus feligreses.
La imagen de Carolle se había vuelto constante, una presencia que no lo abandonaba ni en sus horas de oración.
Quizá esa devoción, disfrazada de petición piadosa, ya era una obsesión que se negaba a soltar.
Las palabras que murmuraba en el altar, entre fervor y desesperanza, parecían más una confesión íntima que una oración.
Y mientras repetía una y otra vez su ruego, sentía el peso de su devoción, luchando entre el amor que debía ser puro y el deseo que intentaba acallar.
Mateo apenas podía enfocar sus pensamientos en la oración cuando, de repente, el sonido de un leve crujido lo sobresaltó.
El enorme armario donde guardaba los ornamentos especiales se abrió lentamente, y de entre las sombras emergió Carolle.
Llevaba puesta una bata de encaje blanco que apenas dejaba algo a la imaginación, sus piernas largas y esbeltas se vislumbraban entre la tela ligera, y sus ojos, brillando con picardía, lo miraban con una intensidad devastadora.
—¿Es por mí que rezas tanto, Mateo?
El corazón de Mateo dio un vuelco y sintió que las piernas casi le fallaban. Se tambaleó, con el rostro pálido y la respiración entrecortada, intentando comprender si aquello era una alucinación o la tentación misma encarnada en Carolle.
Apenas logró levantarse del suelo, sin saber si huir o enfrentarla.
Al ver sus piernas tan expuestas, sintió un ardor y un remordimiento profundo que lo hacían debatirse entre el deseo y la culpa.
Con manos temblorosas, tomó una sábana de un banco cercano y se acercó a ella, cubriéndola con torpeza, evitando mirarla directamente a los ojos.
—Carolle, esto… esto no está bien. No deberías estar aquí… y de esta forma. Por favor, entiende…
Pero Carolle, con una sonrisa traviesa, no hizo ademán de retroceder, y Mateo sintió cómo su fuerza de voluntad se tambaleaba ante aquella mirada intensa y segura.
La cercanía de ella, el calor de su cuerpo a través de la tela que apenas lograba cubrirla, lo hicieron comprender que no era sólo una prueba de fe, sino una batalla de la que sólo saldría victorioso si lograba vencer su propia debilidad.
Mateo sintió la suavidad de la sábana en sus manos, pero sus fuerzas flaquearon, y al final, la tela resbaló lentamente de entre sus dedos, cayendo al suelo y revelando una vez más la tentadora figura de Carolle.
Él, sin poder soportar la mirada, retrocedió unos pasos y, como si el dolor mismo lo empujara, cayó de rodillas frente a ella, completamente abatido.
Alzó la vista y sus ojos, llenos de una mezcla de devoción y tormento, buscaron los suyos, rogando que comprendiera la lucha que libraba.
—Carolle… te lo suplico, vete. No sabes el sufrimiento que me causas… lo que significa verte aquí y no poder tenerte. —Mateo hace una pausa, y lucha por no derrumbarse—. El verte casada con él, con… papá, ha sido una de las pruebas más duras que Dios me ha impuesto. Y ahora estás aquí, delante de mí, tentándome cuando mi corazón ya no puede soportarlo más…
Carolle se quedó en silencio, observándolo con intensidad, mientras Mateo, de rodillas y con el alma desgarrada, le rogaba con cada palabra que lo liberara de esa tortura.
No podía dejar de mirarla, de desearla, y cada instante a su lado le arrancaba un pedazo de la paz que tanto había buscado.
Pero aunque su devoción lo retenía, el amor que sentía por ella continuaba desbordando cada frontera, envenenando su fe con la realidad de un amor que, aunque prohibido, seguía latiendo con una fuerza implacable.
—Mateo, ¿sabes lo que se siente? ¿Lo que significa vivir al lado de un hombre que me traiciona a cada paso? ¡No puedo más! Quiero devolverle el dolor, quiero que él también sufra. Y tú… tú podrías ayudarme a encontrar esa paz.
—¿Paz, Carolle? ¿Buscas venganza? ¡No! Yo no estoy aquí para cumplir tus deseos de venganza. Este amor que dices buscar es mucho más que una forma de calmar tus heridas o de darle una lección a alguien. Nuestro amor no es una herramienta, ni una excusa para hundirnos en el mismo pecado.
—¿Entonces qué es, Mateo? ¿Qué es este amor que dices sentir por mí, si ni siquiera puedes liberarte de tus propias cadenas?
—Carolle, nuestro amor va más allá del deseo, del rencor… va más allá de cualquier cosa que puedas imaginar. Pero hay líneas que no puedo cruzar, que no debemos cruzar. No puedo… no quiero tener nada con la mujer de mi propio padre. Cuando te vi frente a él, vestida de blanco, y yo… con el corazón sangrando, tuve que sellar sus votos, tuve que unirlos y declararlos marido y mujer, a pesar de que mi alma se partía en pedazos. ¿Crees que eso fue fácil para mí? ¡Yo también sufrí!
—Mateo… —dijo con los ojos llenos de lágrimas.
—Carolle, esto tiene que terminar. No vuelvas a buscarme así.