Gael
Camila me esperaba en la puerta cuando llegué. Vestido claro, pendientes grandes, el pelo recogido en un moño arreglado a medias. Sonrió con una seguridad que no le había visto en días.
-Buenos días, Mateo -dijo, probando la voz del personaje.
-Buenos días, Julieta -respondí, entrando en el juego.
Bajamos caminando hacia el centro. Ella se enganchó a mi brazo sin pedir permiso, marcando un ritmo distinto al de siempre. Me dictaba detalles del guion entre comentarios sueltos sobre los escaparates, como si ambos temas formaran parte de la misma conversación.
-Acuerdos: nada de exageraciones cursis -indicó Camila-. Queremos algo creíble y tierno, no una película de sobremesa.
-Tomo nota -dije.
-Y si nos preguntan por la fecha, di "finales de octubre". Suena bien, invita a imaginar hojas en el suelo y mantas. Y me pega.
-Finales de octubre -repetí.
-Y la canción del baile será... -nos detuvimos ante un semáforo-, vale, no lo hemos decidido. Hazte el misterioso, di que depende de mi vestido.
-¿El vestido que no será blanco?
-Ese mismo.
El barrio se abría hacia calles más anchas. Al acercarnos a la librería, ella bajó el tono automáticamente.
-Recuerda: hoy somos Julieta y Mateo -susurró-. Y nos queremos sin duda alguna.
Entramos y la camarera nos saludó con una sonrisa cordial.
-Hola -dijo Camila-. ¿Podemos coger una mesa junto a la ventana?
-Claro. ¿Qué van a tomar?
-Un café con leche de avena para mí -respondió ella-. Él tomará uno con mucha azúcar.
Elegimos una mesa pegada a una estantería baja. Tenía luz. Además, nos daba un ángulo perfecto para colocar el móvil sin llamar la atención.
-Voy a echar un ojo a esa estantería -murmuré-. A ver si encuentro... "poesía", guiño guiño.
Camila inclinó el rostro con gesto de complicidad.
-No tardes, amor.
Fui a la estantería y dejé el móvil apoyado en horizontal entre dos libros grandes, apenas visible. En pantalla, la mesa entraba de lado, con las tazas a primer término y nuestras manos en el borde inferior del encuadre. Nadie vería caras. Se oirían voces y risas amortiguadas, el murmullo del local, poco más. Perfecto.
Al volver, Camila tenía un libro abierto en el centro de la mesa.
-He encontrado algo precioso -dijo, sosteniendo la sonrisa del personaje-. Igual nos da ideas para los votos.
-¿Harás votos? -pregunté, siguiendo la improvisación.
-Haré lo que haga falta para no llorar en público -respondió.
La camarera trajo los cafés. Camila le dio las gracias sin perder el tono dulce. Cuando nos quedamos solos, tomó aire y se colocó más cerca. Me miró con la cara que habría puesto una prometida segura de su historia. En ese gesto no había ironía. Era actuación, sí, pero cuidada.
-Mateo, tenemos que hablar de los anillos -dijo.
-Por supuesto, Julieta. ¿Clásicos? ¿Con inscripción?
-Con fecha. Y con un mensaje que sea nuestro y de nadie más.
-¿Qué mensaje?
-No lo diremos en voz alta, es secreto.
Le seguí el juego.
-Entonces yo ya lo sé. Y tú también.
-Exacto.
Sorbí el café. Ella imitó el gesto. Bajó la mirada un segundo hacia la taza, luego volvió a alzarla, y recondujo la escena.
-¿A quién invitamos? -preguntó.
-Veinte personas -dije-. Nadie por compromiso. A los que nos haría ilusión ver en esa foto dentro de diez años.
-¿Qué foto?
-La que colgaremos en la entrada.
-Me gusta -admitió-. ¿Dónde será?
-En un sitio pequeñito, con patio. Luces colgadas. Nada de salones sin ventanas.
-Y sin discursos eternos.
-Solo uno, corto.
Se rió, bajando la voz para que el sonido quedara en esa franja íntima que la cámara captaría bien.
-¿Ves? Esto ya no es difícil -dijo Camila-. Eres natural cuando hablas de estas cosas.
-Porque te sigo -respondí.
-No me sigues, lo sostienes.
Al principio, la conversación había sido una comedia fluida. De pronto, las frases dejaban una estela distinta. No era gravedad, exactamente. Era concentración. Y en ella, un rastro de nervios. Lo noté en sus manos, atentas al papel, en su respiración, que se ralentizó al terminar de doblar la servilleta en forma de triángulo imperfecto.
-Vamos a hacer una lista -propuso, -. Invitados. Diez por tu lado, diez por el mío. Nombres reales mezclados con inventados. Nadie podrá verificar nada.
-Perfecto -dije, sacando otra servilleta-. Empieza tú.
-Vale -anotó con letra pequeña-. Clara. Nico. La tía Berta. El vecino que pone música vieja los domingos.
-Yo apunto: Lucía. Marcos. El primo que siempre se pasa con el vino.
-Ese no -dijo, sin pensarlo.
-¿Por qué?
-Porque en mi boda imaginaria no quiero gente que arruine el momento.
Levantó la vista, como si hubiera dicho demasiado. Sonrió, pero la sonrisa no le sostuvo los ojos. Pensé en cambiar de tema, y lo hice.
-La luna de miel -propuse-. Un pueblo sin wifi, caminatas largas, dormir hasta tarde.
-Y un mercado los sábados -añadió-. Pan rico, frutas, queso.
-Perfecto.
La librería parecía un decorado pequeño donde nuestra escena se sostenía sin necesidad de grandes giros, solo con ritmo y detalles.
-¿Bailarás conmigo?
-Claro que bailaré contigo. ¿Qué clase de prometida crees que soy?
-La que elijo en cualquier universo.
La frase me salió de la boca antes de medirla. Camila parpadeó una vez. Apartó la vista hacia el ventanal, donde la luz cambiaba lentamente. Se aclaró la garganta y volvió al papel.
-Falta el pastel -dijo-. No me digas que quieres uno de tres pisos, por favor.
-Ningún pastel alto. Algo sencillo, rico, con fruta.
-Eso sí.
Durante diez minutos más seguimos construyendo esta boda imposible: detalles sobre mesas, horario, ropa de invitados, un "plan B" por si llovía. Camila estaba bien cuando enumeraba, donde empezaba a perder tono era en las frases que implicaban prometer.
-Votos -dijo, tocando el borde de la taza-. ¿Harías votos?
-Haré lo que te tranquilice -contesté.
-No quiero llorar delante de extraños -respondió.
-Entonces hacemos votos cuando estemos solos -propuse-. El mismo día. Nuestros dos minutos, a puerta cerrada, sin cámaras.
Se mordió el labio, guardó el bolígrafo y dejó la servilleta a un lado.
-Está bien -dijo por fin-. Votos a solas.
Noté un temblor leve en su voz. No de tristeza. Era otra cosa: un reflejo de lo que el juego le estaba haciendo. Entendí que había rozado un límite, decidí retirar el pie del acelerador.
-¿Quieres un trozo de tarta de zanahoria? -pregunté en tono neutro, señalando la vitrina.
-No. Ya está -dijo, muy baja-. Hemos hecho suficiente.
No discutí. En un reto, reconocer el momento de parar también cuenta. Pagamos, Camila recogió su bolso, yo el libro, y nos levantamos.
Antes de irnos, me acerqué a la estantería y recuperé el móvil con naturalidad. Nadie se fijó. Revisé rápido la vista previa: el encuadre había aguantado. Se veía la mesa, las manos, los cafés, algún movimiento mínimo. Audio limpio. Suficiente.
Salimos de la librería en silencio. Caminamos sin hablar un par de calles, hasta que ella se detuvo frente a un escaparate con plantas.
-Ha estado bien -dijo.
-Sí -respondí.
El trayecto de vuelta fue corto. Hablamos de cosas suaves: un proyecto que yo tenía a medias, un encargo que a ella no le motivaba, un meme que había visto y no me hizo gracia. Lo cotidiano nos recolocó donde siempre. Aun así, había una capa que no se iba del todo. Un resto del papel que habíamos jugado.
En su casa, dejó el bolso en la silla y se descalzó.
-¿Quieres quedarte? -preguntó.
-Sí, un rato.
-Bien.
Me senté con el portátil y conecté el móvil. Abrí el archivo. Camila merodeó por el salón, recogiendo cosas aquí y allá, hablándole a la gata con voz de señora orgullosa. No se acercó a mirar. Tampoco preguntó nada.
-¿Puedo poner música? -dijo desde el pasillo.
-Claro.
Puso una lista cualquiera. Sonaba una canción tranquila. Cambié la vista del editor a pantalla completa y empecé a recortar. Borré el principio, cuando ajusté el ángulo. Corté ráfagas en las que se nos oía mover las tazas. Dejé fragmentos donde nuestras voces sonaban templadas y sostenían el hilo. Era extraño: con tan poco, se entendía todo. Se intuía el juego, el tono, la intención.
Encontré un momento en concreto: Camila escribía nombres en la servilleta. Yo, en segundo plano, decía algo sobre elegir a la gente "que de verdad importe". Ella respondía "me gusta". Luego añadía "nadie por compromiso". Le temblaba un poco el aire al final de la frase. Lo marcaba apenas el roce del papel sobre la mesa.
Seguí adelante. Apareció otra isla buena: "¿Bailarás conmigo?" "Por supuesto.". El sonido tenía una calidez limpia, casi doméstica. Demasiado perfecto para no usarlo.
Y di con el punto: "La que elijo en cualquier universo". Camila miraba hacia la ventana; la mención se quedaba colgada, sin eco cursi, sin broche. Cabía entera en una respiración. Era justa.
Corté seis segundos alrededor de esa frase. Añadí un fundido mínimo al inicio y al final. Subí un pelín el volumen, lo suficiente para compensar el murmullo del local.
Pensé en el texto sobreimpreso. No podía ser obvio. Tampoco quería poner una frase grandilocuente. Escribí:
"Yo te elegiría en cualquier universo, aunque no fueras real."
Lo dejé en pantalla un segundo, justo cuando la frase caía. No eran nuestras caras; eran puntas de dedos, un gesto con la servilleta, la curva de una taza. Cero rostros. Cero nombres.
Abrí la cuenta de t****k que ya teníamos en marcha. Subí el clip y cerré el portátil.
Camila apareció con dos platos.
-¿Ya estás trabajando? -preguntó, como si no supiera exactamente a qué se refería.
-Estoy quitando ruido a un audio -dije, sin concretar más.
-Vale. Deja eso y comemos.
-Sí.
Comimos. Habló de la planta que quería comprar para sustituir una que se le había muerto. Le comenté un bug que me estaba taladrando la cabeza. Ni una palabra sobre el reto. Cuando terminamos, recogió los platos y los dejó en el fregadero.
-Voy a ducharme -anunció-. ¿Te quedas un poco mas?
-Sí, te espero.
Cuando se fue abrí t****k. Ciento veinte visualizaciones en cinco minutos, doscientas en siete, mil a los diez.
Empezaron los comentarios.
> "¿Quién finge así?"
> "Ese chico no está actuando."
> "Eso fue demasiado real."
> "No me mientas, Mateo."
> "Están enamorados y lo saben."
Apreté la mandíbula sin querer. No contesté, no di like a nada, tampoco guardé el clip en la colección privada. Lo dejé ahí.
Camila salió del baño con el pelo húmedo y ropa cómoda. Se sentó en el borde del sofá, mirando su móvil.
-¿Todo bien? -preguntó.
-Todo bien -dije.
-Vale.
Noté que iba a preguntar algo. Cerró la boca a mitad de la frase y dejó el móvil a un lado.
-No quiero ver nada hoy -soltó al final-. Ni vídeos, ni comentarios, ni cosas de la lista.
-Hecho -respondí.
Se recostó, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. La gata se subió a su regazo y empezó a amasar el jersey. Me quedé mirando el editor aún abierto en la pantalla y, detrás, el contador de visualizaciones sumando números.
Subí el brillo y vi nuevas respuestas.
> "Dos extras de película que se robaron el show."
> "¿Quién es la persona detrás de la cámara? Le amo."
Dejé el portátil en la mesa y respiré por la nariz unos segundos, hasta que el aire se ordenó. Sentí esa mezcla rara de orgullo y alarma que aparece cuando algo íntimo empieza a tener espectadores. Estábamos jugando, sí. Pero ese juego ya no nos pertenecía del todo.
Camila abrió los ojos de repente, como si recordara algo.
-Oye... -empezó.
-Dime.
-¿Grabaste algo hoy?
-Un poco -admití.
-¿Se ve mi cara?
-No.
-¿Se entiende lo que estamos haciendo?
-Sí, pero desde lejos.
-Vale.
Se quedó mirando al techo, pensando, y no insistió. No me pidió verlo, tampoco me pidió que lo borrara. Se levantó para preparar una infusión, dejó el agua calentando y volvió al sofá. Pasó el dedo por la lista, que seguía en la mesa, con un círculo perfecto en torno a "Fingir ser otra persona por un día".
-Reto cumplido -dijo, sin entusiasmo ni tristeza-. A la próxima, algo más fácil.
-Hecho.
La tetera pitó y se levantó para apagarla. Sirvió la infusión, sopló, bebió un sorbo y suspiró con ese sonido que hace cuando el cuerpo le agradece la calma.
Se acomodó en el sofá. Yo abrí y cerré la app dos veces más. El contador superó las diez mil visualizaciones pasado un rato. No pensé en los próximos pasos. No pensé en límites, en consecuencias, en escaladas. Pensé en su "ya está" dentro de la librería y en lo cerca que estuvo de levantarse antes. Lo importante era no cruzar esa línea sin avisar.
Camila bostezó, volvió a cerrar los ojos y sostuvo la taza con ambas manos. Subí el volumen del portátil apenas para escuchar el clip una vez más con los auriculares. Las voces. La taza. La frase.
La dejé sonar otra vez. Y otra.
Cerré la tapa con cuidado.
Ella no me preguntó nada más.
Yo tampoco insistí.
Un rato después nos despedimos en la puerta y bajé las escaleras con la sensación de haber corrido una carrera corta. Al salir a la calle, el aire fresco me aclaró la cabeza. Hice una cosa que no hago casi nunca: guardé el móvil en el bolsillo sin mirarlo hasta llegar a casa.
Cuando lo saqué, había notificaciones y mensajes de Mateo -el real, mi compañero de piso-, que había visto el clip y solo había escrito: "¿Esto es ficción o me he perdido una temporada entera?". No respondí.
Apagué la luz del dormitorio y dejé el móvil en la mesilla y cerré los ojos.