Capítulo 2 “Manual de instrucciones para sobrevivir a Camila”

1710 Words
Gael A las nueve y diez estaba en su puerta, como siempre, con los dos cafés y el pan. No hubo mensajes previos ni respuestas por su parte, pero ya estoy acostumbrado. Camila y yo no funcionamos con confirmaciones. Es rutina. Silenciosa, repetida, nuestra. Cuando salí de su casa, el cielo seguía igual de gris que cuando llegué. Ella estaba más tranquila, aunque seguía arrastrando ese tono que usa cuando no quiere admitir que está cansada de todo. Lo reconozco fácil. Lo he visto muchas veces. Caminar de vuelta me ayudó a ordenar la cabeza, o al menos a intentarlo. Últimamente tengo esa sensación persistente de estar sobrevolando mi vida en piloto automático. Trabajo, gimnasio, café, Camila. Trabajo, gimnasio, café, Camila. Y lo peor es que no me molesta. Solo que hay días como hoy, en los que ella dice algo -una frase, una pregunta, una mirada- y se me clava donde no sé muy bien qué hacer con eso. "Deberíamos hacer una locura antes de cumplir 25." Lo dijo como quien lanza una broma al aire, pero yo sé cuándo está hablando en serio. Y hoy, lo estaba. Más de lo que quería admitir. Subí las escaleras de mi edificio sin mirar el móvil. Mateo estaba en la cocina con la cafetera encendida, en pijama, como si no fueran casi las diez. Tenía esa cara de no haber dormido bien, o de haberse acostado demasiado tarde. Con él es difícil saberlo. -¿Vienes de verla? -preguntó sin levantar la vista. -Sí. -¿Y? -Nada. Lo de siempre. Café, charla existencial y silencio compartido. Mateo soltó una risa suave y se sirvió su taza. -Tienes una vida de anciano casado con una chica que no es tu novia. Es fascinante. -Buenos días para ti también. Me quité la chaqueta y la colgué detrás de la puerta. Fui directo al salón, abrí el portátil y me acomodé para empezar con los pendientes del día. Sabía que Mateo no había terminado. -¿Alguna vez han pensado en estar juntos? -No. -¿Nunca? -No de forma seria. -Eso no fue un no. Suspiré. Mateo es muchas cosas, pero sutil no es una de ellas. -No es tan fácil. -Claro que no lo es. Pero pareces bastante enganchado para no haberlo pensado nunca. Me giré hacia él. -Camila y yo funcionamos así. Tenemos algo que no quiero arruinar por intentar algo que no sé si funcionaría. Mateo me miró con ese gesto de "no te creo, pero no voy a presionarte más", y se fue con su taza al escritorio del pasillo. El piso volvió a quedarse en silencio. Yo abrí un archivo de trabajo, pero la cabeza estaba en otro lado. Una locura antes de cumplir 25. Ella lo dijo como si estuviera improvisando, pero llevaba semanas notándola inquieta. Cambia de tema cuando hablas del futuro, se queja del trabajo aunque no lo diga directamente, y cuando su madre le escribe, le cambia el humor en segundos. Camila es un desastre emocional bien disfrazado de sarcasmo. Y por alguna razón, desde que la conocí, siento que es mi responsabilidad sostenerla cuando se tambalea. Aunque ella jure que no necesita que nadie la sostenga. Nos conocimos a los diecisiete. Yo acababa de cambiarme de instituto a mitad de curso, lo que ya de por sí era bastante incómodo. Ella me habló el segundo día, sin ninguna introducción previa, solo porque le hizo gracia mi camiseta de Star Wars. Desde ahí, no se calló más. Tenía esa energía imparable que mezclaba entusiasmo con caos. Escuchaba música mientras caminaba, decoraba las carpetas con pegatinas ridículas y escribía listas para todo, incluso para cosas que ya había hecho. Me pareció rara. Me pareció ruidosa. Me pareció fascinante. Pasábamos horas en la biblioteca sin estudiar. Hablábamos de cosas que no venían a cuento. Dibujaba en mis libretas. Me obligó a escribir una vez una lista de "cosas que hacer antes de los 25", y lo hice solo porque me miró con esa mezcla de reto y ternura que le sale cuando quiere convencerte de algo. Nunca la tiró, y yo nunca se lo pregunté. --- Estaba por enviar un correo cuando vi que el móvil vibraba. Camila: ¿Tienes un rato esta tarde? Necesito ayuda con el trastero. Hay riesgo de muerte por avalancha de cajas. Sonreí solo con leerlo. Incluso cuando está pidiendo ayuda, lo hace con esa forma suya de hacerte sentir que te está invitando a una película de desastres naturales. Yo: Paso por tu casa después del almuerzo. Guardé el móvil y volví al portátil. Pero ya sabía que no iba a poder concentrarme. Porque, aunque ella crea que lo nuestro es una amistad práctica, cómoda, de esas que se mantienen por costumbre, yo sé que cada vez que me manda un mensaje, algo dentro de mí se ordena. O se desordena. Nunca estoy seguro. Después del mensaje, el resto del día transcurrió con esa ansiedad tranquila que me invade cuando sé que algo va a pasar, pero no tengo idea de qué. Trabajé poco. Revisé dos correos, codifiqué un bloque de funciones que tenía pendientes y fingí interés en una reunión de equipo en la que apenas hablé. Camila se quedó flotando en mi cabeza como un hilo suelto. Como siempre. Mateo se asomó un par de veces al salón, lanzando comentarios casuales que no registré del todo. Hablaba de un juego nuevo, de si queríamos pedir pizza esa noche, o de que deberíamos salir más. Asentí sin escuchar demasiado. Tenía la vista en el código, pero la mente estaba con ella. En su piso. En sus preguntas. A las cinco me puse la chaqueta y salí. Caminé sin prisa. El aire tenía ese olor a tarde húmeda que anuncia lluvia sin decidirse. Revisé el móvil por inercia: ningún mensaje nuevo. No necesitaba más información. Camila me había pedido ayuda y yo iba. Siempre iba. La conocía lo suficiente como para saber que el "trastero" era probablemente una forma amable de referirse a una zona de guerra con cajas acumuladas desde hace años. Y, sin embargo, también sabía que no me había llamado solo por eso. No directamente. Cuando algo le incomoda o la inquieta, busca excusas para no enfrentarlo sola. Me pide que la acompañe al supermercado, que le mire un diseño que ya tiene terminado, o que levante cajas que ella misma podría mover sin problema. No es por lo que le pido que me diga, es por lo que no se atreve a decir. Y yo lo entiendo. A veces yo tampoco sé cómo ponerle palabras a lo que pesa. La calle estaba tranquila. Toqué el timbre y subí sin que me respondiera; la puerta del edificio ya estaba abierta. Entré sin llamar. Ella había dejado la puerta entreabierta, como siempre que me espera pero no lo admite. -Estoy en el pasillo -gritó desde dentro. Me quité la chaqueta, la dejé colgada en el perchero y me acerqué. Camila estaba sentada en el suelo frente a la puerta del trastero, con el pelo recogido a medias y una caja abierta a su lado. Tenía una camiseta vieja, leggings manchados de pintura y las mejillas algo coloradas. El caos le sentaba bien. -Tienes suerte de que no haya venido con traje de bioseguridad -dije, apoyándome en el marco de la puerta. -Tienes suerte de que no te haya caído una plancha en la cabeza al abrir esto -contestó, señalando el trastero abierto, del que salía un olor a humedad mezclado con polvo y cartón viejo. Me agaché a su lado y revisé el contenido de la caja que tenía abierta. Viejos apuntes, sobres arrugados, una cinta de casete. Ella cogió una carpeta amarilla y sacó unas hojas sueltas que parecían dibujos hechos con rotulador. -Esto lo hice en segundo de bachillerato. No tengo idea de qué quería expresar, pero parece una protesta contra las matemáticas -dijo, mostrándome un garabato abstracto con fórmulas rotas y figuras llorando. Sonreí. -Siempre tuviste talento para dramatizar gráficamente. -Gracias, es lo más cercano a un elogio que me has hecho en la vida. Seguimos revolviendo cosas durante un rato. Ella sacaba objetos al azar, algunos nos hacían reír, otros los apartábamos sin más. Yo no decía mucho, pero me gustaba verla así. Riéndose por cosas que ni recordaba haber guardado. Perdiéndose un poco en lo inútil. Como si esa caja fuera una ventana a una versión suya menos agotada. -¿Recuerdas esto? -preguntó, mostrándome una foto arrugada. Era de los dos, con diecisiete años, en la biblioteca del instituto. Ella con un moño mal hecho y una camiseta enorme. Yo con cara de no saber dónde estaba. Había una nota escrita por detrás: "No crecer nunca. Firmado: caos y control." La leí en silencio y se la devolví. -Qué dramáticos éramos. -¿Éramos? -Vale, tú sigues siendo. Yo ya me controlo más. -Eso es mentira y lo sabes. Se rió, pero no desvió la mirada. Luego, como si acabara de recordar algo, metió la mano al fondo de otra caja. Sacó un sobre doblado varias veces, cerrado con un trozo de cinta. Lo miró un segundo antes de hablar. -¿Recuerdas esto? Asentí. No necesitaba verlo para saber lo que era. Ella rompió el cierre con cuidado, sacó unas hojas dobladas y las desplegó sobre el suelo. Era la lista. La famosa lista que hicimos juntos antes de terminar el instituto. "Cosas que hacer antes de los 25". La leímos en silencio. Los dos. Línea por línea. Algunas cosas eran absurdas, otras vergonzosas. Algunas tenían sentido solo para nosotros. Cuando terminé de leer, la miré. Tenía esa sonrisa que le aparece cuando se siente nostálgica y un poco tonta por sentirse así. Dobló las hojas con cuidado y las dejó sobre la caja. -Deberíamos hacerla -dijo, sin mirarme. -¿La lista? -Sí. -¿Ahora? -Nos quedan tres meses. Tiempo suficiente para hacer al menos la mitad. Me reí, sin tomarlo en serio. -Camila... -Lo digo en serio. Me detuve. Su mirada era diferente ahora. No había broma. No había sarcasmo. Solo esa determinación suya que aparece cuando algo le importa de verdad. Supe, en ese instante, que no era una ocurrencia más, lo decía muy en serio.
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