Capítulo 1
Mis nuevos zapatos, de un elegante color nude, resonaron con un eco limpio y sorprendentemente fuerte sobre el suelo de mármol pulido. Era un sonido que, en otro contexto, habría sido insignificante, pero aquí, en la planta cincuenta y dos de la Pierce Corporation, era un anuncio audaz y temeroso de mi llegada.
Esa mañana, el cielo de Manhattan era de un azul invernal tan frío y claro que casi dolía. La Pierce Corporation, ubicada en la cima de uno de esos rascacielos que dominan el paisaje como dioses de cristal y acero, reflejaba esa frialdad en cada detalle. Todo era diseño minimalista, cromo espejado y arte abstracto que gritaba poder y miles de millones. Era el templo de la tecnología, y yo, Alice Carter, una chica de veinticinco años con un currículum prometedor y un secreto bien guardado bajo la piel, acababa de ser admitida en el santuario más íntimo: la oficina del CEO.
Apreté el borde de mi portafolio, sintiendo cómo mis nudillos se ponían blancos. Me había vestido para la guerra, o al menos para el rigor corporativo: un traje sastre gris perla, sobrio, profesional. Nada de escotes, nada de colores llamativos, solo la armadura que me había costado años construir. Mi objetivo era simple: estabilidad. Había pasado los últimos dos años reconstruyendo mi vida después de la pérdida, buscando un ancla que no se hundiera. Este trabajo, asistente ejecutiva del CEO, no era solo un puesto; era el ancla de titanio que necesitaba.
La recepcionista ejecutiva, una mujer de unos cuarenta y tantos con el pelo rubio inmaculadamente recogido y unos ojos que parecían haber visto demasiadas ambiciones fracasar, me indicó que me sentara en un sofá de cuero blanco.
—El señor Pierce estará con usted en breve. Ha tenido una videollamada de emergencia con Tokio.
Asentí con una sonrisa que apenas me llegaba a los ojos. Emergencia en Tokio. Por supuesto. Ethan Pierce, el CEO. El hombre que, según la prensa, operaba con la precisión de un reloj suizo y la frialdad de un témpano ártico. Tenía treinta y cuatro años, había heredado el imperio de su padre y lo había triplicado. Hablaban de él con una mezcla de reverencia y terror. Nunca sonreía en público. Nunca se le veía con la misma mujer dos veces. Nunca cometía un error. Era un mito moderno.
Mientras esperaba, la tensión en el aire era tan densa que casi podía tocarla. Me levanté y caminé hacia el ventanal. La vista era vertiginosa, un tapiz de hormigón y tráfico que se extendía hasta el horizonte. Miré hacia abajo y sentí el mismo vacío que a veces sentía en el pecho. Me obligué a respirar. Alice, concéntrate. Olvida el pasado. Este es tu presente, tu futuro.
De pronto, la puerta detrás del escritorio de la recepcionista se abrió, y una figura alta y oscura apareció en el umbral. No dijo nada. Simplemente salió, y el mundo que yo había conocido hasta hace un segundo se detuvo.
Ethan Pierce no era simplemente atractivo. Era la personificación de la elegancia depredadora. Su traje, impecablemente cortado en un tono gris oscuro, se ajustaba a una estructura atlética que la silla de oficina definitivamente no había moldeado. Su cabello, n***o azabache, estaba peinado hacia atrás de una manera que acentuaba los ángulos duros y perfectos de su rostro. Y luego, estaban sus ojos.
Eran de un gris tempestuoso, no azules, no verdes, sino el color del acero bajo la luz de un relámpago. Me observaron durante lo que pareció un siglo, y en ese único vistazo, sentí que toda mi armadura profesional se agrietaba. No fue admiración; fue un golpe físico en el plexo solar. Un reconocimiento inmediato, primitivo y completamente inapropiado.
Me recompuse, respirando hondo.
—Alice Carter —dijo, y su voz era grave, rica y tenía el filo de una hoja de afeitar—. Llega con un minuto de retraso.
Mi corazón dio un vuelco. Había llegado cinco minutos antes. Miré el reloj de pared. Eran exactamente las 9:00 a. m., la hora de mi cita.
—Señor Pierce, son las nueve en punto —repliqué con calma, manteniendo mi mirada firme, a pesar de que la intensidad de la suya me quemaba—. Llegué a la planta hace cinco minutos, como indican las normas de la empresa.
Una esquina de su boca se curvó, pero no era una sonrisa. Era más bien el inicio de una burla fría.
—En esta oficina, señorita Carter, estar cinco minutos antes es llegar a tiempo. Estar a tiempo es llegar tarde. Y llegar tarde es inaceptable. Tome nota.
La humillación, rápida y punzante, fue un trago amargo. Pero también encendió una pequeña chispa de desafío. Había trabajado demasiado duro para dejar que un hombre, por muy CEO que fuera, me intimidara con juegos de poder infantiles.
—Entendido, señor Pierce. No volverá a suceder.
Él dio un paso más cerca. Su proximidad llenó el espacio con una fragancia a sándalo y algo más, algo limpio y peligrosamente masculino. Era la primera vez que un hombre me hacía sentir consciente de mi propia respiración desde... desde hace mucho tiempo.
—Bien. Sígame.
Su oficina era un piso por derecho propio, un santuario de silencio y autoridad. Una pared entera era un ventanal curvo que ofrecía una vista de 270 grados de la ciudad. El escritorio era de ébano macizo y estaba casi vacío, lo que indicaba una mente tan ordenada como su apariencia.
Me indicó con un gesto hacia la silla frente a su escritorio. Él se quedó de pie, apoyado en el borde, con los brazos cruzados sobre su pecho. La pose era casual, pero su lenguaje corporal gritaba control absoluto.
—He revisado su currículum. Excelente educación, referencias impecables. Trabajo en la Fundación Lowell, tres años en Kingsley & Roth. Todo muy predecible. Dígame algo que no sepa, señorita Carter. Algo que la haga valiosa para mí.
Su tono era seco, desinteresado. Como si estuviera evaluando una pieza de hardware.
—No soy predecible, señor Pierce —dije, sintiendo que mi voz adquiría un tono firme—. Lo que me hace valiosa no es mi historial, sino mi método. Soy la calma en el caos. Veo la amenaza antes de que se manifieste. No solo sigo órdenes; anticipo la necesidad. Estoy aquí para ser la extensión de su mente, no solo de su agenda.
Sus ojos grises se clavaron en los míos. El aire se hizo pesado. Por un segundo, tuve la sensación de que no estaba evaluando mis palabras, sino buscando algo más profundo, algo oculto. Era una mirada que parecía saber que había algo roto dentro de mí, algo que yo estaba desesperada por mantener sellado.
—La calma en el caos —repitió, el sonido de las palabras casi un susurro, lleno de ironía—. Mi vida es caos, señorita Carter. La pregunta es: ¿Puede usted manejarlo? O más importante, ¿puede manejarme a mí?
El desafío era evidente, pero había algo más. Una punzada de vulnerabilidad que intentó ocultar con ese muro de arrogancia.
—Estoy aquí para intentarlo, señor Pierce. El trabajo es un contrato. Yo le doy mi tiempo, mi intelecto y mi discreción absoluta. Usted me da un sueldo y estabilidad.
Él sonrió, de nuevo esa media sonrisa cruel que no llegaba a sus ojos.
—Discreción absoluta. Me gusta esa palabra. La necesitará. Mi vida no es un libro abierto. En esta empresa, señorita Carter, hay más secretos que en la Casa Blanca. Si alguna vez, y digo alguna vez, rompe esa discreción, si cruza la línea profesional, no solo perderá este trabajo. Le aseguro que lamentará haberme conocido.
Me estremecí, no por miedo a la amenaza, sino por la extraña y poderosa promesa implícita en sus palabras. ¿Qué secretos tan oscuros custodiaba este hombre para advertirme así?
Me puse de pie, sintiendo la necesidad urgente de tomar distancia.
—Soy profesional, señor Pierce. No confunda mi empatía con debilidad. Estoy aquí para trabajar. Punto.
Hizo un gesto con la mano, volviéndose hacia la inmensa ventana, dando por terminada la conversación de manera abrupta. Su espalda ancha, tensa bajo el traje, me dio una última impresión de poder inalcanzable.
—Su escritorio está fuera. Organice mi agenda para la semana. Cancele todas las reuniones sociales. Y pida un café, n***o. Que esté hirviendo.
Di media vuelta y me dirigí hacia la puerta, sintiendo su mirada fija en mi espalda. Mi corazón latía desbocado, no por el pánico de ser reprendida, sino por la inexplicable y electrizante adrenalina de estar tan cerca de él.
Justo cuando mi mano tocó el pomo, su voz, ahora baja y más áspera, me detuvo.
—Una cosa más, Carter.
Me giré lentamente. La luz del sol invernal lo bañaba en una aureola de oro frío.
—Sus ojos.
Mi respiración se detuvo. Mis ojos, grandes y de un inusual color avellana, siempre habían sido mi rasgo más distintivo, el único que no podía ocultar.
—¿Mis ojos? —pregunté, sintiendo un rubor subir por mi cuello.
Él me miró fijamente, con la intensidad de un halcón.
—Son demasiado abiertos, demasiado honestos. Aquí, eso es un pasivo. No confíe en nadie, ni siquiera en mí.
Me quedé allí, congelada, mi cerebro luchando por procesar la contradicción. El jefe frío que me advertía de su propia peligrosidad. El hombre que me había contratado y que me acababa de ordenar desconfiar de él.
Y entonces, sin un ápice de ironía o calidez, añadió la frase que selló mi destino y el inicio de mi perdición.
—Y no vuelva a vestirse así. Ese gris perla hace que sus curvas... sean una distracción. Para mí, y para cualquiera que tenga que ver con mi oficina.
Fue una orden. Una humillación profesional. Un reconocimiento íntimo. Y en el silencio de esa oficina inmaculada, Alice Carter supo que no solo había conseguido un trabajo, sino que acababa de firmar un contrato emocional con el mismo diablo. Lo peor de todo fue el calor repentino que se apoderó de mí, un eco prohibido de deseo que prometía destruir la vida estable que tanto me había costado construir.