Capítulo 2

1854 Words
Cerré la puerta de la oficina de Ethan Pierce con un silencio que se sintió estruendoso, como el cierre de una celda de titanio. Mi corazón seguía martilleando contra mis costillas, un tamborileo desbocado que hacía eco de las últimas palabras de mi jefe: “Ese gris perla hace que sus curvas... sean una distracción.” La indignación debería haber sido mi reacción dominante. La furia profesional por un comentario tan inapropiado, tan arrogante, sobre mi vestimenta. Pero la verdad, la fea y prohibida verdad que intentaba negar, era que lo que sentí no fue solo rabia, sino un escalofrío electrizante que recorrió mi piel. Había sido una orden, una humillación, sí, pero también un reconocimiento. Él me había visto. Y al verme, había reconocido la amenaza que yo representaba para su férrea disciplina. Me dirigí a mi nuevo escritorio. No era un simple puesto, sino una estación de control que parecía sacada de una película de ciencia ficción, con tres monitores curvos y una vista lateral a la oficina del CEO a través de un muro de cristal inteligente que, por ahora, estaba en modo transparente. Desde aquí, podía ver su silueta oscura de espaldas a la ciudad, inmerso en su propio universo de poder. Me senté en la silla ergonómica de cuero, obligándome a centrarme. Calma en el caos. Eso dijiste. Abrí mi portafolio. Lo primero era el café, lo segundo, la agenda. Busqué el intercomunicador, una placa plateada y elegante. Al presionar el botón que conectaba con el área de servicio, la voz de un hombre joven y eficiente respondió: —¿Sí, señorita Carter? —Buenos días. Necesito un café para el señor Pierce. n***o. Hirviendo. —Entendido. ¿Para usted? —Solo agua, gracias. Una tarea trivial, pero que marcaba el inicio de mi inmersión total en la órbita de Ethan Pierce. Mientras el café llegaba, abrí la aplicación de gestión de agenda en la pantalla central. El calendario de Ethan era una obra de arte y una pesadilla. Cada hora estaba meticulosamente bloqueada, no por citas, sino por códigos. Lunes: · 9:00 AM – 10:00 AM: [PIERCE CO] Revisión Q3. (Prioridad: A) · 10:00 AM – 1:00 PM: [BLOQUEO] Foco Profundo. (NO INTERRUMPIR) · 1:00 PM – 2:00 PM: [ALMUERZO] (Bloqueo personal) · 2:00 PM – 5:00 PM: [PIERCE CO] Reunión Estratégica, Nivel B. · 8:00 PM: [SOCIAL] Cena de Gala — Embajada Austriaca. (A C A N C E L A R) Cancelo todas las reuniones sociales. La orden resonó en mi mente. La Cena de Gala. El cocktail benéfico del martes. La ópera del jueves. Todas las interacciones que un CEO de su calibre debía tener con la élite social de Nueva York estaban marcadas para ser borradas de un plumazo. Sentí una punzada de curiosidad. ¿Por qué el aislamiento? ¿Por qué la necesidad de encerrarse en esta torre de cristal, cortando todo lazo con el mundo exterior que no fuera estrictamente financiero? El misterio que lo envolvía solo lo hacía más fascinante, más oscuro. Comencé a teclear, reestructurando la semana. Me sentí como una arquitecta de su tiempo, una guardiana de su privacidad, una extensión de su mente, tal como le había prometido. Al manipular su agenda, sentí una conexión íntima e inusual con él, como si estuviera leyendo los pensamientos más privados de un diario. Sabía cuándo comía (siempre solo), cuándo se permitía concentrarse (tres horas ininterrumpidas) y cuándo el caos corporativo requería su atención total. Un golpe suave en el marco de la puerta de cristal me sacó de mi trance. —Ese es un rostro de concentración seria, Carter. ¿Estás planeando la caída de Wall Street en tu primer día? Me giré, y la luz se hizo instantáneamente más cálida. El hombre que estaba allí era el contraste perfecto de Ethan. Si Ethan era la noche fría y estrellada, Daniel Hayes era el mediodía dorado en la costa. Era alto, con el pelo castaño claro peinado con descuido y una sonrisa que era genuina, fácil, y que hacía que sus ojos, de un marrón cálido y amigable, se arrugaran en las esquinas. Llevaba un traje azul eléctrico que gritaba confianza y carisma, no control férreo. Era Daniel Hayes. Socio de Ethan y, según los rumores, su única debilidad, pues Daniel era la única persona que se atrevía a desafiarlo en público. —Señor Hayes. Buenos días. Estoy poniendo orden en la agenda del señor Pierce. Daniel entró en el espacio, haciendo que mi pequeña burbuja profesional se sintiera invadida, pero de una manera agradable. Se detuvo junto a mi escritorio, ignorando el imponente muro de cristal que nos separaba de Ethan. —Daniel, por favor. O Hayes, si te sientes formal. Pero nunca 'señor Hayes'. Eso suena demasiado a mi padre. Eres Alice, ¿verdad? La leyenda. —¿La leyenda? —Pregunté, sintiendo un leve rubor. —Claro. Ethan despidió a tres asistentes en los últimos seis meses. Uno duró solo hasta la hora del almuerzo. La gente aquí ha estado haciendo apuestas sobre cuánto tiempo sobrevivirías a la ‘Prueba del Pierce’ —me guiñó un ojo—. Pero cuando vi tu currículum, entendí por qué. Eres un profesional de élite. —Soy eficiente —corregí. —Eficiente es lo que necesita, pero no lo que quiere —dijo Daniel, su voz bajando a un tono conspirativo—. Él quiere un muro. Algo impenetrable. Lo que él no sabe es que tú eres mucho más peligrosa que un muro, Alice. Eres una puerta, y él no tiene la llave. Su comentario me desarmó por completo. ¿Puerta? ¿De qué estaba hablando? —No lo sigo. Solo soy su asistente. Daniel apoyó las manos en el borde de mi escritorio, inclinándose un poco. Su aroma, fresco y afrutado, era diametralmente opuesto al sándalo oscuro y pesado de Ethan. —La gente que entra en la órbita de Ethan siempre es crucial. Especialmente las mujeres. Tú tienes la clave de su tiempo, de su mundo. Y ya te digo algo, eres la primera persona que lo mira a los ojos sin parpadear. Lo vi en la sala de juntas. Me sorprendió. A él también, te lo aseguro. La mención de su mirada reavivó el recuerdo de su última orden. —Me advirtió sobre la discreción absoluta —le dije, poniendo una pila de documentos en orden para tener algo en qué concentrarme. Daniel rió, una risa clara y atractiva. —Oh, ¿la gran charla de discreción? Es su mantra. Lo usa para asustar a la gente y mantenerlos a raya. Pero la verdadera discreción en esta empresa no tiene que ver con los negocios, Alice. Tiene que ver con su secreto. —¿Su secreto? Daniel se enderezó, y por un momento, la jovialidad desapareció, reemplazada por una sombra de preocupación. —Sí. El secreto de por qué el CEO más poderoso de Nueva York vive como un ermitaño en su ático, y por qué está tan desesperado por cortar todos los lazos sociales. Pero es mejor que no hablemos de eso. Es un camino resbaladizo. Justo en ese momento, la puerta de la oficina de Ethan se abrió. No había tocado el intercomunicador, no había habido advertencia. Simplemente apareció, erguido en el umbral, con sus manos desnudas en los bolsillos de su pantalón. Sus ojos grises, antes fríos, ahora brillaban con una intensidad silenciosa. Su mirada no se dirigió a mí, sino a Daniel. —Hayes. ¿No tienes una reunión en San Francisco? O tal vez estás probando a mi nueva adquisición. La palabra 'adquisición' se sintió como un látigo en mi oído. Daniel, sin inmutarse, le devolvió la sonrisa. —Solo le daba a Alice el tour de bienvenida, Ethan. Es un activo valioso, debemos cuidarla. Además, quería ver si finalmente habías roto tu regla de no contratar a alguien que no fuera una pared de ladrillos. Ethan no sonrió. Avanzó dos pasos, y la energía entre los dos hombres, socio y rival, se convirtió en una carga eléctrica. —Mis reglas no se rompen, Daniel. Se adaptan. Y te recuerdo que Alice Carter es mi asistente. No está aquí para ser probada o para recibir tours. Está aquí para manejar mi caos. Asegúrate de que tu calendario esté claro la próxima semana. Tienes una presentación con Victoria. La mención de Victoria Pierce, la madre controladora de Ethan, pareció ser el único dardo que alcanzaba a Daniel. Su sonrisa se tensó brevemente. —Victoria. Mi favorita. Supongo que me envías al matadero. —Es un encargo corporativo —dijo Ethan, su voz glacial—. Ahora, si no te importa, tengo trabajo. Y mi café debe estar llegando. Fue un claro despido. Daniel asintió, me dedicó una última sonrisa cómplice. —Nos vemos, Alice. Estoy deseando colaborar contigo. Espero que tu discreción absoluta te permita almorzar conmigo algún día. Me dedicó una reverencia que rozaba lo irónico, sabiendo perfectamente que el almuerzo sería una violación de la discreción profesional, e incluso de algo más. Cuando Daniel desapareció por el pasillo, el repartidor del café apareció, dejando la taza humeante en la bandeja de mi escritorio. Tomé el café y caminé lentamente hasta la puerta de la oficina de Ethan. Él ya estaba en su escritorio, mirando sus monitores, sin levantar la vista. Puse la taza a su derecha. El vapor ascendía, empañando ligeramente el aire entre nosotros. —Su café, señor Pierce. n***o. Hirviendo. Él no me agradeció. Simplemente estiró la mano, tomó la taza y bebió un sorbo. Un gesto que debería haber sido rutinario, pero que, a la luz de lo que Daniel me había dicho y de la reprimenda de Ethan sobre mi vestido, se sintió increíblemente personal. —Bien —dijo, sin levantar la vista—. Ahora, llame a la Fundación Lowell. Necesito saber por qué no me han enviado los informes del mes pasado. No tolero la ineptitud. Me dio la espalda, volviendo a su trabajo, dándome a entender que el momento de tensión había terminado. Yo regresé a mi escritorio, pero el silencio ya no era profesional; era una trampa. Me senté y miré el calendario digital. Había un hueco libre de dos horas el viernes por la mañana. Lo había creado yo. Justo en ese momento, llegó un mensaje instantáneo en la pantalla de mi escritorio. Era de Ethan. PIERCE (CEO): Y Carter, no malgaste su tiempo hablando con Hayes. Su encanto es superficial. Leí la línea una y otra vez. ¿Era una orden profesional o una advertencia personal? ¿Le preocupaba que Daniel me distrajera de mi trabajo, o le molestaba la idea de que yo cayera en el encanto de su socio? La línea entre lo profesional y lo prohibido se había vuelto tan delgada como el cristal que me separaba de él. Si Daniel Hayes era el carisma que amenazaba con abrir la puerta de mi corazón, Ethan Pierce era el imán frío y oscuro que, con solo un mensaje, me atraía de vuelta a su caos. Y yo ya estaba irremediablemente atrapada en medio de su guerra silenciosa.
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