Capítulo 3

1663 Words
El café, n***o y quemando la lengua, era la única forma en que Ethan Pierce permitía que su sistema nervioso se mantuviera alerta. Dejó la taza sobre el escritorio, observando cómo una fina capa de vapor desaparecía contra el cristal inmaculado. Eran las once y veinte de la mañana del primer día de Alice Carter, y él ya se sentía como un hombre que había corrido un maratón con grilletes de plomo. Había enviado el mensaje. "Y Carter, no malgaste su tiempo hablando con Hayes. Su encanto es superficial." Al releerlo mentalmente, sintió una oleada de auto-disgusto. No era profesional. Era innecesario. Era, para ser dolorosamente honesto, un acto de posesividad cruda, disfrazado de directiva corporativa. Daniel Hayes era un riesgo. Siempre lo había sido, con su sonrisa fácil y su habilidad para desarmar a la gente. Pero el verdadero riesgo no era Daniel; el riesgo era Alice. La había visto interactuar con Hayes. La manera en que ella había permitido que sus ojos avellana se relajaran, la forma en que su boca había esbozado una sonrisa rápida ante el comentario burlón de su socio. Era una Alice que él no había visto. La Alice que le había plantado cara en su oficina era de acero frío. La Alice con Daniel era de seda tibia. Ethan se obligó a concentrarse en los informes de Tokio. Millones de dólares, meses de negociaciones, todo pendía de su concentración. Pero el texto en la pantalla se desdibujaba, superpuesto con la imagen de su nueva asistente: su cabello castaño oscuro, recogido con una precisión que igualaba a la suya, pero con hebras suaves que escapaban en la nuca. La línea de su cuello. Y el maldito traje gris perla. “...Ese gris perla hace que sus curvas... sean una distracción.” Había dicho eso. El CEO de Pierce Corporation, un hombre cuya reputación se basaba en el control impecable y la lógica pura, había despedido a su nueva asistente con un comentario impropio, íntimo y completamente autodestructivo. Su intención era fría y clara: establecer una distancia inexpugnable. Pero el efecto había sido el opuesto. Había admitido su vulnerabilidad. Había trazado una línea roja, y solo al trazarla, había reconocido el deseo subyacente de cruzarla. Alice Carter no era como las demás. Las secretarias anteriores eran eficientes y temerosas. Muros de ladrillo, como Daniel había dicho. Pero Alice... ella era diferente. Había algo en su mirada, la transparencia brutal de sus ojos grandes, que era como una ventana hacia un dolor profundo y una resolución férrea. La “pérdida” mencionada en su currículum. Él sabía lo que era tener una pérdida que te marcaba el alma y te obligaba a buscar una estabilidad desesperada. Él vivía con una todos los días. Y ahora ella estaba aquí, a diez metros de él, a través de ese estúpido cristal, manejando su agenda como si fuera la orquesta sinfónica de su vida. Un contrato. Yo le doy mi tiempo, mi intelecto y mi discreción absoluta. Usted me da un sueldo y estabilidad. Ella quería estabilidad. Él ofrecía caos. Se levantó de un salto, sintiendo la necesidad urgente de acción. No podía quedarse sentado, permitiendo que la imagen de ella trabajara como un virus que corrompía su código de disciplina. Tenía que poner a prueba su "calma en el caos", tenía que llevarla al límite y verla romperse. Necesitaba que se fuera, o al menos, que se demostrara indigna del puesto. Tomó el intercomunicador. —Carter. Venga a mi oficina. Ahora. Menos de diez segundos después, ella estaba allí. Su presencia era un ancla extraña. No se movía con la prisa nerviosa de los demás empleados; caminaba con una calma mesurada, casi felina. Había cambiado de chaqueta, notó Ethan. Ahora llevaba un blazer n***o, más formal, más discreto. ¿Había tomado su orden al pie de la letra? —Sí, señor Pierce. —El Archivo Gamma. —Señaló un panel de pared oculto, detrás de una estantería de libros de arte—. Necesito los contratos de Inversión Clase 7. Son los que están codificados con el sello rojo. Alice se acercó al panel, sin dudar. Introdujo un código que Ethan no le había dado, un código general de seguridad que ella había memorizado en su primera hora. Impresionante. El panel se abrió, revelando una bóveda oculta y climatizada, llena de documentos físicos que la Pierce Corporation no se atrevía a digitalizar. Era el corazón de su privacidad, una parte de la oficina a la que solo él, Daniel y su madre, Victoria, tenían acceso. Y ahora, Alice Carter. —Estos documentos son la columna vertebral de la compañía, Carter. Extremadamente sensibles. Tendrá que revisarlos y cotejarlos con los balances de la última década. El trabajo debe hacerse aquí. Nadie más debe tocarlos. Alice asintió, entrando en el pequeño nicho oscuro que era la antesala de la bóveda. El espacio era reducido, apenas permitía a dos personas estar cómodas. —Traeré mis dispositivos para el cotejo. —No. —Su voz era imperiosa—. Sin dispositivos. Sin conexión. Papel contra papel. Quiero que los lea. Era una tortura. Una prueba de fuego. Y él lo sabía. —Entendido. ¿El primer cajón? —El tercer cajón, lado izquierdo. Sellos rojos. Alice se inclinó, buscando el cajón bajo. Su cuerpo, aunque completamente cubierto por la tela sobria, se flexionó en un ángulo que hizo que la respiración de Ethan se volviera superficial. El aroma sándalo y pachulí que solía llenarlo se vio invadido por la fragancia fresca de Alice, algo parecido a la lluvia sobre el asfalto caliente. Era sutil, profesional, y completamente embriagadora. Ella se quedó allí, agachada, su atención totalmente puesta en el cajón. Ethan se acercó, fingiendo que necesitaba verificar algo en la estantería de arriba. Su cadera rozó su hombro, una fricción mínima, accidental, pero que encendió una explosión de calor en ambos puntos de contacto. Alice se enderezó tan rápido que casi choca con él, sus ojos abiertos por la sorpresa. Estaban demasiado cerca. Tan cerca que Ethan podía ver el pequeño lunar justo debajo de su oreja. Tan cerca que podía sentir el calor que irradiaba de su piel. —Lo... lo siento, señor Pierce. —Concéntrese en el trabajo, Carter —gruñó él, su voz más áspera de lo que pretendía. Se dio cuenta de que sus ojos no estaban en los documentos, sino en la curva de sus labios, ligeramente entreabiertos. Su cuerpo, traidor, se tensó con una respuesta inmediata y brutal. Ella se alejó un paso, profesional al instante. Sacó la carpeta, que estaba increíblemente fría por el control de temperatura de la bóveda. —Aquí están. —Bien. Ahora, siéntese en la mesa de juntas adyacente. Yo seguiré aquí. Si tiene alguna pregunta, no toque el intercomunicador. Venga y pregunte. Quiero la revisión completa al final del día. Era una trampa. Una excusa para tenerla y al mismo tiempo mantenerla a raya. Se sentó en la cabecera de la mesa de juntas, la carpeta abierta, y comenzó su cotejo silencioso. Ethan se quedó en su escritorio, fingiendo trabajar, pero cada vez que ella se movía, cada vez que pasaba una página, él era consciente de su presencia. Pasó una hora. El silencio era total, roto solo por el susurro de los folios y el clic ocasional del ratón de Ethan. De repente, Alice se levantó y caminó hacia su escritorio. —Señor Pierce. El contrato de la adquisición de Solara. Hay una discrepancia de siete cifras en el desglose de los activos intangibles, en comparación con el informe de 2018. Ethan sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el aire acondicionado. Siete cifras. Un error masivo que nadie en su equipo de finanzas había detectado en años. Ella lo había encontrado en una hora. Se levantó, la rabia profesional dominando momentáneamente el deseo. —¿Siete cifras? Muéstreme. Caminó a su lado, inclinándose sobre su hombro mientras ella señalaba el documento con un dedo firme y elegante. El calor de ella, la presión suave de su hombro contra su brazo, era una tortura física. Intentó concentrarse en los números, pero todo lo que olía y sentía era a ella. —Aquí —susurró Alice, su aliento, ligero y cálido, rozando su cuello. El contacto era tan breve, tan involuntario, que se sintió como un choque eléctrico. Ethan no pudo concentrarse. Su mente gritaba peligro. La discrepancia financiera era importante, sí, pero el peligro real estaba en la mujer que olía a inocencia y profesionalismo a su lado. Se enderezó de golpe, alejándose dos pasos, su mandíbula tensa. —Resuélvalo. Póngase en contacto con el equipo legal y solicite la documentación original. Y, Carter... Ella lo miró, sus ojos, llenos de esa honestidad que tanto le irritaba, esperando la orden. —Gracias. Por la eficiencia. No fue un cumplido, sino una advertencia. Su eficiencia era el arma que ella sostenía contra su control. Alice regresó a la mesa, su rostro imperturbable. Pero Ethan sabía que había notado la tensión en su cuerpo. Se sentó de nuevo, tomó su café, ahora frío, y lo bebió de un trago. Tenía que despedirla. Tenía que sacarla de su oficina antes de que hiciera algo estúpido. Miró el muro de cristal entre ellos. Lo que antes era su fortaleza de vidrio, ahora se sentía como una prisión. Ella estaba dentro de su círculo, dentro de su espacio, dentro de su mente. Y lo peor de todo, ella le estaba dando exactamente lo que él no quería: un motivo para bajar la guardia. Necesitaba ponerla a prueba, llevarla al límite de su resistencia profesional. Pero lo que Ethan no admitiría en voz alta era que, al hacerlo, se estaba poniendo a prueba a sí mismo, y su disciplina estaba al borde del colapso. Si ella le había encontrado un error de siete cifras en un contrato, él había encontrado un error de un millón de voltios en su vida, y era Alice Carter.
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