El rugido del motor del Maybach se tragaba el silencio de la noche, pero no el ruido ensordecedor que sentía dentro de mi propia cabeza. Habíamos huido del restaurante, de la mirada de Daniel Hayes, de la vergüenza y, lo peor de todo, de la explosión de posesión que Ethan Pierce había escenificado. Estábamos sumergidos en la opulenta oscuridad del asiento trasero, y la cercanía de Ethan, ahora sin testigos, era mil veces más peligrosa.
—¿Por qué vino, Señor Pierce? —pregunté, mi voz sonando extrañamente firme a pesar del temblor interno. Estaba tratando de reintroducir la formalidad para crear distancia, para levantar una barrera profesional donde él solo veía un campo de batalla.
Él se giró hacia mí, y la luz intermitente de las farolas que pasaban revelaba una intensidad fría en sus ojos grises. Era la mirada de un depredador que acababa de cazar y ahora evaluaba su presa. En lugar de responder, su mano se levantó, lenta, deliberadamente. No se dirigió a mi mejilla, sino a mi garganta. Sus dedos se cerraron allí con una sutileza que desmentía la fuerza subyacente, y su pulgar, áspero y caliente, acarició suavemente mi piel justo bajo la barbilla. Fue una ternura brutal, un gesto que no buscaba daño físico, sino aniquilación emocional. Era la prueba tangible de su control sobre mi respiración, sobre mi habla, sobre mi voluntad.
Su aliento, cálido y con el dejo amargo del whisky premium, se posó en mi rostro.
—Vine —dijo, su voz reducida a un susurro gutural que me quemaba el alma—, porque si es solo mi asistente, entonces soy yo quien debe controlar dónde termina la jornada. Y esta jornada termina conmigo.
El significado era inequívoco: él era el punto final de toda mi actividad. Mi vida, en ese momento, era suya. Y la frase, aunque escalofriante, envió un latigazo eléctrico por mi columna vertebral.
No hubo tiempo para protestas. Su boca se abalanzó sobre la mía.
No era un beso romántico; era una declaración de guerra y un acto de apropiación sellado con saliva, ira y necesidad. Sentí la dureza implacable de sus labios y la presión de su mandíbula. Él no me estaba pidiendo permiso; me estaba tomando. Era un beso que sabía a poder, a autoridad indiscutible. La parte lógica de mi cerebro, la Alice profesional, gritaba en silencio por ayuda, por dignidad, por un alto inmediato.
Pero mi cuerpo me traicionó.
Esa traición no fue una respuesta suave, sino una rendición febril. En medio del terror, la chispa prohibida que había estado gestándose entre nosotros desde que lo conocí explotó en un infierno helado. Mi piel se erizó, no por frío, sino por una electricidad visceral. Mis labios, que al principio estaban rígidos y sellados, se abrieron ligeramente, involuntariamente, buscando inconscientemente acoplarse a su ritmo dictatorial.
Era incorrecto, humillante y peligroso, pero la sensación de ser reclamada con tanta intensidad, de ser la única persona en el universo a la que él deseaba someter en ese instante, era devastadora. Un calor profundo y repentino se extendió por mi vientre. Me gustó. La admisión fue un veneno dulce.
Por un microsegundo, mis manos se levantaron, una oleada de deseo rebelde me impulsó a enredar mis dedos en su cabello oscuro y a devolverle esa posesión con la misma fuerza. Quería que supiera que, aunque él me estaba sometiendo, también había encendido algo que yo no podía apagar.
Pero justo cuando el impulso estaba a punto de convertirse en acción, la claridad regresó. Es tu jefe. Estás en su coche. Esto es control, no afecto.
Me tensé por completo. La rendición se cortó, convertida de nuevo en resistencia rígida.
Ethan lo sintió. Se separó, el contacto se rompió con un sonido húmedo que resonó en el silencio del coche. Sus ojos escanearon mi rostro en la penumbra, buscando quizás una señal de derrota o, peor aún, de reciprocidad. Vio mi respiración agitada, mis labios hinchados, pero también la mirada de terror y desafío que había vuelto a instalarse en mis ojos.
—Maldita sea, Alice —gruñó, volviendo a su postura inicial, con la mano ya retirada de mi garganta, pero el aliento aún pesado—. Esto… esto es necesidad. Y no voy a tolerar que Daniel Hayes crea que tiene derecho a interponerse. ¿Me escucha?
—Le escucho, Señor Pierce —logré decir, mi voz ahora ronca y débil. Tuve que tragar saliva un par de veces para recuperar el control.
El chófer, un hombre invisible y silencioso, continuó conduciendo por las avenidas. La tensión entre nosotros era un tercer ocupante, sofocante y palpable.
—Usted me humilló —dije, volviendo al ataque, tratando de recuperar mi narrativa—. Delante de su amigo. Delante de la gente. Me arrastró fuera de una cena de negocios como si fuera… una mascota.
—Humillación es que él crea que puede interponerse entre nosotros, Alice. Humillación es que se sienta con el derecho de tocarla o mirarla con ese brillo en los ojos. Yo soy su jefe. Yo soy quien paga sus facturas —declaró, inclinándose lo suficiente para que el miedo y el calor volvieran a mezclarse en mí.
—El Señor Hayes es un socio de la empresa. Mi relación con él es profesional.
—Todas sus relaciones son profesionales, Alice. Y todas están bajo mi supervisión —Su voz era un látigo de seda—. Entiéndalo bien.
El silencio volvió, pero ahora estaba lleno de la conciencia fresca y brutal del beso. Sentí un ardor persistente en mis labios, una sensación que me avergonzaba. Ethan me había marcado y, por un instante aterrador, yo había querido la marca. Pasé la punta de mi lengua por mis labios, y la acción solo sirvió para revivir la traicionera memoria de la intensidad de su boca.
El coche salió de la autopista, adentrándose en el barrio residencial de Chelsea. Mientras el coche disminuía la velocidad, me invadió una nueva oleada de pánico: ¿cómo sabía él a dónde ir?
—Señor Pierce, deténgase aquí, por favor —pedí, señalando una esquina antes de mi calle.
—No tengo por qué detenerme antes de su destino final —replicó, y le dio una orden silenciosa al chófer con un movimiento de cabeza.
El coche avanzó dos cuadras más y se detuvo, con la precisión de un misil teledirigido, justo frente a la puerta de mi modesto edificio de ladrillo.
—Señor Pierce, ¿cómo supo mi dirección exacta? —mi voz ya no temblaba; ahora estaba teñida de un frío temor a la invasión. Era una línea que ni siquiera el peor de mis jefes anteriores había cruzado.
Me miró con la misma calma calculadora que usaba para negociar un acuerdo de millones de dólares. Era un profesional, incluso en la coerción.
—Tengo sus archivos de recursos humanos. Soy su jefe, Alice. Sé dónde vive, sé la ruta que toma para llegar aquí y conozco la cantidad exacta que necesita para cubrir sus gastos médicos familiares. Esa información es operacional. Usted es un activo valioso, y sé cómo proteger mis activos. Ahora bájese.
La frialdad de su respuesta, el uso de la información confidencial para ejercer su dominio, fue más impactante que el beso. El beso había sido pasión descontrolada; esto era poder frío y calculado.
—Entendido, Señor Pierce —dije, sintiéndome pequeña, indefensa, pero con una nueva capa de resentimiento helado.
Abrí la puerta y salí del coche sin mirar atrás. El Maybach se deslizó silenciosamente en la noche, dejándome sola en la acera.
Subí los tres tramos de escaleras hasta mi pequeño apartamento, la sangre bombeando en mis sienes. Al llegar a la puerta, mis manos temblaban mientras buscaba las llaves. En el silencio de mi hogar, la máscara de profesionalidad y resistencia se desplomó.
Me dejé caer en el sofá, mi respiración aún irregular. Me toqué los labios con la punta de los dedos. A pesar de haberlos limpiado de forma casi frenética en el coche, podía sentir la presión, la invasión.
Renuncia.
La palabra me susurró en la mente, seductora y simple. Una solución de un solo paso a esta espiral tóxica.
Podría entrar mañana, escribir la carta, y en un mes sería libre de Ethan Pierce. Podría recuperar mi dignidad, mi espacio personal y, sobre todo, la calma.
Cerré los ojos, tratando de invocar el sentimiento de libertad que la renuncia prometería. Pero el pensamiento se disolvió ante una imagen mucho más real: El secreto que tanto escondia y por el cual, no podía renunciar.