Las manecillas del reloj en mi pequeño apartamento marcaban las siete y veinte de la noche. Me había forzado a salir de la oficina a las seis en punto, justo a tiempo para evitar cualquier escalada de acoso de Ethan. Ahora, en la calma de mi baño, la urgencia de mi transformación se sentía como una huida.
Ethan había arrojado su amenaza: "Dos horas para transformarte de mi eficiente asistente en... la distracción de mi mejor amigo." Cada acción que tomaba para vestirme se sentía como un desafío directo a su autoridad. Me puse el vestido de noche azul medianoche. No era el atuendo de una asistente, sino el de una mujer que había decidido recuperar su propia narrativa. La seda pesada se deslizó sobre mi piel como una segunda piel, y los tacones de aguja me elevaron, dándome una pequeña dosis de confianza que no había sentido en días. No me vestía para Daniel, sino contra Ethan.
A las siete y cincuenta y cinco, estaba en el taxi, dirigiéndome al corazón de Midtown. A pesar de la adrenalina, una parte de mí no podía evitar revisar mentalmente la amenaza de Ethan: "Si me entero de que esa cena se prolonga más allá de la medianoche, voy a tomar el coche y no voy a preguntar a dónde vas. Voy a ir por ti." La amenaza ya no me asustaba; me excitaba.
El restaurante era un santuario de lujo discreto. Daniel Hayes me esperaba de pie en la entrada, su figura elegante y su sonrisa cálida rompiendo inmediatamente la tensión que Ethan me había inyectado.
—Alice —Daniel se acercó, tomando mi mano y besándola con una reverencia que me hizo sentir vista, no analizada—. Estás deslumbrante. Ethan debería dejar de mantenerte como su secreto mejor guardado.
Acepté su galantería con un rubor. Daniel era fácil, un bálsamo.
Nos sentamos en una mesa junto a una ventana con vistas parciales al skyline. Eran las 8:05 p.m. La primera parte de la noche se dedicó a las trivialidades: el vino, el menú y la arquitectura neoyorquina.
—Ethan ha estado... particularmente neurótico esta semana —comenzó Daniel, con una ceja alzada, mientras el camarero se alejaba—. No me sorprende que ya te haya advertido sobre mí. Soy su mejor amigo, y sé exactamente dónde presionarle los botones.
—Me advirtió sobre su falta de moralidad y su afición a cazar lo que no le pertenece —dije, bebiendo de mi copa.
Daniel se rió, su risa era genuina y libre, un sonido que nunca saldría de la garganta de Ethan.
—Es una descripción bastante acertada de un hombre que se niega a admitir que tiene sentimientos. Pero en este caso, la moralidad no es el problema, Alice. El problema es la posesividad.
Daniel se inclinó, su voz bajando a un tono conspirador. —Mira, Ethan es el hombre más controlado que conozco. Su vida es una ecuación perfecta. Su madre, Victoria, se aseguró de eso. Pero cada vez que se ha permitido desear algo que no se puede cuantificar en un balance, se rompe. Y en este momento, tú eres ese factor impredecible. Él te tiene en la oficina como su asistente, y eso le da la ilusión de control. Pero que tú salgas a cenar conmigo, su mejor amigo, el hombre que conoce sus demonios… eso lo vuelve loco.
El tiempo avanzó hasta las 9:00 p.m. Habíamos terminado los aperitivos. La conversación se tornó más personal. Daniel me habló de la infancia de Ethan, de la presión constante de su madre, de cómo su única forma de lidiar con el caos interno era imponer el orden externo.
—El problema con Ethan —continuó Daniel, sus ojos oscuros llenos de empatía—, es que si no controla algo, siente que lo va a perder. Y no puede soportar la pérdida. Lo hemos visto caer por cosas mucho menos importantes que una asistente brillante con un vestido azul. Pregúntate: ¿Por qué esta asistente es tan diferente para él? No es profesional, Alice. Es un acto desesperado de un hombre que siente que ya no tiene control sobre su propio entorno emocional.
Su pregunta me golpeó con fuerza. La verdad era que había sido una confrontación física, una manifestación cruda de deseo y posesividad, algo que Daniel solo podía inferir por la reacción exagerada de Ethan.
Eran las 10:15 p.m. Habíamos terminado el plato principal y Daniel había pedido un vino de postre. La atmósfera se había vuelto íntima, como si estuviéramos en una burbuja. Yo me había abierto más de lo que pretendía, compartiendo fragmentos de mi historia y por qué la estabilidad profesional en Pierce Corporation era tan vital para mí. Daniel era un ancla.
—Sé que tienes una historia, Alice. Una que te ha hecho buscar esta estabilidad. Y lo entiendo. Pero no dejes que el miedo a perder el control te haga aceptar el control de otro. Yo no soy un riesgo, Alice —Daniel deslizó su mano sobre la mesa y tomó la mía. Su pulgar comenzó a acariciar el dorso de mi mano con una suavidad que se sintió increíblemente íntima—. Soy un aliado, y quizás algo más.
La caricia era dulce y segura. Por un momento, me olvidé de las cámaras de seguridad, de la oficina, y sobre todo, de Ethan. Me sentí cómoda, vista y deseada de una forma libre y sin condiciones.
—¿Amigos, Daniel? —pregunté, mi voz apenas un susurro.
—Amigos. Y una alianza para mantener al CEO cuerdo —respondió con una sonrisa, apretando mi mano.
Eran las 11:00 p.m. La hora que Ethan había impuesto como límite ya se sentía como una amenaza real. Sentí una punzada de ansiedad, consciente de que ya habíamos cruzado la línea del flirteo inocente al contacto físico.
Justo en ese momento, la temperatura de la sala descendió. Un silencio cortante se apoderó de la zona. Fue la ausencia de ruido lo que me hizo girar, no un sonido.
Allí estaba. Ethan Pierce.
Había cumplido su promesa, llegando justo después de mi hora de salida autoimpuesta. Llevaba una chaqueta de cuero negra sobre una camisa oscura con el cuello abierto, su apariencia era la de un hombre que había cruzado la ciudad en un frenesí. Sus ojos, grises y ardientes, ignoraron el resto del mundo y se fijaron exclusivamente en nuestras manos entrelazadas sobre la mesa.
Caminó hacia nosotros. No se detuvo. Cada paso resonaba con una intención violenta.
—Ethan. ¡Vaya sorpresa! ¿Vienes a tomar algo? —preguntó Daniel, soltando mi mano y levantándose, forzando una sonrisa.
Ethan se detuvo justo a mi lado. Ni siquiera miró a Daniel a los ojos. Su voz fue baja, gutural, dirigida a su mejor amigo.
—Quita tu mano de mi asistente, Hayes —dijo, la sibilancia en su tono era un castigo.
—Ella no es tu propiedad, Ethan. Es mi invitada y estamos en una conversación privada. No la vas a avergonzar aquí —respondió Daniel, poniéndose a la defensiva.
Ethan, por fin, me miró. Su mano se cerró en mi muñeca, un agarre de acero que me levantó de mi silla con una fuerza brutal.
—Se acabó el juego, Carter —gruñó, inclinándose sobre mí, su aliento caliente y furioso—. Eres mía. Y ahora nos vamos. Te lo advertí.
En ese instante de humillación pública, la adrenalina me dio la claridad para la réplica.
—Señor Pierce, soy su asistente, no su propiedad. No tiene ningún derecho a tocarme. —Mi voz era un temblor, pero las palabras eran firmes.
La mención de su título, la insistencia en el límite profesional en ese momento de descontrol total, pareció golpearlo. Su rostro se contrajo, una mezcla de rabia y un dolor breve que desapareció tan rápido como llegó.
—Tienes razón —siseó, acercando su boca a mi oído, ignorando a Daniel—. Eres mi asistente. Y ahora, vas a asistir a que te lleve a casa.
—¡Ethan, suéltala! —gritó Daniel, intentando interponerse, pero los dos hombres musculosos que habían entrado discretamente con Ethan se interpusieron entre los amigos.
—Ocúpate de la junta de mañana, Daniel —espetó Ethan. Me arrastró fuera, sin importar la escena, sin importar el vestido azul.
Me arrojó al asiento del copiloto de un coche n***o que parecía un tanque. Se deslizó al asiento del conductor, golpeando la puerta. Estábamos solos. A oscuras, en la caja metálica, con el motor rugiendo.
Ethan se giró hacia mí, sus ojos eran dos brasas en la noche.
—No vuelvas a mirarlo así —susurró, su voz rota por la posesividad.
—¿Por qué vino señor pierce? —pregunté, mi voz temblando.
Él no respondió con palabras. Se inclinó, su aliento a whisky y rabia me invadió. Su mano se levantó y se posó, no con violencia, sino con una ternura brutal, en mi garganta, su pulgar acariciando mi piel.
—Vine —dijo, su voz apenas un susurro que me quemaba el alma—, porque si eres solo mi asistente, entonces soy yo quien debe controlar dónde termina la jornada. Y esta jornada termina conmigo.
Y antes de que pudiera parpadear, su boca encontró la mía. El beso que no era tierno, sino la rendición desesperada a la obsesión.