La pregunta de Ethan Pierce —escupida a través de la pantalla digital, sin asunto, sin contexto, solo la palabra cruda: “¿Ha respondido Hayes?”— había congelado la sangre en mis venas. No era una orden de la Pierce Corporation; era la confesión de un hombre que no podía soportar que yo entrara en la órbita de otro. Era la prueba fehaciente de que no solo había leído mi mensaje a Daniel (algo que solo podía haber hecho hackeando mis comunicaciones, un pensamiento escalofriante), sino que estaba consumido por un fervor posesivo que apenas comenzaba a manifestarse.
Daniel había respondido con un mensaje corto y encantador, proponiendo la cena para el miércoles, que era la noche siguiente. Yo aún no le había contestado. El mensaje de Ethan me había paralizado. La estabilidad que tanto ansiaba se estaba convirtiendo en un campo minado emocional.
El resto de la tarde fue una tortura silenciosa. Ethan se encerró en sí mismo, la pared de cristal de su oficina volvió al modo opaco, bloqueando su vista. Pero yo sentía su presencia como una radiación fría. Al irme, le dejé una nota sobre los informes corregidos y me fui con la cabeza gacha, sintiendo que me había metido en un juego de ajedrez donde el tablero era mi vida y el peón, mi corazón.
El miércoles por la mañana, me vestí con deliberación. Opté por un traje de pantalón azul marino, profesional, pero con una blusa de seda color marfil. Nada que pudiera ser interpretado como una “distracción”, pero que aún afirmaba mi derecho a ser una mujer y no un autómata. El encuentro de la cena ya no era una estrategia, sino un desafío a Ethan.
Llegué cinco minutos antes a la planta cincuenta y dos, manteniendo el mantra: A tiempo es tarde. Pero mi precaución resultó inútil. El destino, como siempre, decidió intervenir donde la lógica no podía.
Estacioné en el segundo nivel del aparcamiento subterráneo, un laberinto frío y de cemento que solo los ejecutivos de alto nivel usaban. Mientras me dirigía hacia los ascensores privados, sentí esa extraña punzada en el aire. No era el miedo, sino esa inconfundible y electrizante energía que siempre anunciaba su proximidad.
Y allí estaba él.
Ethan Pierce. Apoyado contra la columna de mármol que marcaba su lugar de estacionamiento, no en su Mercedes n***o, sino junto a un Aston Martin de un tono gris oscuro y melancólico. Llevaba un traje de tres piezas tan oscuro que absorbía la poca luz del garaje. Sus brazos estaban cruzados sobre su pecho, la pose de un centinela que espera. Había llegado incluso más temprano que yo.
Mi corazón dio un vuelco. No me estaba esperando en la oficina. Me estaba esperando aquí, en la sombra y el silencio, en un espacio que no era ni profesional ni público. Esto era personal.
Me acerqué, mis tacones resonando sobre el cemento pulido. Mantuve mi respiración controlada y mi rostro, una máscara profesional.
—Señor Pierce —dije, con un asentimiento formal—. No esperaba encontrarlo aún aquí.
Él no se movió de su posición, solo desenroscó los brazos, dándome la bienvenida al infierno de su atención. Sus ojos grises escanearon mi atuendo, buscando la “distracción” que yo había intentado evitar, deteniéndose justo en mi cuello, donde la seda marfil rozaba mi piel.
—Yo sí, Carter —su voz era profunda, baja, casi un susurro que se perdió en el eco cavernoso—. Ayer noté que no respondiste a Daniel Hayes de inmediato. Eso me indicó un momento de indecisión. Algo que necesitaba ser resuelto antes de que entráramos en el ámbito de los negocios serios.
Mis manos temblaron levemente. —La indecisión no es parte de mi perfil, señor. Le aseguro que mi respuesta fue cuidadosamente considerada.
—¿Considerada? —Su ceño se frunció, y él dio un paso lento hacia mí—. ¿Considerada o coaccionada. Después de mi… consejo.
La palabra consejo era ridícula. Era una orden disfrazada.
—Su consejo fue sobre la discreción y el riesgo corporativo, señor Pierce. La cena es para discutir las sinergias entre ambas compañías. Una reunión de negocios. —Mi voz sonó más firme de lo que me sentía.
Ethan se acercó otro paso, y la distancia se cerró peligrosamente. Ahora estábamos tan cerca como en la bóveda, pero sin la excusa de los documentos sensibles. El aire que compartíamos se hizo denso con su fragancia a sándalo y la electricidad de su cuerpo.
—¿Una reunión de negocios? —Su voz era incrédula, cargada de una burla oscura. Inclinó su cabeza, obligándome a levantar ligeramente la barbilla para mantener el contacto visual—. Daniel Hayes no cena con mujeres por ‘sinergias’, Alice. Él cena con mujeres que le interesan. Y cuando él está cerca, el riesgo corporativo pasa a ser un riesgo para mí.
—¿Un riesgo personal? —La pregunta escapó antes de que pudiera detenerla, un dardo lanzado directamente a su secreto mejor guardado.
La reacción fue inmediata y violenta. Sus ojos se entrecerraron a dos rendijas de acero. Su mano se levantó y se posó, no sobre mí, sino firmemente contra la pared de cemento pulido, justo al lado de mi cabeza, acorralándome con la fuerza de su presencia. Yo estaba inmóvil, prisionera entre su cuerpo y el muro frío.
—Nunca, Alice, cruces la línea de la especulación personal conmigo —gruñó, su voz apenas audible. Su aliento cálido rozó mi frente—. Mi vida personal es mía. Pero mi tiempo y mi control son absolutos. Y en este momento, tú estás consumiendo ambos de una manera que me está costando el enfoque de mi trabajo.
La excusa profesional no era convincente. Su cuerpo tenso, la cercanía opresiva, el olor embriagador de su piel... todo gritaba que la única cosa que estaba perdiendo era su control sobre su propio deseo.
Sentí que mis rodillas se ablandaban. Para mantenerme erguida, tuve que apoyar la palma de mi mano en su pecho. El músculo era duro como la roca bajo la fina tela de su chaleco. El contacto, prohibido e íntimo, envió una oleada de calor por mi brazo. Él no se inmutó, pero noté una ligera contracción en su mandíbula.
—Señor Pierce —susurré, la voz apenas un hilo—, si tiene un problema con mis salidas sociales, prohíbame ver a Daniel. Pero no use las excusas de la empresa para ejercer un control que no le corresponde.
Él se rió, una risa seca, sin humor. —¿Prohibirte? ¿Crees que soy tan arcaico? No. Vas a ir a esa cena, Alice.
Me quedé atónita. —¿Qué?
Su mirada se oscureció con una promesa peligrosa. —Vas a ir. Pero la cena no será sobre sinergias. Será una prueba. Una provocación. —Él acercó su rostro, y por un momento, pensé que me besaría. En cambio, su boca se detuvo a menos de un centímetro de la mía. Pude oler el aroma de su café n***o de la mañana en su aliento—. Quiero que sepas, Carter, que no importa con quién estés sentada, o lo que Daniel te ofrezca… tus lealtades están comprometidas. Y lo que te pertenece, lo que es mío, nunca se pierde de vista.
Su mirada bajó a mis labios, luego regresó a mis ojos. Él notó mi debilidad, mi respiración superficial.
Su mano se movió de la pared y rozó mi mejilla con el dorso de sus dedos, un gesto que era a la vez una caricia y una advertencia.
—Y sobre esa debilidad —murmuró, refiriéndose a mis uñas mordidas que él había notado el día anterior—. Los instintos son imposibles de controlar. Pero si eres mía… yo te ayudaré a controlarlos.
Él se apartó de golpe, dejando el aire temblando con una energía residual. Yo seguía paralizada. Se dirigió al Aston Martin, abrió la puerta con un gesto rápido y se deslizó dentro, sin darme una segunda mirada.
Encendió el motor, y el rugido del coche, bajo y potente, llenó el garaje. Antes de acelerar hacia la rampa de salida, me dirigió una última y gélida mirada a través del parabrisas.
La cena con Daniel ya no era un escudo, sino una bomba de tiempo con un detonador que solo Ethan Pierce podía activar. Esta noche, descubriría hasta dónde llegaba la verdadera extensión de su control.