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LA SOBRINA TRAVIESA DEL CEO AMARGADO HACE DE CUPIDO

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—¿Rayn Colliver? —preguntó una voz desconocida desde el otro lado del teléfono—. Le hablamos del Hospital General para informarle que su prometida, Helen Parks, ha sufrido un terrible accidente. Ha perdido al bebé y se encuentra entre la vida y la muerte —agregó. Hubiera preferido mil veces que me hubieran dicho que había huido, que me había abandonado por otro hombre, ese día que debía ser uno de los más perfectos y felices de nuestra vida, y no que estaba a punto de perderla para siempre, junto con ese bebé que con tanto amor esperábamos.

***********

Rayn Colliver lo tenía todo: una vida perfecta, junto a la mujer perfecta. Pensaba que nada podía quitarle aquella dicha y felicidad, pero la vida siempre tiene otros designios y cuando estamos en lo más alto, nos hace caer y golpearnos con fuerza. Aquellos golpes que le dio la vida lo volvieron un hombre amargado que pensaba que nunca jamás iba a volver a conocer la felicidad. Eso, hasta que la tragedia volvió a tocar a su puerta y su vida dio un giro inesperado que lo vino a cambiar todo y que le mostró que siempre hay una segunda oportunidad para ser feliz y para volver a amar.

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PLANTADO EN EL ALTAR
«¿Será que me dejó plantado en el altar?», pensé, porque no llegaba a la iglesia. Aunque parezca extraño, porque desde que llegué a la adultez no los había vuelto a experimentar, ese día me embargaron unos terribles nervios que me obligaron a chocar la suela de mis zapatos negros italianos contra el frío piso de mármol de la iglesia. De pie sobre el altar, ataviado en un elegante traje n***o confeccionado por las grandiosas manos de un sastre, esperaba a que Helen, mi prometida y la futura madre de nuestro futuro hijo, que nacería en algunos meses, apareciera y cruzara las enormes puertas de madera de la entrada principal de la iglesia. Los invitados, enfundados con elegantes trajes y largos vestidos de todos los colores, esperaban sentados sobre las bancas que habían a los lados del pasillo que conducía desde la puerta hasta el altar. Estos ya empezaban a murmurar por lo bajo, pues, así como yo, ya se habían dado cuenta de que la novia estaba bastante retrasada, cosa que era bastante extraña en Helen, ya que ella siempre había sido una mujer bastante organizada, responsable y puntual. —No te preocupes. Así suelen ser las bodas. Las novias siempre se retrasan porque se tardan más de lo normal arreglándose, para verse perfectas en este día —me dijo Trish, mi hermana, para tranquilizarme. Sin embargo, sus palabras no me tranquilizaron ni un poquito. Estaba seguro de que algo tenía que haber pasado. —¿Y si se arrepintió a última hora y decidió que no quería casarse? —comenté, sintiendo que el miedo comenzaba a abrumarme. —¿Helen? Imposible —rebatió mi hermana, negando con sus manos frente a mi cara—. Esa mujer está locamente enamorada de ti. —¿Qué tal que nada más fingía y en realidad amaba a otro y ese otro le pidió que huyera con él? Terribles escenarios comenzaron a llenar mi cabeza, comenzando a transformar el momento cumbre de aquella felicidad infinita que venía viviendo desde que cinco años antes Helen se había cruzado en mi camino, en una terrible tragedia e infierno que cada vez se extendía más y más, nublando mis pensamientos. —No exageres. Mejor voy a llamarla para saber qué ha pasado —dijo Trish y volvió a alejarse del altar, para salir afuera de la iglesia. Tenía veintinueve años, con una carrera que despuntaba gracias a que la empresa que había fundado dos años antes comenzaba a convertirse en una de las más exitosas, no solamente de la ciudad, sino del estado, estaba a punto de casarme con la mujer que amaba y en unos meses seríamos padres. Todavía no le habíamos dicho a nadie, más que a Trish, que era la mejor amiga de Helen y prácticamente mi única familia. Nuestros padres habían muerto en un accidente de avión nueve años atrás. Trish apenas tenía diecisiete años y yo veinte. Desde entonces, siempre habíamos estado juntos y unidos. Solo nos teníamos a nosotros dos, hasta que Helen llegó a nuestras vidas y entonces nos tuvimos los tres. Más que desesperado, bajé del altar y seguí a Trish afuera. Los invitados me siguieron con la mirada y escuché sus murmullos extenderse por las filas, a mi paso. —¿Te ha respondido? —le pregunté a Trish cuando la alcancé detrás de la puerta de la iglesia. Tenía el teléfono en la mano y ya empezaba a preocuparse. Negó con su cabeza y separó el teléfono de su oreja, para ver la pantalla. —Nada. Miré a ambos lados de la calle, esperando ver su coche aparecer por algún lado, pero no aparecía. —Deja, yo la llamo. Quizá me conteste —dije, pensando que quizá a mí sí me respondería para darme una explicación del por qué no había llegado. Saqué mi teléfono móvil que llevaba en el bolsillo de mi pantalón y marqué su número. El sonido de la llamada comenzó a resonar en mi cabeza y luego se perdió en la nada, para darle paso a la voz de la grabadora. Trish me miraba, expectante y a la vez preocupada. Mi desesperación aumentaba y yo ya estaba bastante seguro de que me había dejado plantado en el altar. Cuando el padre salió, solamente lo empeoró todo. —Ya ha pasado más de una hora desde que la boda debió haber comenzado —dijo, empleando ese tono solemne que ellos utilizan para no herir la susceptibilidad de las personas—. Creo que lo mejor será suspender la boda y realizarla en otra ocasión. —¿Por qué no dice lo que es? —mascullé irritado y descargando mi frustración con quien no debía—. ¿Por qué no dice que la novia me ha dejado plantado y que ya no vendrá? —Rayn, tranquilízate —Trish intercedió y me sujetó por el hombro derecho. Resoplé con exasperación y sentí unas tremendas ganas de lanzar insultos e improperios contra todos. —Padre, ¿no puede esperar un poco más? —preguntó Trish, tratando de cualquier forma de ganar un poco más de tiempo y aferrándose a una esperanza que yo ya había perdido. —Lo siento, hija, pero ya hemos esperado lo suficiente y esta iglesia debe cumplir con otros deberes. Cerré los ojos y contuve las ganas que me invadieron de ponerme a golpear la pared y la puerta para descargar mi frustración y mi decepción. —Hay que decirles a todos que no habrá boda porque Helen decidió dejarme plantado en el altar —manifesté, decepcionado, abatido y a la vez enojado; con la vida, con mi hermana que no dejaba de repetir que esperásemos, como si ya no habíamos esperado lo suficiente, y con la misma Helen, que no se presentó y que no era capaz de dar la cara o de responder ese maldito teléfono para dar una explicación por su abandono. Chasqueando la lengua y dominado por todos esos sentimientos que me embargaban y sobre todo por mi impulsividad, me giré y me devolví adentro de la iglesia para correr a todos los invitados a gritos. —¡Largo! ¡Fuera todos de aquí, que no habrá boda porque la novia ha decidido no presentarse! Avancé a zancadas por el enorme pasillo, gritándole a las personas para que se fueran de una vez, porque ya no quería continuar viéndoles y sufriendo aquella humillación. La gente murmuraba a mi paso, lo que me alteraba más de lo que ya estaba. Sabía que aquel escándalo sería la comidilla durante meses. Que al día siguiente, en las portadas de los periódicos y en los tabloides de chismes estaría impresa esta imagen mía, actuando como un demente, después de sufrir semejante humillación en el altar. Las personas se apresuraron a levantarse de sus asientos, porque parecía que de un momento a otro yo iba a comenzar a lanzarles todo lo que encontraba a mi paso, y quizá poco me falto. Probablemente, me aferré al poquito gramo de cordura que me quedaba, para no terminar haciéndolo. La pobre Trish, desesperada y angustiada, corrió detrás de mí y me suplicó que me calmara. —Hermano, por favor, cálmate —decía, cuando me tumbé en las gradas del altar para sufrir mi abatimiento—. Tiene que haber otra explicación. Estoy segura de que algo más tuvo que haber sucedido para que Helen no se presentara. —¿Qué más va a pasar? —espeté, irritado—. ¡Que no quiso casarse y ya! ¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas lo que me dijo durante la cena de ensayo? ¡Dijo que iba a dejarme plantado en el altar, para verme llorar por ella! —Eso no fue más que una broma, Rayn —rebatió. —Pues mira la broma... salió mucho más que cierta. Trish suspiró, dándose por vencida o quizá convenciéndose de que, simplemente, Helen había decidido no casarse a última hora. Se puso en pie, me ofreció su mano y me ayudó a levantarme. —Debemos irnos —dijo. Miré al frente. Todos se habían ido ya, pues salieron despavoridos ante mi arrebato. Caminé a paso lento, aferrándome a Trish, la única persona importante y de valor que parecía que me quedaba de ahora en adelante. Llegamos hasta las puertas. Las personas se subían a sus automóviles y se iban. Algunos volteaban a verme, con semblantes consternados, otros atemorizados y algunos parecía que reían; o quizá solamente fue una terrible imaginación que mi mente creó, gracias a lo afectado que me encontraba en aquel momento de dolor y humillación. —Rayn, vamos a casa —sugirió Trish—. Quizá encontremos a Helen y nos diga qué ha pasado. Yo dudaba que Helen estuviera allí, pero quería confrontarla, así que solamente me dejé guiar y arrastrar por Trish. Mientras bajábamos las escaleras de la iglesia, para llegar al aparcamiento de coches, miré el resplandor de unos flashes de cámaras, pero no tenía ni ánimos, ni fuerzas para luchar contra periodistas de mierda, que andaban buscando una gran nota para vender sus malditos periódicos al día siguiente. Llegamos al coche. Trish iba a conducir, pero, justo antes de que pudiera abrir la portezuela del asiento del copiloto, mi teléfono vibró en mi mano. Esperanzado de que se tratara de Helen, miré la pantalla, pero me encontré que esta marcaba un número desconocido. Fruncí el ceño, mientras me preguntaba quién podía ser, y me respondí que no tenía tiempo para hablar con desconocidos de alguna tontería. La llamada se cortó porque yo no respondí y, cuando iba a regresarlo a la bolsa de mi chaqueta, volvió a entrar otra llamada del mismo número. Intrigado y porque una corazonada le dio un vuelco a mi corazón, respondí. —¿Hola? —dije. —Hola, buenos días. ¿Con el señor Rayn Colliver? —dijo una voz femenina del otro lado. —Él habla —respondí, desconcertado, pues no tenía ni la menor idea de quién se trataba. —Señor Colliver, le hablamos del Hospital General de Chicago para informarle que la señorita Helen Parks y su padre, el señor Bernal Parks, han sufrido un terrible accidente. Sentí que el mundo se detuvo, dio vuelta hasta posarse encima de mí y luego me cayó encima. Mi respiración se agitó y por un breve instante, mi corazón dejó de latir. —¿Cómo ha dicho? —murmuré, incrédulo. De todas las cosas que pensé que podían haber pasado, un accidente jamás pasó por mi cabeza. —La señorita Helen Parks y su padre, han sufrido un accidente —repitió, pensando que de verdad yo no había escuchado, pero la verdad era que no podía creerlo. —¿Cómo está ella? —pregunté, alzando la voz, pues tal noticia me alteró en sobremanera. Hubo un breve lapso de silencio del otro lado y el terror me embargó por completo. —¿Cómo está ella? —repetí, con tono demandante. —Ella llegó muy grave al área de urgencias, señor. Nuestro equipo hizo todo lo posible... —¿Lo posible? ¿Cómo que lo posible? —espeté, contrariado—. ¿Cómo está ella...? ¿Y nuestro hijo? A ese punto, Trish ya se había acercado a mí y por lo bajo me preguntaba qué estaba pasando y con quién hablaba. —Lo lamento, señor. Ella perdió al bebé y se encuentra entre la vida y la muerte —respondió y yo sentí que se me desgarró el alma y que el corazón se me partió en mil pedazos. Hubiera preferido mil veces que Helen se hubiera arrepentido de contraer matrimonio conmigo y hubiera decidido dejarme plantado en el altar. Que hubiera tenido a otro y lo hubiera preferido a él, por sobre mí, a que me dijeran que estaba a punto de perderla y de que nuestro bebé... nuestro pequeñito que con tanto amor y anhelo esperábamos, había muerto. Rápidamente, me subí al coche. Trish, que seguía esperando una respuesta, me siguió y se subió en el asiento del copiloto, justo a tiempo cuando este arrancó y, chirriando los neumáticos sobre el asfalto, salió casi volando por las avenidas del centro de Chicago, para llegar rápidamente al Hospital General. Sin embargo, ni toda esa prisa pudo ayudar a que llegara a tiempo... a que pudiera despedirme de ella y contemplar sus hermosos ojos verdes abiertos por última vez. —Soy el prometido de la señorita Helen Parks —anuncié en la ventana de información de hospital—. Acaban de informarme que ella tuvo un accidente y que se encuentra entre la vida y la muerte. Supe lo que había pasado mucho antes de que la mujer hablara. La forma en que sus ojos me vieron y en que su semblante cambió, me lo dijeron. —Lo siento mucho, señor. Ella acaba de fallecer —dijo, destruyendo mi vida y mi felicidad para siempre.

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