Isabel Pérez

1798 Words
Las lágrimas continúan cayendo mientras me encuentro en esta habitación, que parece ser una sala de interrogatorios o algo similar. Estoy rodeada de policías, pero nadie me brinda una explicación sobre mi padre. Un torbellino de pensamientos cruza por mi mente. Tal vez lo confundieron con alguien más y lo arrestaron por error. Sin embargo, ha pasado casi una hora y deberían haberse dado cuenta de su equivocación. —Es ella Una mujer rubia de ojos verdes, vestida con elegancia, se acerca a mí acompañada de un oficial. Siento que también estoy en problemas, pero no he hecho nada malo, al menos que el exceso de peso en mis maletas sea considerado un delito. —Mi papá y yo no hemos hecho nada, señores policías. No tenemos relación con drogas ni nada parecido. Nos están confundiendo. —No estás en problemas, Isabel. Reí incrédula —Lo sabía, nos están confundiendo. Mi nombre es María Fernanda Castilla. —Tu nombre es Isabel Pérez y fuiste secuestrada a los tres años por Octavio Castilla. —¡Eso es mentira! ¡Quiero ver a mi papá ahora mismo! —¡Cálmate, Isabel! —¡No me llamo Isabel! ¡Necesito hacer una llamada! Hasta los presos tienen derechos. —¡No estás en prisión! Me alejé y tomé mi celular de la maleta. Marqué el número de Ignacio, el único número que memoricé desde pequeña por si surgía una emergencia. Por suerte, respondió rápidamente. —Ignacio —No pude evitar sollozar, con mis mejillas mojadas por las lágrimas. —¡Tranquila, Marifer! —Estoy rodeada de locos que arrestaron a papá, me están diciendo que... —En este momento no puedo hablar. Estoy tratando de resolver la situación con tu padre. No digas nada y tranquilízate, pronto te buscaré —Dijo antes de cortar la llamada. —Isabel, ve con la doctora, necesitas hacer algunos análisis —me dice la aparente abogada. —¿Qué? Sin responder a ninguna de mis preguntas, simplemente me llevaron a una especie de consultorio pequeño. Allí, una doctora tomó una muestra de mi saliva, probablemente para una prueba de ADN. Al menos eso es algo positivo, ya que esto podría poner fin a esta locura. —Dime, Isabel... —Marifer.— La corregí —Sé que esta es una situación extremadamente difícil para ti, pero debo hacerte algunas preguntas. —Solo quiero ver a mi papá. —No es posible en este momento. Octavio está siendo procesado. —¡Están locos! ¡Soy la hija de Octavio y Kendra Castilla! Ella me muestra una fotografía de una niña pequeña que tiene cierto parecido conmigo. Sin embargo, eso no significa nada, ya que muchas personas pueden parecerse. —Fuiste secuestrada el 15 de julio en un parque hace trece años. —¿Mi cumpleaños? —Necesito que me hables sobre Octavio y su relación contigo. Dime si él te maltrató o abusó de ti. Eso fue demasiado. No pude controlarme y lancé el florero que adornaba su escritorio. —¿Cómo se atreve a pensar o decir eso? Octavio es mi papá y solo me ha amado como un padre ama a su hija. La noche ha sido terrible. Varios médicos me han examinado y me han interrogado en repetidas ocasiones. Cuando se dieron cuenta de que no iban a obtener respuestas de mí, una trabajadora social se presentó como licenciada y me llevó a un lugar que parece ser un centro de acogida. Allí me encuentro con otras mujeres, algunas con niños o en estado de embarazo, otras lucen extremadamente delgadas. —¿El licenciado Ignacio Fernández no ha preguntado por mí?— Pregunté Ella niega con la cabeza —Solo pasarás la noche aquí. No podemos entregarte a tu familia hasta que tengamos los resultados de la prueba de ADN. —Si el resultado es negativo, volveré a casa con mi mamá. —No hemos logrado localizarla —Antes de irse, me entrega un sándwich de jamón y queso junto con una botella de agua, pero no tengo apetito. Simplemente dejo la comida en una mesita y una señora me guía hasta una pequeña cama en una habitación donde otras mujeres están durmiendo. —Mira quién tenemos aquí —Una mujer de cabello oscuro, tatuajes en los brazos y el rostro, se acerca a mi cama. —¡Déjame en paz! Ella me golpea en el rostro con fuerza —¡A mí no me hables así, mocosa! —¡Ya déjala tranquila! —Interviene una mujer mayor, alrededor de unos cincuenta años, que parece ser más grande y experimentada. —¡Déjame divertirme con la mocosa! —¡Mocosa, tú abuela! —Lo que es de una es de todos. Acá compartimos todo —Ella intenta abrir mis maletas, lo cual me enfurece porque nadie se mete con mi ropa. En un arrebato de ira, tomo mi secadora de pelo y la estrello con furia contra su rostro. El sonido de la impactante colisión parece llenar el espacio y el impacto la hace caer al suelo, tambaleándose. Mientras se recupera, mi atención es atraída por otra figura que se acerca, quizás atraída por el ruido y la conmoción. Sus ojos se posan en la escena, y no puedo evitar sentir que está juzgando todo lo que ha sucedido. Por supuesto, su interpretación rápida y parcial de la situación la lleva a asumir que yo soy la fuente del problema. En cierta medida, este malentendido es sorprendentemente beneficioso, ya que su intervención ayuda a aislar la confrontación del resto del mundo, permitiéndome sentir una especie de privacidad momentánea en medio del caos. Finalmente, las cosas se calman, y me encuentro sola una vez más. El agotamiento de la tensión y la emoción finalmente me abraza, y logro encontrar la tranquilidad suficiente para conciliar el sueño, aunque sea por un breve momento. *** Me desperté temprano e intenté arreglar mi cabello, que se despeinó anoche. Por suerte, tengo un cepillo en mi bolso. También arreglé mi maquillaje y me cambié de ropa. En pocos segundos, la trabajadora social se acercó a mí. No le pregunté el resultado porque sé perfectamente cuál será. Simplemente la seguí hacia la camioneta y me sorprendí cuando noté que no estábamos yendo hacia mi casa. En menos de media hora, llegamos a la Comandancia. Bueno, quizás mis padres o Ignacio estén allí esperándome. Eso es lo que intenté pensar; si yo sufrí, no me imagino cómo la habrá pasado mi pobre padre. Al acercarnos al lugar, noté que además de los policías, estaba la abogada insoportable de ayer y tres personas que nunca había visto en mi vida. Ellos me examinan con la mirada. La primera es una señora algo mayor, con cabello corto y canoso, ojos oscuros y maquillaje impecable. Está vestida de n***o, con un bastón y anteojos. Un hombre, quien tiene cierto parecido con ella, toma su brazo. Este hombre se ve más joven, creo que tiene la edad de mi papá. Tiene los ojos color gris, cabello oscuro, tez blanca y viste una camisa blanca y jeans oscuros. La tercera persona es una mujer que se ve desarreglada y ojerosa, es evidente que ha llorado durante horas. Sus ojos son de un verde claro, tez morena y su cabello está recogido en un chongo. En cuanto a su vestimenta, solo lleva un vestido muy sencillo de color blanco y un suéter n***o, además de pequeños zapatos del mismo color. —Ella es…— Pronuncia el hombre —Sé quién es ella —La mujer joven se acerca a mí y me da un fuerte abrazo, es tanta mi sorpresa que me quedo petrificada—No tienes idea cuánto te he buscado, mi Isabel. —Sus lágrimas empapan mi hombro y por ello la empujo. —¿Es ella? —Pregunta el señor, quien está en estado de shock. —Así es, las pruebas de paternidad arrojaron una compatibilidad del 99%.— Informa la trabajadora social —Es un error, yo no me llamo Isabel, mi nombre es María Fernanda.— Repliqué —Sé que es difícil, pero estos señores son tus padres y tu abuela.— Me dice la mujer El hombre se acerca a mí e intenta abrazarme, pero yo me alejo usando a la trabajadora social como escudo humano. La señora simplemente me observa. —Soy tu padre.— Asegura el hombre —Mi único padre se llama Octavio Castilla y quiero saber dónde está él o mi madre. —Tu padre confesó y ya fue trasladado —Me comenta la abogada. Niego con la cabeza entre lágrimas —Esto tiene que ser una pesadilla. —Hija, nosotros somos tu familia. ¿Puedo llevarla a casa, verdad?— Inquiere la señora mayor La mujer más joven niega con la cabeza —Mi hija se irá conmigo. La señora ríe burlona en respuesta—¿Contigo? Si la hubieras cuidado bien, no se la habrían robado. Amelia, no sirves para ser madre. —Por favor, no discutan frente a ella.— Pide la trabajadora social —¿Tengo que irme con ellos?— Pregunté —Así es, María Fernanda. Te prometo que estaré al pendiente de ti.— Afirma la trabajadora social —Un placer trabajar con ustedes —La abogada toma la mano del señor. —Muchas gracias, licenciada Ibarra. El señor sube mis maletas a un taxi y se despide de mí, diciéndome que más tarde irá a verme. Noté que él se subió a una camioneta con la señora. Yo simplemente me siento en mi lugar mientras la señora Amelia habla por teléfono, informando que estamos llegando a la casa. —No quise que escucharas mi discusión con la señora Victoria, Isabel. Tu abuela es un poco severa. —Soy María Fernanda, señora. —Un par de lágrimas resbalan por mis mejillas y ella me abraza de nuevo. —No llores, te llamaré como quieras. Eres mi hija y el nombre no importa. —¡No soy su hija! — Exclamo, apartándome. Durante el trayecto, no le dirigí la palabra a la trabajadora social. Me centré en el camino y noté que estoy muy lejos, probablemente a unas dos horas de mi casa. La ciudad está dividida en tres zonas: la parte donde viven las personas adineradas, la clase media y la media baja. En este momento, me encuentro en la zona media baja. Las casas de este barrio parecen pequeñas cajitas, y en las calles hay niños jugando. También hay jóvenes con aspecto sospechoso reuniéndose en una esquina. Las calles están mal construidas, llenas de baches, lo que hace que el taxi dé saltos terribles. No puede ser real, esto debe ser una pesadilla inimaginable. Pensé que nada peor podría suceder, hasta que el taxi se detuvo y vi la casa.
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