El paraguas bajo la tormenta.
Valeria Rivas intenta mantener la calma mientras observa, desde el ventanal de su pequeña cafetería, cómo la lluvia golpeaba las calles de Brooklyn con furia.
Las gotas resbalan por el vidrio, difuminando el caos de las luces de los autos atrapados en el tráfico. Adentro, el aroma a café recién hecho y a pastel de manzana y demás exquisiteces llenaba el aire, pero hoy, ni siquiera ese olor lograba calmar la tormenta que crecía dentro de ella.
En la mesa frente a ella, un grueso sobre legal reposaba como una maldición. Llevaba meses recibiendo visitas indeseadas: los abogados de Ferrer Corporations, la corporación que parecía decidida a arrebatarle lo único que le quedaba, su amada cafetería "Dulce Y Colado". Era una propiedad heredada de sus abuelos, quienes habían muerto en un accidente automovilístico meses atrás, un accidente que ella aún no podía aceptar del todo.
—Valeria, no puedes seguir ignorando esto —le había dicho el abogado la última vez, con su tono de voz falsamente amable—. Tarde o temprano tendrás que firmar. Esta ubicación es clave para los nuevos planes de expansión. No podrás detenerlo. No tienes ni tiempo, ni dinero y eso a nosotros nos sobra.
Cada día era lo mismo. Cartas, visitas, amenazas sutiles. El café no solo estaba en una avenida principal, sino que también estaba al lado de la nueva torre de sesenta pisos que Nicolás Ferrer había construido.
La empresa veía el lugar como el punto perfecto para continuar su expansión en los dos mil metros de la propiedad a su lado, pero para Valeria, era más que una cafetería y su actual hogar. Era el legado de su familia, el último vínculo con los recuerdos felices que compartió con su madre y abuelos.
Esa noche, el lugar está casi vacío. Solo dos mesas ocupadas por estudiantes trabajando en sus laptops, y su única barista, Lucía, limpiaba la barra sin apuro. Valeria se frotó las sienes, cansada. No sabía cuánto más podría soportar.
—¿Desea que le prepare algún té?—le pregunta Lucia un tanto preocupada por su jefa.
—No, Lucia. Estoy bien, gracias de todos modos—le responde Valeria, volviendo a fijar su mirada en los papeles frente a ella.
Lucía continúo con lo que hacía.
Mientras tanto, en otra parte de la ciudad, Camilo Santillán, un joven, Ceo, abogado y dueño de una firma prestigiosa, tenía uno de esos días en los que todo salía mal. Desde la mañana, había estado lidiando con un cliente difícil y una pila interminable de papeles.
Para empeorar las cosas, sus socios, le habían notificado de último minuto que necesitarían trabajar todo el fin de semana para cerrar un importante caso. Cualquier plan de diversión que había tenido estaba ahora enterrado bajo esa montaña de trabajo. Pero como no era algo habitual los apoyaba con gusto, con tal de que ellos no se quedaran solos trabajando.
Era tarde cuando finalmente salió de la oficina, frustrado y con el cuello tenso. Al menos la lluvia parecía haber enfriado un poco el sofocante calor de la ciudad de Brooklyn. Abrochándose la chaqueta de cuero negrö, y colocándose el casco del mismo color, caminó hacia su moto aparcada fuera del edificio.
El tráfico en Brooklyn fue un desastre esa noche, especialmente bajo la lluvia. Camilo no quería pasar horas atrapado en un embotellamiento, así que decide tomar un atajo por calles menos concurridas, aunque algo más complicadas para su moto.
La lluvia caía más fuerte conforme avanzaba por las angostas calles de Brooklyn. El casco lo protegía del frío, pero las gotas formaban una cortina tan densa que apenas podía ver más allá de un par de metros. Decidió detenerse un momento para refugiarse hasta que la tormenta disminuyera y así evitar un accidente innecesario.
Fue entonces cuando ve el letrero parpadeante en una esquina. "Dulce y Colado". Era una pequeña cafetería, de esas que parecían de otra época, con un aire acogedor que contrastaba con la modernidad de los edificios que la rodeaban. Una cálida luz amarilla se filtraba por los ventanales. Camilo decidió que entrar a tomar algo caliente sería una buena idea mientras esperaba que la tormenta amainara.
Aparca su moto a un lado del local bajo un vuelo que sobresalía de la cafetería junto a una moto de delivery y entró, sacudiéndose el agua de encima mientras se quita el casco. El suave sonido de una campanita sobre la puerta anunció su llegada. Valeria, quien estaba de espaldas tras la barra, no lo vio entrar inmediatamente, pero Lucía lo saludó con una sonrisa.
—Bienvenido, amigo, buenas noches —le dice Lucía, con una enorme sonrisa—. ¿Te gustaría un café? Tenemos algunas especialidades de la casa y todo tipo de postres.
—Gracias. Buenas noches. Un Café americano sin azúcar, por favor.
Lucia asiente con una sonrisa y Camilo le devuelve la sonrisa pero un tanto cansada y se sienta en una de las mesas vacías cerca de la ventana. Desde su asiento, observa el interior del lugar. Era acogedor, un tanto caribeño, pero algo en la atmósfera le resultaba extraño, como si una sombra oscura estuviera flotando sobre el ambiente.
Valeria finalmente se da la vuelta para ver al nuevo cliente, y sus ojos se encontraron con los de Camilo por un instante. Él siente un pequeño sobresalto en el pecho al toparse con esos ojos almendrados, de la mujer detrás de la barra. Había algo en ella que lo atrapó al instante. Su rostro mostraba la lucha de alguien que llevaba un peso inmenso, pero también había una fortaleza en su mirada que no podía ignorar.
Valeria le devuelve una sonrisa educada y vuelve a enfocarse en los papeles sobre la barra. Sin embargo, algo en el rostro de ese cliente la hizo detenerse por un momento. Era como si lo hubiera visto antes. Se preguntó si sería uno de esos clientes regulares que venían a menudo sin que ella se diera cuenta.
Lucía sirve el café a Camilo, y lo lleva hasta su mesa sobre una pequeña bandeja.
Camilo le agradece y toma un sorbo mientras observaba la lluvia arreciar más allá de los ventanales. No pudo evitar notar la tensión en el cuerpo de Valeria, como si estuviera a punto de romperse, y eso le recordó algo: cómo se sentía él mismo últimamente. Agobiado, atrapado por la presión del trabajo, sin poder salir de ese ciclo interminable de responsabilidades a voluntad propia.
Mientras Camilo trataba de disfrutar su bebida caliente, el sonido de la campanita volvió a sonar. Dos hombres, vestidos de traje, entraron empapados y fueron directo hacia Valeria con una expresión seria.
—Señorita Rivas, nos volvemos a ver, les traemos otras razones por la que tiene que vender —dice uno de ellos con una voz áspera y condescendiente—. Solo venimos a recordarle que el plazo para aceptar nuestra oferta está por expirar. Le convendría firmar ahora antes de que la situación empeore y lo pierda todo.
—Demonios otra vez esta gente de Ferrer Corporations—susurra Lucía, de pie, cerca de la mesa y Camilo llega a escucharla.
Valeria apretó los puños, conteniendo su frustración. Los abogados de Ferrer Corporations otra vez, acosándola a cada hora del día. Camilo observaba la escena desde su mesa, y su instinto como abogado se activó. Pudo reconocer el tipo de hombre que tenía frente a él: tiburones legales, especialistas en presionar a los más débiles.
Ella no respondió de inmediato, solo les dio una mirada de acero. Uno de los abogados dejó un nuevo sobre en la barra.
—Esta es nuestra última oferta —dice el segundo abogado, con un tono casi amenazante—. Si no la firma esta semana, le aseguro que no será tan generosa la próxima vez.
Camilo no pudo evitar sentir una punzada de rabia al escuchar eso. No conocía a Valeria, pero algo en esa escena lo tocó profundamente. Había pasado su vida defendiendo a personas en situaciones difíciles, y aunque estaba agotado, algo en su interior le decía que debía intervenir.