Capítulo 1
2018
―¿Y? ¿Encontraste a tu chico? ―pregunta Paige apenas ingreso al departamento.
Dejo los cuadernos con apuntes de mis clases sobre la mesa y sacudo la cabeza sin siquiera mirarla. Ella ríe.
Paige es mi prima y compañera de piso desde hace medio año, cuando empecé la carrera de Psicología en la misma universidad que ella. A diferencia de mí, Paige está estudiando Literatura y está en su tercer año. Es la razón por la cual estoy viviendo en un departamento y no en un pequeño cuarto compartido en las residencias de la universidad.
Me dejo caer en el sofá para dos personas que hay en una esquina de la habitación, que es mitad cocina y mitad sala de estar, y suspiro.
―Me estoy arrepintiendo de haber escogido esa materia electiva ―murmuro―. Y no es mi chico, Paige. En todo caso sería mi experimento.
Se ríe y la escucho caminar, puesto que tengo mis ojos cerrados, de un lado a otro.
―Como sea. Lo encontrarás. Hay muchos chicos malos en estos días, solo es cuestión de buscar ―dice en tono distendido.
En momentos como estos me dan ganas de sacudirla por los hombros y gritarle que no es tan fácil como parece. En la vida real, o al menos en Weakland, encontrar a un chico malo es más complicado de lo que se muestra en los libros. Puedo confirmarlo por propia experiencia; en mi vida solo he visto a un chico de los que se le puede llamar «malo» y ni siquiera sé si era realmente como se decía. Simplemente eran rumores, porque jamás tuve la oportunidad de entablar una conversación con Owen Knight, el chico que era un año mayor que yo en la preparatoria de mi antigua ciudad.
El tintineo de unas llaves siendo sacudidas me saca de mis pensamientos y abro los ojos; Paige las tiene en una de sus manos mientras que en la otra lleva un par de libros y un suéter tres tallas más grande de lo que debería usar atado en su cintura.
―¿A dónde vas? ―le pregunto cuando coge el picaporte para salir.
Aunque sepa su respuesta, siempre termino preguntándoselo.
―A la biblioteca ―dice. Mira hacia la encimera y me señala un tupper verde―. Dejé comida para ti, caliéntala en el microondas. Regresaré tarde ―añade, y sin más sale del departamento.
Me vuelvo a hundir en el sofá, con sueño y mi estómago rugiendo de hambre, y siento que la frustración me vuelve a inundar. Entonces el hambre y el sueño se van. Es lo mismo que me viene pasando hace dos semanas, y mientras más tiempo pasa, más se agudiza mi frustración.
Por la forma en que los pantalones me quedan más grande que cuando llegué a vivir aquí, y por las ojeras que llevo debajo de mis ojos cuando no me maquillo, sé que quizá debería cambiar de proyecto. Pero me niego.
Paige dice que me estreso rápidamente, pero cómo no hacerlo, si llevo casi medio mes buscando al chico malo idóneo para mi proyecto y todavía no he conseguido encontrar a uno sólo que quiera colaborar conmigo.
«Olvídalo, loquita» ha sido una de las respuestas más agradables que he recibido. Porque cada vez que me presento a un chico con potencial, me juzga; si no es por mi aspecto de chica buena, lo hace por mi carrera. Al parecer, que estudie sus comportamientos y la forma en que viven no concuerda con... bueno, su estilo de chico malo.
Me pongo de pie y decido almorzar, después de todo tengo que comer si quiero seguir viva para acreditar la materia ―en caso de que consiga alguien, claro―. Mientras espero que se detenga el microondas con la lasaña hecha por mi prima, cojo mis apuntes de esta mañana y les doy un vistazo.
Me gusta llevar las materias al día e investigar cuando algo no me queda claro, por esa razón busco mi portátil y googleo sobre la personalidad masculina. Videos en YouTube y unos cuántos estudios sobre el tema me absorben por completo haciéndome olvidar del tiempo. Es cuando ya he entendido algunos puntos y tengo todo más en claro que me doy cuenta que se me pasó por alto el sonido que emitió el microondas al detenerse.
Mi estómago ruge y sé que de no alimentarme inmediatamente, lo olvidaré o simplemente caeré desmayada, por lo que olvido la lasaña que seguramente se encuentra fría de nuevo y me tomo un yogur sabor frutilla que hay en la nevera y de los que Paige siempre tiene una amplia reserva. Repondré todo lo que tome tuyo, siempre le digo. Y cumplo, sólo que a ella le molesta que yo no coma como corresponde y en vez de eso viva con yogures o una que otra fruta.
El resto de la tarde lo paso entre libros, estudiando conceptos y revisando bibliografía de algunas materias. Cuando mi celular suena, estiro el brazo y lo cojo de mi mesita de noche.
¿Paso por ti a las siete?
Por un instante, considero la posibilidad de hacer como si no hubiese leído el mensaje y seguir leyendo mis apuntes. No puedo porque, al instante, llega otro texto.
Paso por ti a las siete.
Sé que no tengo escapatoria ni excusa. Y no porque su último texto haya sido una afirmación al contrario del primero, sino porque no puedo postergarlo más. Es sólo una salida, lo sé, y es viernes, también lo sé. Por lo tanto, debo ir. O eso es lo que suelen decirme mis compañeros cuando me niego a salir las noches de viernes y fines de semana.
Miro la hora para comprobar que aún tengo tiempo para alistarme, y aliviada por tener un par de horas de sobra, silencio mi móvil y vuelvo a concentrarme en mis cosas, colocándome unos auriculares con la sinfonía de Beethoven reproduciéndose en mi mp3.
...
Un golpe estruendoso me sobresalta. Miro hacia la puerta de mi dormitorio, que acaba de abrirse de par en par, y veo a Paige con una expresión pálida, la cual comienza a cobrar color en cuanto su mirada se enfoca en mí.
La veo gesticular, pero no alcanzo a escuchar lo que dice. Me quito los auriculares.
―¡...de tu parte!
Hago una mueca. Realmente no sé qué dijo antes, pero por sus facciones todas tensas y el colorete de sus mejillas, sé que está enfadada. Y muy enfadada. Más de lo normal.
―¿Lo siento?
Mi disculpa, bañada de duda, hace que sus ojos se estrechen sobre mí.
―Ni siquiera oíste todo lo que dije, ¿no? ―No le hace falta una respuesta verbal al ver mi sonrisa culpable―. Tuve que salir de la biblioteca porque pensamos que te había pasado algo. ¿Qué diablos ocurre contigo? Al menos responde al móvil. O abre la puerta cuando alguien busca ―sugiere.
―¿Pensamos? ―repito.
―Aiden está aquí ―dice como toda explicación.
Entonces lo veo. Mi mejor amigo, el chico más controlador que he conocido en toda mi vida, está justo detrás de mi prima. Puedo ver su mandíbula tensa y sus oscuros ojos puestos en mí con determinación, o quizá recriminándome algo. O... ¡diablos!
Miro la hora en mi móvil y compruebo que son las ocho, y como si no fuera poco, hay cerca de veinte llamadas perdidas y unos cuantos mensajes sin leer.
―Lo siento―me disculpo, esta vez siendo totalmente consciente de mi falla.
―No lo sientas. Sólo comienza a comportarte como alguien normal. Y para que lo tengas en cuenta, alguien normal está constantemente pendiente de su móvil ―aclara mi prima en tono suave, aunque sé que en el fondo de su voz sarcástica me está reprendiendo―. Si no quieres abrir la puerta, bien. Pero al menos envía un mensaje con un «estoy bien, sólo no quiero abrir» o «estoy viva». Es lo mínimo ―reclama.
Asiento, sin ganas de llevarle la contra, y me siento en la cama mientras cierro la tapa de mi portátil. Paige parece satisfecha con mi silencio y sale de la habitación, dejando a Aiden de pie bajo el umbral de la puerta.
―Entonces... ¿todavía sigue en pie la salida? ―dudo intimidada por la presión de su mirada que no se aparta de la mía.
Avanza un paso, cerrando la puerta detrás de sí en pleno silencio, y finalmente esquiva mis ojos para mirar sus pies.
―¿De verdad no me oíste golpear la puerta? ¿O me estabas ignorando? ―indaga en voz baja.
Me sorprende su tono. Aiden no destaca por su voz exageradamente varonil, pero suele conservar cierta determinación y estabilidad al hablar. Esta vez parece desposeído de ambas.
Le muestro la pantalla de mi móvil como prueba.
―Me distraje, supongo. Y no te he oído, estaba escuchando música ―confieso.
Me mira como si le costase creerme y me molesta porque nunca antes le he fallado como para que desconfíe de mí―. De todos modos, si no quieres creerme, allá tú ―añado.
Al oírme, sonríe con una leve sacudida de cabeza.
―Eres incorregible, Shaw―sisea. Alzo una ceja―. Te creo, sólo que... ¿podrías ser más normal en cuanto a lo tecnológico? La comunicación es imprescindible, lo sabes. Y estar incomunicado contigo, por todos los medios, hizo que realmente me preocupara. Pensé que te había pasado algo y por eso llamé a tu prima ―explica.
La comunicación es imprescindible. Esa es su excusa cada vez que me llama, o viene a visitarme, o me escribe ―cosa que hace todos los días desde que lo conocí―. Como estudia Comunicación, cree que estar conectados a los demás es fundamental. Yo no lo veo de ese modo tan exagerado, pero él insiste.
―Soy normal en cuanto a lo tecnológico ―me defiendo, evitando una confrontación con respecto al problema que tiene con querer controlar todo desde la comunicación―. ¡Tengo un móvil y un reproductor de mp3!
Suelta una risa divertida y me hace reír también.
―Te recuerdo que tienes un móvil sólo porque te obligó Paige, y para que lo tengas en cuenta, los reproductores de mp3 sólo los usas tú. Ahora existen mp4, aplicaciones para el móvil y un montón de aparatos más novedosos que ese pequeño que tienes ahí.
―¡Oye! No critiques a mi bebé―le digo en broma cogiendo el pequeño aparato rosado en una de mis manos.
Aiden rueda los ojos y después me mira con seriedad, entonces sé cuál es su pensamiento. Aunque él no lo crea, es demasiado predecible.
―Sí. Iré ―contesto a su pregunta no hecha―. Sólo déjame cambiarme, ¿sí?
Mientras busco dentro de mi armario, lo escucho acercarse por detrás.
―¿Puedo elegir tu ropa?
Me doy vuelta y alzo una ceja.
―¡Dime que no es cierto! ―susurro simulando sorpresa. Aiden frunce el ceño―. ¿Entonces es cierto? ―prosigo.
―¿De qué hablas? ―Luce confundido.
―De los rumores ―murmuro bajando el tono de voz considerablemente―. Primero, te vistes demasiado bien. Segundo, siempre hueles delicioso. Tercero, desde que te conozco jamás te he visto con una chica. Y ahora... ¡quieres escoger mi ropa! ―digo con simulada euforia.
Su mueca pasa de confusa a incrédula.
―Sabes que no soy gay ―afirma instantáneamente.
―¿Lo sé? ―Finjo duda.
Sus labios se aprietan.
―Tendrías que saberlo ―dice después de unos segundos.
―Jamás me lo demostraste, así que no puedes dar por sentado que lo sé ―establezco. Su boca se abre, quizá molesto o sorprendido, y me dan ganas de reír―. De todos modos, no te preocupes. Seas gay o no, te quiero igual.
Por la forma en que sus ojos parpadean lentamente y durante varios segundos, sé que no es molestia. Aiden parece sorprendido, más que eso, paralizado e incrédulo.
―No soy gay ―musita después de lo que parece una hora con su boca abierta―, para que lo sepas ―acota.
―En ese caso ―sonrío brevemente, dándole la espalda para que no se dé cuenta de la broma que le he hecho―, prefiero elegir yo la ropa.
Me parece oírlo suspirar.
―Al menos déjame sugerirte algo ―insiste.
Le miro por encima de mi hombro.
―Dime.
―Usa un vestido.
Me rio y vuelvo a hundir mi cabeza dentro del armario.
―¿Un vestido? ―murmuro con gracia―. Sabes perfectamente que no lo haré.
―Pero te quedan bien ―dice―, y a mí me gustan ―replica.
Escojo una camisa sin mangas, de una tela fina y semitransparente, y me doy vuelta para entornar la mirada en Aiden.
―Simplemente no ―le respondo.
―¿Y si insisto?
―No.
Si en una escala midieran la probabilidad de que yo usase otra vez vestido por propia elección, indicaría un cero. La última vez que usé uno, terminé ebria en mi primera fiesta universitaria y durmiendo en una fraternidad, en el piso del baño.
Aunque sé que tal suceso no tiene correlación con la vestimenta, prefiero no volver a recordar tal noche ni temas relacionados.
―Te hago una apuesta.
Dejo de buscar entre mis jeans y me vuelvo hacia Aiden.
―¿Cuál? ―pregunto.
Él, como buen amigo que es, sabe cuál es mi debilidad. Y obviamente una apuesta lo es; no puedo resistirme a la idea de ganar cuando un desafío me es lanzado. Mucho menos cuando lo lanza alguien de quien podría obtener interesantes beneficios.
―Si te pones un vestido y terminas la noche bien, tendrás que usar vestido siempre que salgas conmigo. Pero si terminas mal, entonces nunca más insistiré con esto.
Aiden sabe acerca del suceso. En realidad, él fue quien me encontró en el baño de la fraternidad y el primer rostro que vi al despertar.
―En ambos casos termino con vestido ―advierto intentando olvidar la migraña con la que desperté aquel día.
Él ríe.
―Esa es la idea ―me guiña.
Giro sobre mí y, mientras vuelvo a buscar qué ponerme, lo pienso.
―Acepto con una condición ―negocio finalmente; mi voz es amortiguada por el interior del armario.
―De acuerdo―establece Aiden sin dar tiempo a más.
Dejo la ropa que he estado seleccionando en un estante y lo miro suspicazmente.
―Ni siquiera oíste cuál era mi condición ―indico.
―Realmente no importa porque todo saldrá bien ―contesta automáticamente―. Además usarás vestido, que es la razón por la cual comenzó todo esto.
―Bien. La condición es que...
Me rasco la barbilla para poner suspenso. Aiden rueda los ojos.
―Shaw ―me apresura entre dientes.
Si hay algo que él odia, es que lo hagan esperar; entrecierro los ojos y le sonrío con simulada inocencia.
―Usaré esto ―señalo el vestido que tengo en manos―, pero tú tendrás que besar a alguna chica en la discoteca. La que quieras.
Sus labios se arrugan al instante.
―¿Sigues creyendo que soy gay?
Me rio.
―Quizá ―miento―. ¿Entonces? ¿Aceptas o no?
Cuando Aiden estira su mano hacia mí, cojo un suspiro todavía indecisa, y opto por estrechar su mano.
―Trato hecho ―dice sacudiéndola con suavidad.
Solo espero que la noche vaya bien. O al menos, no terminar ebria y sin recuerdos.