Respiramos profundamente después de unos minutos, dejando que el aire fresco nos ayude a recuperar la compostura. Finalmente, nos levantamos del suelo, aún sintiendo el peso del cansancio en nuestras piernas, y nos dirigimos hacia la puerta de la casa. Johann, siempre atento, abre la puerta con un movimiento decidido, y ambos entramos al interior, dejando atrás el jardín y la humedad de la noche. Una vez dentro, encendemos las luces, iluminando cada rincón de la casa con un brillo cálido que contrasta con la oscuridad exterior. La casa está en completo silencio, y no hay señales de Fátima ni de Azaquiel. Parece que aún no han regresado de la supuesta fiesta con sus amigos.
Es un pensamiento que me resulta difícil de procesar. A mis diecisiete años, hay cosas que simplemente no entiendo, y esta es una de ellas: ¿cómo es posible que alguien pierda a su esposo, al hombre al que decía amar profundamente, y apenas fallece, se dedique a ir de fiesta en fiesta vestida de n***o? Es una contradicción que me irrita y me desconcierta al mismo tiempo. Pero no tengo tiempo para reflexionar demasiado sobre ello, porque Johann, con su tono serio y práctico, interrumpe mis pensamientos.
—Creo que tenemos la casa sola, Dakota —murmura mientras inspecciona cada rincón con atención—. Será mejor apurarnos a buscar las cosas de tu padre y esconderlas... especialmente ahora que Fátima no me quiere cerca de ti.
Sus palabras me hacen reír un poco, aunque la situación no tiene nada de graciosa. —¿Y cómo crees que ella no nos quiere ver juntos después de lo que vio? —replico con un tono retórico, recordando el incidente que ocurrió esta mañana—. No sé cómo no se fue al mismo hueco que papá por el susto que se llevó contigo.
Johann se encoge de hombros, como si el tema no le importara demasiado.
—Sí... aunque no entiendo el susto si lo único que vio fueron mis pálidas nalgas y tal vez parte de tus piernas —dice con una sonrisa despreocupada—. Ella me llegó a cambiar los pañales de pequeño cuando íbamos al preescolar juntos. No entiendo por qué tuvo que gritar si no vio nada que no haya visto antes.
—Sí, pero recuerda que ella tenía que cambiarte los pañales porque fue nuestra maestra en el kínder y la que nos cuidaba en la guardería —le contesto con sorna, mirándolo fijo para captar su atención—. Desde entonces, muchas cosas han cambiado, Johann. Además, ella empezó a gritar fue cuando le preguntaste si se quería unir. Antes de eso, no entendía lo que ocurría en el cuarto.
Johann me sonríe, riéndose levemente mientras un leve rubor aparece en sus mejillas. Es evidente que está recordando lo que pasó esta mañana, y aunque intenta disimularlo, su expresión lo delata. Con un gesto cálido, extiende sus brazos hacia mí, invitándome a acercarme para abrazarlo. Me acerco con cierta desconfianza, manteniendo una sonrisa juguetona en mi rostro, sabiendo perfectamente lo que hará. Johann, viendo mi vacilación, me jala del brazo con rapidez y me salta encima, envolviéndome en un abrazo lleno de cariño. Sus manos recorren mi espalda con ternura, mientras me llena de besos y caricias que logran arrancarme una risa sincera.
—Padre ya estará más tranquilo con todo lo que ha pasado —dice Johann, con un tono que mezcla seriedad y consuelo—. Después de todo, ahora no debe estar sintiendo nada... en lo absoluto. Ahora hay que concentrarnos en cómo animarte, mi querida Kota.
Antes de que pueda responder, Johann me levanta por la cintura con facilidad, envolviéndome en un abrazo cargado de energía. Por reflejo, me sujeto a él con mis piernas, dejando caer mis zapatillas al suelo. Las risas no tardan en salir de ambos, llenando el espacio con una alegría inesperada. Cada beso sonoro que Johan me da parece borrar un poco de la tristeza que llevo dentro, y por un momento, todo parece estar bien. Pero la magia del momento se rompe abruptamente cuando escuchamos el sonido de la puerta de la sala abrirse.
Al voltear, vemos la cara de terror de Fátima, quien nos observa con una mezcla de incredulidad y furia. Desde donde estoy, puedo ver cómo la vena de su frente comienza a inflamarse, coloreando su piel de un tono carmesí que recuerda a la sangre. Su expresión es tan intensa que parece que está a punto de explotar, y Johann y yo nos quedamos congelados, sin saber cómo reaccionar.
La expresión en el rostro de Fátima es lamentable, pero la de mi hermano es aún peor. Ambos están paralizados bajo el umbral de la puerta, sin saber qué decir. Azaquiel permanece perplejo, mientras que mi madre, por otro lado, simplemente mueve la mandíbula sin emitir sonido alguno. Su piel se torna tan pálida como una hoja de papel. Antes de que cualquiera de los dos pueda reaccionar, Johann se inclina hacia mí, deposita un pequeño beso en mi sien y se marcha por la puerta, obligándolos a hacerse a un lado mientras pasa junto a ellos. Ahora, solo quedamos nosotros tres: Azaquiel, Fátima y yo.
—Eh... ¿Dónde estabas, Dakota? —me pregunta Fátima con calma, midiendo cada palabra con cuidado, aunque su rostro aún refleja asombro.
—Me vine con Johann a la casa, ya que ustedes se fueron a la fiesta de los Salazar. Así que no me quedaba otra opción que venir para acá. Además, no pensarás que iba a dejar a Johann solo, ¿verdad? La noticia fue dura para todos, pero para él fue un golpe devastador.
—Sí, claro, Dakota. Fue tan dura la noticia que por eso tuvieron que tener sexo en el cuarto de papá y mamá esta misma mañana apenas se supo la noticia —farfulla Azaquiel con sarcasmo mientras hace girar los ojos—. Si eso es estar pasando por un mal momento, entonces prefiero no imaginar cómo están cuando las cosas van bien entre ustedes.
Estuve a punto de responderle. Ush, sí que iba a decirle todo lo que pensaba de él. Pero antes de que pudiera abrir la boca, Fátima se me adelanta y, con un derechazo inesperado, derriba a mi hermano, quien cae al suelo con un golpe seco. Sin embargo, no se detiene ahí; rápidamente centra toda su atención en mí, convirtiéndome en su nueva víctima. Su expresión ahora es aún más furiosa que cuando estaba hace unos momentos confrontando a Johann aquí en la sala. Sus ojos, antes grandes, se agrandan aún más y se tornan rojos. Sus dedos tiemblan visiblemente debido a la rabia, mientras me señala con firmeza.
—¡Dakota Svetlana Black Kuznetsov! —me reprende entre dientes, su mirada feroz clavándose en la mía—. ¡No quiero verte MÁS con Johann Abad! Ese muchacho, desde que empezó a frecuentar esta casa, solo ha traído problemas para la familia. Te prohíbo que lo vuelvas a ver.